Ramón Barea, actor: “En esta sociedad interesa que te mueras antes de llegar a viejo”
Con medio siglo en el teatro y más de tres décadas en el cine, este intérprete bilbaíno ha actuado en más de 150 películas
Ramón Barea (Bilbao, 73 años) es un actor total. Con medio siglo en el teatro y más de tres décadas en el cine, este bilbaíno, franco y lúcido, ha actuado en más de 150 películas y cortometrajes. Es de esos secundarios de lujo a los que tanto debe el cine español cuando se trata de alcanzar cotas de excelencia. Estuvo nominado en los últimos premios Goya por su papel en Cinco lobitos. No lo ganó. “Estoy acostumbrado a no entrar en los momentos de gloria”, dice.
Pregunta. Una carrera como la suya y era la primera nominación a los Goya…
Respuesta. Me pregunto a mí mismo si tengo la sensación de que no se me haya considerado lo suficiente en esta vida. Y para nada lo creo. No me ha importado este asunto. Mi mayor premio es la permanencia. Mi mayor alegría es que un tipo como yo, sin representante y que ha ido a menos, sea llamado a hacer películas. No me importa hacer protagonista, medio protagonista, secundario, reparto... No tengo detrás un representante que me sopla a la oreja y me dice: ‘No bajes el listón’. Estoy acostumbrado a que el mayor regalo es haber tenido trabajo permanentemente en teatro, cine y televisión. No lo cambio por ningún premio. No sé qué mecanismos funcionan en los académicos. Sé los míos. Yo solo espero que un día en esta sociedad en la que vivimos se acabe de una vez con la competición. Quizá es una utopía, pero al igual que ya se ha dejado de fumar o el feminismo está cambiando patrones de conducta, pues a lo mejor se puede acabar con que tiene que ganar uno y perder otro. Y se piense en una cosa más solidaria y conjunta, más de promoción.
P. ¿No le gusta verse compitiendo con otros compañeros?
R. Se me hace muy raro. Si a mí me lo hubieran dado, mi discurso hubiese sido: “Compañeros, no es que yo esté mejor que vosotros. Es mentira. Estamos todos muy bien. Solo que yo llevo más rato y me acaban cogiendo cariño”. Pero, bueno, el premio estaba muy bien dado. Ha sido una cosecha estupenda. Ojalá pueda ser no solo de cinco opciones sino de diez. Que la ceremonia fuera un gran anuncio del cine español, de una forma muy distinta a la competición. A lo mejor algún día nos extrañará pensar en este formato como ahora nos extraña pensar que se fumaba en el Parlamento.
P. La nominación era por su papel de padre en Cinco lobitos, un hombre cuidado y sobreprotegido por las mujeres de su casa. ¿Se sentía identificado en ese rol masculino?
R. Creo que esa línea de vida femenina, que tiene que ver con el nacimiento y la muerte, es real. Tiene que ver con los cuidados. No van los curas a cuidar al enfermo. Van las monjas. Es la mujer en casa la que da vida y mantiene. En mi generación ha pasado siempre. Yo soy padre y abuelo. Y había puntos de conexión con la película y conmigo. Yo me siento observado. Se lo decía a Alauda [Aluada Ruiz de Azúa, directora de la película]. El personaje me hizo fijarme en cosas. La mirada de Alauda es desde la mujer. Y está claro que me reconozco en ese personaje, como reconozco a mis hijas en las mujeres de la película.
P. Cinco lobitos está dirigida por Alauda Ruiz de Azúa. A lo largo de su trayectoria ha trabajado con hasta once directoras. ¿Qué piensa de esta nueva ola de mujeres cineastas que no paran de brotar y que están renovando el cine español?
R. Hay una mirada femenina y pendiente de materializarse. Se dice esa cosa estúpida de que no hay que mirar si es masculino o femenino sino bueno. Hay que mirarlo. Las mujeres han sido perdedoras por un rollo cultural. Los varones pertenecemos a ese rollo. No nace nadie feminista, sino que hay que ir aprendiendo. El cine femenino es real y hay una forma distinta con ellas de afrontar el trabajo. Creo que va a haber un cambio de paradigma. En las películas, en el tipo de personajes, en las relaciones... Hay un futuro en dirección, guionistas y productoras… Solo una consideración: la academia todavía está compuesta por muchos más hombres que mujeres. Ese resorte está ahí como otros, como el voto catalán o el madrileño. Funcionan cosas muy raras que hacen que pasen cosas ilógicas. Los premios entonces son relativos.
P. ¿Tiene que cambiar la Academia del cine?
R. Es inevitable. Arrastramos todo el recorrido anterior en el que esto era un oficio de hombres y las mujeres estaban en labores auxiliares. No estaban en el rollo creativo. Si te fijas, las películas ganadoras son muy de tíos. El rollo de la cárcel por Modelo 77 o el wéstern gallego de As bestas. Están frente a Cinco lobitos, El agua o La Maternal. Ganan las duras y las de peleas porque parecen más cine que aquellas que van de tener hijos y no saber qué hacer con ello o de sacar adelante a una familia. Parece menos cine para la Academia.
P. También fue protagonista del cortometraje: La entrega. Trata de un hombre anciano que le cuesta salir de casa y encima sufre de la brecha digital. ¿A sus 73 años está cerca de este personaje?
R. La pandemia nos marcó a todos. El miedo al miedo es terrible. Nos enseñó los dientes del nivel de crueldad que se puede tener con la gente mayor. Ahora no nos acordamos, pero el tema de los asilos fue terrible. Yo me sentí viejo. No me siento, pero me lo hicieron sentir. Algunas productoras de cine y televisión plantearon quitar de los guiones a los grupos de riesgo, como los ancianos y niños. Para no parar la producción, nos hicieron sentir que sobrábamos. Ya tengo una edad, es verdad, pero la sociedad no lo tiene resuelto. Alargar la vida genera una relación que está sin resolver en esta sociedad. No se sabe cuál sería la fórmula para ser todos felices. Interesa que te mueras antes.
P. Precisamente, una vez dijo que quería dirigir una película para hablar de la ancianidad.
R. Tengo en la cabeza hacer una película que sea reflejo de mi padre, que fue longevo y vivió 97 años. Tenía una visión optimista de la vida. Era un viejo feliz que veía el aspecto divertido de los incidentes. Al menos, era relativamente feliz que tenía un deseo enorme de vivir. Yo quiero hacer esta película con un viejo o una vieja felices, que pudieran asomarse con una relación optimista a la vida. Esa sería mi película.
P. Su padre tenía una academia de música y se pasó la infancia rodeado de gente actuando.
R. Visto con la perspectiva de ahora, mi padre era tremendo. Era músico navarro. Tocaba en orquestas y en las iglesias. Cuando se vino a Bilbao, montó una academia. Era un emprendedor. La casa era una oficina y yo era un niño rodeado de gente. Convivía con infinitos terrores infantiles como que un señor saliese de un armario o de debajo de la cama porque no paraba de ver gente por casa. Tengo un recuerdo precioso de mi padre como hombre abierto. Nunca me puso ningún problema para ser actor. Su única pregunta siempre era si andaba bien de dinero. Cuando me quedaba ensayando en el club juvenil de noche, aparecía con un bollo o bocadillo para que no pasase hambre.
P. De joven, llevó el teatro popular por todo el País Vasco con una plataforma itinerante. ¿Qué le impulsaba en aquellos años?
R. Recuerdo años de efervescencia y política social. El franquismo se acababa. Se iba una época fea y estábamos camino de otra fase. Las asociaciones de vecinos eran de las pocas cosas que se empezaban a permitir en el franquismo al final. Estaba todo el rojerío y nosotros hacíamos obras de teatro y recitales en iglesias de curas obreros, en los pueblos y en las de lonjas. Contábamos cosas reivindicativas de temas antinucleares, anti tortura... Con 20 años, te crees el rey del mundo o del mambo y pensábamos que íbamos a hacer la revolución con el teatro. ¿Qué me llevó a ello? No tengo ni idea. Fui espectador compulsivo de teatro cuando era adolescente. Y eso que me juré que no haría teatro después de sentirme ridículo vestido de pastorcillo andaluz con un gorro cordobés en una obra del colegio. Pero siempre era espectador. Debajo había un niño tímido que trataba de canalizar esa patología a través del teatro donde veía a la gente poderosa en el escenario. Y disfrazados [risas]. Mi madre no admitía que me dedicará a ello aun cuando llevaba siete u ocho años ya. Me preguntaba: ‘¿En la oficina qué tal, José Ramón?’.
P. Y ahora lleva al escenario como dramaturgo la novela de Pío Baroja, La lucha por la vida.
R. Siempre he querido rendir culto a los clásicos, por una cosa reivindicativa y también por puro juego. Queríamos hacer el proyecto de Sangre y fuego, de Chaves Nogales. Hablamos con el que representa a los herederos. Tuvimos conversaciones complicadas y tenía muchas reticencias. Luego, descubrimos que estaba vendiendo los derechos a un proyecto audiovisual. El texto se cortó y propuse a Pío Baroja. José Ramón Fernández y yo aceptamos el reto de descubrir la parte teatral de Baroja, muy brechtiana sin él saberlo. Crea héroes con los que no acabas de identificarte en la lucha por la vida. A veces, infringen todas las normas morales y éticas. Esa parte descreída me gusta. Más ahora que se piden, tras la pandemia, solo finales felices. Además, fui lector de joven de Baroja, de cuando era socio de la biblioteca de Bilbao. Lo sentía cerca. Y estaba pendiente recuperarlo porque en este país, si eres contradictorio, como Baroja o Unamuno, ya estás tachado. Tienes que ser de un partido o de un lado político. Es injusto.
P. ¿Es verdad que llegó al cine porque Imanol Uribe buscaba vascos muy vascos y apareció usted?
R. Así es. Era para La fuga de Segovia, que iba sobre presos vascos. Estuvo mirando hacerlo con actores vascos y fue al local de nuestro teatro. A simple vista, le dijo a Benito Rabal, hijo de Paco Rabal y ayudante de dirección: ‘Apunta, nos quedamos con el calvo y el del bigote’. El calvo era Álex Ángulo y el del bigote era yo. Fue mi primera película y pensé que la última. Luego, no he parado.
P. ¿Qué diferencia esencial existe entre encarar una película y una obra de teatro?
R. Me resulta igual de emocionante. Una cosa te resarce de la otra. El teatro te pide mucho tiempo de ensayos y pruebas y hay hasta procesos de crisis con tus propios recursos. En el cine, ya vas con la tarea hecha y te la juegas a un día de rodaje. En el cine, no controlas nada porque el resultado final siempre es del director. Nunca se sabe. En el teatro, sí lo sabes en cuanto se levanta el telón.
P. ¿Cuál consejo daría a un recién llegado a esto de la interpretación?
R. Si lo aman y desean, que se empeñen en ello. No es una carrera que avanza regularmente, progresivamente de acuerdo a una lógica. Es muy ilógica en los saltos, en los éxitos y los fracasos, en la calidad del trabajo. Hace falta cabezonería y aguante. No hay personas estupendas a la que vengan a descubrir. Esto es de trabajar, de generar tu propio trabajo y suscitarlo. La obstinación es la mayor recomendación para alguien que empieza, sabiendo, como dice Nuria Espert, que la interpretación es un chulo muy exigente. Yo he sido un cabezón. Me he buscado los huecos de permanencia.
P. ¿Jubilarse no se jubila?
R. Es que uno se jubila para hacer lo que le da la gana y yo no me imagino una jubilación en la que no haga nada de cine o teatro. Mi mayor felicidad es poder seguir trabajando y no darme cuenta de los años que tengo. Todavía estoy con la suficiente lucidez para hacer trabajo de todo. Me espanta la jubilación. Me parece un trastorno. Si mi oficio fuera horrible, ya me hubiera jubilado. Actuar es un estado de alegría magnífico.
P. De donde no se mueve es de Bilbao…
R. Siempre en Bilbao porque siempre he terminado volviendo. Madrid me parecía una selva al principio, pero luego me reconcilie mucho con la ciudad. Fue cuando vivía en la calle Argumosa y siempre veía a alguien, aunque no me quedaba a las fiestas. La gente que me conoce sabe que Ramón no va a la fiesta de fin de rodaje porque Ramón no bebe y se toma el primer zumo de piña y empieza a no entender a los compañeros. Madrid es una vorágine, pero tiene un punto de acogida muy bueno.
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