Palabras, palabras, palabras
El capítulo #21 de ‘El mundo entonces’ recorre esos tiempos en que la lectura seguía siendo decisiva. Por primera vez en la historia la mayoría de las personas sabía leer. Había más universidades y universitarios que nunca. Pero casi no leían libros y cada vez menos periódicos. Los medios estaban, como siempre, en plena crisis
Corrían tiempos de inventos y trasformaciones: las novedades técnicas eran decisivas. Y, sin embargo, el gran código común de la época todavía era la letra escrita.
En ese campo también se había producido un cambio radical en un lapso relativamente breve: cien años antes solo una de cada cinco personas en el mundo sabía leer y escribir. Se descontaba que eran habilidades propias de las clases acomodadas y, dentro de ellas, de los hombres. Pero en 2022 la cuenta se había invertido: en todo el mundo, solo uno de cada cinco adultos no sabía leer —y la diferencia de alfabetización entre hombres y mujeres se había reducido a siete puntos porcentuales.
El proceso había sido largo, impulsado por los sistemas de educación pública obligatoria: todos los países los aplicaban, al menos en el papel. Había, por supuesto, enormes diferencias entre aquellos que podían hacerlo eficazmente y los que, por su pobreza y la pobreza de sus ciudadanos, se quedaban en el terreno de las intenciones. En una veintena de países africanos más de la mitad de la población era analfabeta; en todo el continente eran más de un tercio. En cambio en Europa, América y buena parte de Asia, muchos países habían alfabetizado a casi todos; la India era una excepción, con solo tres cuartos de sus habitantes capaces de leer y escribir. Eso no significaba que todos los “alfabetizados” pudieran entender plenamente un texto apenas complejo; sí, que podían descifrar carteles, firmar sus nombres, acercarse.
Pero, en la teoría, se asumía que, desde sus cinco o seis años y durante diez o doce, todos los niños y niñas debían acudir cinco días por semana a unos espacios llamados “escuelas”. Eran edificios más o menos grandes, idealmente divididos en varias salas, donde los chicos pasaban entre cuatro y ocho horas diarias repartidos en grupos según sus edades y recibían, bajo las órdenes de esos funcionarios llamados maestros, una serie de lecciones que, para empezar, les enseñaban a leer y, para terminar, los adiestraban en los relatos habituales: lenguajes, matemáticas, técnicas manuales, habilidades sociales, un contacto leve con las ciencias y la persuasión de que eran parte de un gran colectivo llamado país o patria o reino. Sus sistemas de enseñanza requerían mucho esfuerzo de recordación —porque era una época en que la memoria todavía no estaba del todo tercerizada (ver cap.19).
Allí también había habido, en buena parte del mundo, un cambio importante: hasta unas décadas antes, distintas órdenes religiosas habían mantenido su hegemonía sobre la formación infantil, que privilegiaba la imposición obstinada de sus dogmas a unas mentes en pleno desarrollo. En 2022 esa coerción ya se daba menos en los países católicos y más entre los más pobres de los países islamistas. En el resto era rara.
La “escuela”, en cualquier caso, cumplía un rol decisivo. Con los cambios de condiciones de vida —la urbanización, la aparición de más y más empleos en servicios (ver cap.15)—, no ser capaz de leer se había convertido en un handicap cada vez más duro. Es difícil exagerar el peso de ese instrumento. Ahora nos cuesta imaginar su poder: baste decir que era la base sobre la cual casi todos los chicos del mundo eran formados para encarar sus vidas adultas, el mecanismo de normalización más difundido y eficiente de esos días.
La educación se había extendido hasta niveles desconocidos: la llamada “universidad”, la educación específica profesional tras la decena de años de educación generalista, conoció un desarrollo nunca visto. Las universidades más antiguas ya tenían varios siglos pero, hasta mediados del XX, habían sido un refugio para hombres jóvenes de clase alta y media alta que se volverían abogados, médicos, ingenieros, científicos, economistas. Poco a poco empezaron a abrirse a las mujeres y a las clases medias: en el año 2000 ya había 100 millones de estudiantes universitarios en el mundo. Pero en 2022 eran 235 millones: más del doble. (Si se considera que entonces había en el mundo unos 1.200 millones de jóvenes entre 18 y 26 años, vemos que uno de cada cinco frecuentaba una universidad. Era algo nunca visto.)
Entre ellos, un tercio asistía a universidades privadas, que solían ser las más deseadas. Aquellas academias, como todo el resto, estaban claramente divididas: había 30 o 40 instituciones de élite —la mayoría en Estados Unidos e Inglaterra, donde solían ser muy caras, y en Australia, China y Canadá— y unas doscientas de buen nivel en el resto del mundo, entre ellas algunas públicas, gratuitas. Nadie parecía capaz de precisar cuántas había, pero los cálculos más comunes suponían unas 30.000: la cifra incluía desde las instituciones más complejas y prestigiosas hasta miles de pequeños negocios engañabobos —que algunos países llamaron “universidades de garaje” porque funcionaban en una cochera.
La enseñanza universitaria, de todos modos, se volvió ineludible para cualquiera que quisiera conseguir un buen puesto de trabajo público o privado, un lugar de prestigio en su sociedad. Las únicas personas “exitosas” que no necesariamente habían pasado por la universidad eran los ídolos de la cultura pop: músicos, actores, deportistas (ver cap.20). En los países ricos —Europa y Estados Unidos, sobre todo— alrededor del 10 por ciento de las personas tenía su diploma: con sus grandes diferencias internas eran, sin duda, la capa privilegiada de aquellas sociedades. De distintas formas manejaban el mundo: copaban los gobiernos y legislaturas, dominaban absolutamente la ciencia y la técnica, controlaban y operaban bancos y finanzas, sintetizaban las cuestiones que el resto del mundo discutía, lo contaban.
Y había quienes sostenían que las universidades eran islotes de pensamiento exótico. Que esas personas que debían timonear la sociedad se habían criado en espacios aislados de esa sociedad, que tenían una visión sesgada, que ignoraban muchos de sus aspectos pero creían que sus ideas eran aplicables al conjunto. Generaciones anteriores habían tenido la humildad de suponer que también debían aprender de otros sectores; esta, no: creía que solo tenía que enseñarles. De esa situación surgieron muchas de esas ideas que provocaron todo tipo de conflictos. En cualquier caso, es imposible entender aquella época sin estudiar de algún modo sus universidades, sus sistemas de transmisión del saber, sus disputas de poder, sus fallos y sus fallas.
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En esos días, las letras estaban por todas partes: en diarios y revistas, en carteles y publicidades, en libros, en los mensajes que miles de millones se intercambiaban en sus ordenadores móviles, en las órdenes que les daban sus usuarios (ver cap.19). La muerte del lenguaje escrito, tantas veces pronosticada en las décadas anteriores ante el avance de teléfonos y televisiones, se había contenido —aunque más no fuera por un tiempo— y las letras gozaban de una circulación que nunca antes habían conocido aun si, en muchos de esos mensajes, las gramáticas y escrituras tradicionales dejaban paso a formas de anotación más laxas —pero hechas de letras todavía. Y ya aparecían los signos que anticipaban su decadencia.
Para empezar, aquellos aparatos ofrecieron la posibilidad de enviar mensajes de voz y empezaron a aceptar comandos e interacciones orales. Pero, mientras tanto, tuvieron su auge unas formas de escritura no alfabética muy curiosa: eran todo un nuevo ecosistema de ideogramas llamados emojis —del japonés, donde e significaba imagen y moji, letra. Los emojis —o emoticones— tenían todas las características de los viejos ideogramas: dibujos que expresaban un mensaje. Y, como los ideogramas de los egipcios —jeroglíficos—, mantenían una ambigüedad que las letras no: con ellos, el receptor debía imaginar qué le decía su interlocutor, y sus interpretaciones aceptaban un registro muy amplio —que hacía que cada quien entendiera lo que quería, una de las grandes ventajas de ese tipo de comunicación. Los emojis se adaptaban a esos tiempos más alusivos que analíticos: la sugerencia desplazaba a la precisión, la evocación a la descripción. Eran una forma de expresión vaga pero eficiente, fácil de leer, simpática, que podía malentenderse más allá de los idiomas: su poliglotismo los acercaba a un lenguaje universal —y los convirtió en un avance de lo que vendría.
(Los ideogramas, que aquella cultura imaginaba arcaicos, superados, estaban por todas partes: los números, tan decisivos entonces, lo eran. Frente a lenguajes alfabéticos, donde cada letra reproducía sonidos cuyo sentido conjunto dependía del idioma en que estuvieran, el número 6 —por ejemplo— era una idea que un castellano llamaría seis, un alemán sechs, un ruso число, un samoano ono, un nahuátl chicuacē y así de seguido. El signo no suponía una fonética sino un concepto, que cada idioma decía a su manera.)
Pero el lenguaje oral y escrito seguía, por supuesto, sin ser universal: subsistían seis o siete mil variedades, cada una con sus características y riquezas y dificultades. Algunas tenían cientos de millones de hablantes; algunas unos pocos miles: de hecho, más de 2.500 lenguas estaban, entonces, “en peligro de desaparición”.
Desde mediados del siglo XX la inglesa era la más hablada: había ocupado el lugar de lengua común entre aquellos que no hablaban una lengua común, una herramienta de comunicación facilitada —según un lingüista italiano de la época— porque era un idioma que, a diferencia de otros, “bien se podía hablar mal”. Se calculaba que entonces lo practicaban unos 1.500 millones de personas: los 400 millones que la tenían como lengua materna y los 1.100 que la usaban para entenderse más allá de las suyas. Lo seguían el chino mandarín —con más hablantes nativos, unos 930 millones, pero menos incorporados, alrededor de 200. El hindi y el español rondaban los 600 millones en total; el francés, el portugués, el bengalí, el árabe y el ruso rozaban los 300 millones de usuarios. El indonesio, el urdu, el alemán, el swahili y el japonés estaban entre los 200 y los 100 —y los seguían una veintena de lenguas que usaban entre 100 y 50 millones de hablantes. Se aprestaban en esos días las primeras máquinas de traducción simultánea: era el inicio del proceso.
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Generaciones enteras de bienintencionados habían imaginado que cuando las grandes mayorías estuvieran alfabetizadas se lanzarían a leer y consumir eso que entonces llamaban “cultura” —y que solía asimilarse a lo escrito. No parece que haya sido el caso. La circulación de libros todavía era importante en el MundoRico, pero parecía claro que, incluso en él, las nuevas generaciones los estaban abandonando frente a otras formas de narrar. Y nunca parecieron imponerse entre las grandes poblaciones del MundoPobre. Quedó penosamente claro que, para leer libros, lo decisivo no era saber leer.
La mayoría de los libros aun era de papel: una cantidad de hojas —más de cien, menos de mil— del tamaño de una mano abierta, unidas por uno de los bordes verticales, cubiertas por sus dos lados de letras impresas y envueltas en un papel más grueso, generalmente ilustrado con un dibujo o una foto y el nombre de la obra y de su autor en letras grandes. Se publicaban, cada año, en el mundo, unos tres millones de títulos —entre los nuevos y las reediciones de los viejos. El más prolífico era China, con unos 440.000; la seguía, como siempre, Estados Unidos, con 300.000; mucho después venían Japón y el Reino Unido, con menos de 200.000. Solo nueve países publicaban más de 100.000 títulos al año —y ni la India ni Alemania ni España ni Brasil ni Corea, entre otros, estaban entre ellos. La mayoría no llegaba a los mil títulos anuales: los libros eran, como todo lo demás, marcas de la diferencia.
Aquellos libros de papel mantenían todavía cierto prestigio; los eléctricos avanzaban, pero menos que lo previsto: no se habían difundido como al principio amenazaban. Algunos los daban por muertos y no prestaban atención a un dato: en los dos países donde circulaban más libros —otra vez China y Estados Unidos—, un cuarto de ellos se leían en pantallas y más de la mitad de sus usuarios tenía, entonces, menos de 35 años. El libro eléctrico ofrecía ciertas ventajas: cada texto costaba, según los casos, tres o cuatro veces menos que en papel —y, por supuesto, pesaba tanto menos y estaba siempre disponible, en cualquier lugar y todo momento, y no destruía árboles. El libro eléctrico representaba una opción que ya entonces se propagaba en varios campos: que los contenidos no dependieran de un continente único sino que pudiesen aparecer en muchos; en su caso particular, que un texto no estuviera encerrado en un libro de papel sino que pudiera leerse en todas las pantallas de su dueño. Así, la ubicuidad de los escritos se sumaba a la ubicuidad generalizada. Era la continuación de ese movimiento que, pocos años antes, cuando los “cajeros automáticos” se difundieron por el mundo, un viajero empedernido celebraba diciendo que “antes mi mayor problema en viaje era transportar y esconder y cambiar mi dinero; ahora mi dinero está por todas partes”. La deslocalización —la ubicuidad— iniciaba ese camino que nos llevó hasta aquí.
Todo lo cual sucedía bajo las quejas de los nostálgicos de siempre: deploraban que el libro eléctrico amenzara tradiciones tan entrañables como las librerías, los bosques productores de papel, la tala de esos bosques, las imprentas, los camiones de distribución, la quema regular de millones de ejemplares, las grandes bibliotecas materiales y sus diversos operadores. Alguien los parodió lamentando la invención de la imprenta desde el punto de vista de los lectores de 1460: cómo se perderían aquellos maravillosos manuscritos, decía, y qué sería de esos monjes laboriosos que los copiaban con plumas de ganso y una paciencia extrema encerrados en sus conventos congelados. Cualquiera, dirían entonces, podrá tener un libro, cualquiera los leerá: no sabrán interpretarlos, todo ese saber será desperdiciado en una horda de ignorantes. Pero el sarcasmo no les hizo mella: suele pasar con los conservadores.
No argumentaron, en cambio, lo brutal: que el libro eléctrico era otro ejemplo de la vigilancia del capital (ver cap.18), que por su intermedio las corporaciones podían saber cuánto había tardado cada quien en leer cada texto, qué subrayaba o comentaba, hasta dónde había llegado —y el editor podía usar esas informaciones para adecuar sus siguientes ofertas. Los usos de la experiencia ajena tenían cada vez menos límites.
Mientras, empezaba a imponerse otro formato: el llamado “audiolibro” era un libro que alguien leía en voz alta y el “lector” escuchaba. El audiolibro instalaba una relación completamente distinta con la palabra escrita, una relación determinada por la costumbre de la radio y la televisión, donde el ritmo de lectura ya no estaba definido por el lector sino por el locutor y que permitía cumplir con una neurosis de la época: no hacer sólo una cosa, simultanear, multitarear. Los oyentes de audiolibros solían oírlos mientras hacían algo más: correr, ejercitarse, bañarse, manejar, dormir, simular un trabajo. He encontrado comentarios —pero no pruebas— de que algunos los escuchaban también durante sus fornicios conyugales.
Pero los libros —más allá de sus formatos— todavía conservaban ese lugar de reserva última de los saberes y del arte que habían acaparado durante siglos. Lo cual les daba un plus de prestigio que resultaba, por supuesto, una ilusión: algunos intentaban esfuerzos serios por ofrecer análisis y relatos de calidad, pero los que se limitaban a dar consejos para ganar más plata o seducir mejor o comer sin consecuencias visibles también participaban de esa reputación y de ciertas ventajas fiscales —y eran más numerosos y se vendían más. Aun la enorme mayoría que no leía asumía de algún modo confuso que pocas cosas resultaban más prestigiosas que “escribir un libro”, una forma todavía común de integrarse a la élite supuestamente educada: empresarios, políticos y otros personajes sin nada particular que decir lo hacían regularmente para darse importancia. Todo lo cual se sintetizaba en la supervivencia de una antigua conspiración escandinava llamada “Premio Nobel”, que lograba cada año que el mundo aceptase con resignación que docena y media de académicos suecos le dijeran quién sería, de ahí en más, un escritor extraordinario.
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La otra forma tradicional de uso del escrito era el relato de lo efímero, eso que la cursilería de aquellos días llamaba “información” —de informar, dar forma, disciplinar. Se podría suponer que la difusión inédita de la palabra impresa en los primeros años del siglo XXI podría haber producido un auge de los “medios de información” que la empleaban, pero no.
Durante milenios las personas no habían sabido qué había más allá de sus pueblos y comarcas: cómo era todo eso, qué pasaba. Dedicaban toda su atención a los asuntos de su pequeña comunidad: su familia, sin duda, los vecinos, los ricos de la villa, sus señores. Lo que les daba, si acaso, cierta idea de cosmos —de mundo ancho y ajeno— era la religión, que los llevaba a parajes lejanos, algunos más reales que otros, que nunca alcanzarían pero que escuchaban nombrar con frecuencia: que si allí tal santo hizo tal cosa, allá la santa cual tal otra, Jesús esto ahí y su padre en el cielo, y ni hablar de Mahoma o Gautama, viajeros entusiastas.
Pero a fines del siglo XIX la “prensa” rompió, por lo menos en el MundoRico, ese aislamiento. El proceso fue largo y complicado y no tiene lugar en estas líneas; lo cierto es que en la Tercera Década los cosmos donde vivían las personas eran dos muy distintos. Estaba, por un lado, la minoría de los que se consideraban “informados”. Esas personas —mucho MR, un poco de MP— buscaban en los medios un reflejo de cierta marcha del mundo, que incluía los gobiernos poderosos, los avatares económicos, el cambio de conductas, las pruducciones cultas, las muertes de personajes respetables y algunas novedades coloridas: todo eso se presentaba como el acceso a un cosmos más o menos oculto que importaba conocer y entender.
Para la mayoría, en cambio, su cosmos global estaba hecho, si acaso, de hechos que solo existían para mostrarse: canciones y estrellas y celebridades y curiosidades y variados deportes, y si acaso crímenes horribles y algún reflejo lejano de todo eso que los primeros consideraban “importante”. Su relación con las noticias era esporádica, dispersa: muy de vez en cuando veían o escuchaban algo sobre los poderes o los dramas o las catástrofes del mundo en que vivían. El primer grupo suponía que aquello que le interesaba modificaba las vidas de todos —y por lo tanto era conveniente conocerlo y tratar de influirlo— mientras que el segundo no tenía esa pretensión: su cosmos estaba ahí para mirarlo, espectáculo puro (ver cap.20). Por eso el primero suponía que adoptaba una conducta proactiva mientras que el segundo mantenía la actitud de los antiguos feligreses, espectadores de un olimpo. Era, seguramente, otro ejemplo de la mirada desdeñosa que los supuestamente “enterados” lanzaban hacia el resto.
Pero más allá del matiz despectivo, la diferencia existía y era una de esas que percudían el tejido común. La noción de que todos consumían información era otra de esas ideas que algún chusco de la época llamó “el rosario de mitos burgueses”: cosas que unos pocos creían que todos hacían —porque solo conseguían ver su ombligo y lo confundían con el mundo.
La forma en que esas informaciones circulaban también estaba en pleno cambio. Ya en la Tercera Década los grandes diarios escritos e impresos en papel que habían definido las percepciones del sector informado durante el siglo anterior estaban desapareciendo. Había sido un proceso largo y lento: empezaron a perder su monopolio en la primera mitad del XX, con la irrupción de la radio y, más tarde, de la televisión, que ocuparon su lugar de difusores masivos de noticias, pero aún así mantuvieron su condición de referencia seria. Entonces, los grandes “diarios” o “periódicos” eran un hato de hojas de papel que medían entre 800 y 1.700 centímetros cuadrados y aparecían cubiertas de letras divididas en varias columnas, fotos tradicionalmente en blanco y negro y la mayor cantidad posible de ofertas comerciales y políticas. Esos fajos se vendían cada mañana —o incluso cada tarde— en pequeños cobertizos callejeros habilitados para tal efecto, que fueron, durante mucho tiempo, los únicos comercios autorizados a plantarse en medio de las aceras de las ciudades “modernas” —y que, en 2022, ya estaban desapareciendo.
Aquellos diarios pontificaban con la misma seguridad sobre temas tan diversos como la economía internacional, la política local, la meteorología, los encuentros deportivos, las vidas de los famosos y los santos, los descubrimientos científicos, las recetas de cocina, los entretelones del poder, las tendencias indumentarias, los crímenes resonantes, los vaivenes astrológicos. Cada diario ofrecía un resumen del mundo, todo lo que un lector debía saber para saber dónde vivía —y determinaban su idea de sí mismo. Cada diario intentaba ser un mundo.
Formaban parte del paisaje: en cada país o ciudad importante había uno que funcionaba como referente de la verdad verdadera y varios más que intentaban disputarle ese lugar. Si bien todos ellos habían surgido como expresión de una corriente o partido político, se arrogaban una manera de mirar y contar el mundo que denominaban “objetiva”. Y, aunque todo parecía desmentirlo, su público a menudo lo creía. Su influencia era más cualitativa que cuantitativa: aun en sus mejores momentos, los diarios de referencia no llegaban a más del uno o dos por ciento de la población de sus países —pero era el uno o dos por ciento que contaba, que multiplicaba de muchas formas sus opiniones y relatos. El modelo había durado más de un siglo, pero entonces su caída era dramática: en una o dos décadas los más importantes habían pasado de imprimir centenares de miles de ejemplares diarios a mantenerse con dificultades en unas pocas decenas.
Los operaba un personal medianamente especializado, formado en carreras universitarias no muy exigentes que, según sus críticos, producían profesionales cada vez más adocenados, entrenados para aplicar con mayor o menor desgana una serie de reglas perfectamente básicas. Quizá por eso —y por su colusión con distintas formas del poder, políticos, empresarios e incluso delincuentes más caracterizados— los “periodistas” solían aparecer en los puestos más bajos de todas las encuestas de confiabilidad, junto con los citados políticos, los banqueros, los publicitarios y los abogados: todos ellos, como se ve, oficios de la palabra.
Los periodistas solían quejarse/jactarse de los riesgos que suponía el ejercicio de su profesión pero, a la distancia, algunos datos parecen desmentirlo: una organización ad-hoc calculó que en ese año 2022 había en el mundo más de 500 periodistas presos por su ejercicio; eran, seguramente, muchos menos que los médicos o contadores o abogados que habían sufrido destinos semejantes. Los periodistas podían contestar que a ellos los encarcelaban por hacer bien su trabajo mientras que a otros los encarcelaban por hacerlo mal: el argumento es atendible.
En la prensa de esos días, una palabra —hecha de dos— se había puesto de moda. Siempre ha habido palabras de moda. Quizás una de las formas de entender una época, que ninguna historiadora ha acometido todavía, sea la de producir una colección de las veinte o treinta palabras que surgen en cada momento y analizarlas y analizar sus relaciones. Sin ir tan lejos, me interesa recuperar una de ellas: “fake news”, así, en inglés en muchas lenguas, fue una palabra porfiada de esos días.
El auge de las fake news fue un excelente ejemplo de aquello que un escritor sudamericano del siglo XIX quiso decir cuando dijo que “le tocaron, como a todos los hombres, tiempos difíciles en que vivir”: la idea de que cada momento vive lo mismo que han vivido tantos otros como si fuera la primera vez —o la peor. De pronto, en esos días, millones de personas del MundoRico descubieron que los medios de prensa (les) mentían. Veinte años antes, por ejemplo, algunos de esos medios, los más pagados de sí mismos, habían sido cómplices de una guerra que produjo un millón de muertos: sus mentiras facilitaron la invasión estadounidense de un país asiático, Irak, del que aseguraron que tenía “armas de destrucción masiva” que nunca había tenido —y entonces nadie había hablado de “fake news”. En cambio en 2020, cuando esas mentiras producían afortunadamente menos víctimas, pasaron a ocupar el centro de la percepción. Y lanzaron una ola de indignación biempensante que se parecía mucho a la ingenuidad boba o la hipocresía más boba todavía. O, como decía aquel filósofo ignorado: por cada realidad que produce un concepto, diez conceptos producen realidades.
(Era cierto que las “redes sociales” aceleraban como nunca antes la difusión de esas “fake news”. Una muestra de su poder —y el poder de sus mentiras— sucedió hacia fines de ese año, cuando una corporación farmacéutica perdió en un par de horas 14.000 millones de euros en la Bolsa de Nueva York por efecto de un mensaje supuestamente suyo en Tweeter que decía que uno de sus principales productos —la insulina— se volvería gratuito. Pero también era cierto que esas mismas redes permitían desmentir cualquier engaño con la misma celeridad, lo cual era imposible en tiempos de los medios hegemónicos.)
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En vista de sus fracasos, los grandes diarios clásicos se lanzaron a ofrecer versiones “digitales” de sí mismos que intentaban, sin lograrlo, reproducir su hegemonía de papel (ver cap.18). Esas versiones causaron un daño colateral inesperado: su tecnología permitía comprobar al segundo qué relatos convocaban más público y, en esos días en que muchos editores no manejaban ningún criterio firme sobre qué importaba contar y qué no, la cantidad se impuso como la única medida. La lógica del rating había llegado a la prensa escrita. Era, también allí, la dictadura de lo que entonces se llamaba “éxito”.
Los directivos lo justificaban por la importancia de su “cuenta de resultados” y su influencia en la venta de publicidades; lo cierto fue que empezaron a buscar con avidez esos artículos que, aunque no tuvieran la menor solidez, inflaban los números: solían ser sandeces sobre ricos y famosos, crímenes llenos de sangre, listas de cositas y consejos para mejorar el cutis de la cara. Fue ese momento que algunos, entonces, llamaron “dictadura del clic”, y que tan caro pagarían. Voces aisladas llamaron a escribir “contra el público”: no seguir sus supuestos apetitos y ofrecerle en cambio lo que los profesionales consideraran pertinente. Otras dijeron que eso no sería escribir contra el público sino a favor de un público que no siempre existía —pero había, si acaso, que ayudar a formar—: la fórmula no terminó de concretarse.
En cualquier caso, gracias a la tontería de sus lectores, muchos grandes diarios se volvieron cada vez más tontos y entraron en un círculo muy vicioso: eres tonto, quieres tontería, te doy tontería, te hago un poco más tonto, quieres más tontería, te doy más tontería, te hago otro poco más tonto, quieres más y más tontería, te la doy te la doy. Así, no fue de extrañar que esos lectores —al fin y al cabo no tan tontos— terminaran por aburrirse y alejarse. Empezaron a aparecer ciertos medios —”nativos digitales”, los llamaban— que trabajaban con criterios distintos, más propios de la cultura dominante audiovisual y multiforme, pero tampoco terminaban de encontrar un camino realmente propio.
(Ya entonces, en países muy letrados como Alemania, la proporción de personas que se informaban en los medios impresos había bajado del 63 por ciento en 2013 al 26 por ciento en 2022. No parecía ser solo un problema del soporte: otra encuesta de ese mismo año, en Estados Unidos, decía que solo el 11 por ciento tenía “mucha o bastante confianza” en las noticias de la televisión; en 1991 eran uno de cada dos.)
Les quedó, entonces, a los medios, un último recurso —que, en realidad, siempre había sido el primero—: servir a un sector determinado las ideas y el tipo de noticias que ese sector buscaba. Así armaban un mundo autorreferente donde todo confirmaba lo que cada cual pensaba, un espacio donde vivir protegido de las ideas distintas; así reforzaban la sensación de pertenecer a una tribu poderosa, henchida de verdades. Pero este mecanismo también se complicaba en tiempos en que la circulación de informaciones y opiniones se había desbocado y erraba sin control por tantas vías. Aún así, millones de personas se empeñaban en mantenerse en esos reductos, reconfortantes, tranquilizadores: lo intentaban.
El mecanismo, originado en los diarios de papel, se había extendido a sus versiones digitales y, también, a unidades de televisión y radio que intentaban replicarlo: creaban refugios seguros donde cada sector encontraba lo que quería encontrar. Lo mismo hacían muchos millones que recurrían a esas “redes sociales”: Google, Twitter, Facebook y compañía limitada. Facebook, en particular, se había transformado en uno de los medios de información más leídos del mundo sin haber producido nunca una noticia. Era la quintaesencia del efecto reducto: allí, cada participante leía los relatos escogidos por su grupo de “amigos” (ver cap.19), aquellos que había elegido para reafirmar sus filias y sus fobias y, por supuesto, conseguía confirmarlas, ratificar que el mundo era lo que él creía. Y mientras tanto, gracias a su éxito, esas corporaciones se llevaban la publicidad de las empresas que había mantenido durante décadas a los grandes medios. Cada año, cientos de diarios cerraban en todo el mundo. La caída se aceleraba; se preparaba, como sabemos, un modelo completamente nuevo, diferente, de producir un cosmos.
Algo de él ya despuntaba: en esos días, cualquier pequeño grupo o individuo podía difundir lo que escribiera o filmara o compusiera en cualquier formato sin tener que pasar por el filtro de ninguna institución o gran empresa: “publicar” —hacer público— se volvía más y más fácil; lo que era cada vez más difícil, en esa marejada, era encontrar quien lo mirara.