Los trabajos del ocio
El capítulo #20 de ‘El mundo entonces’ trata sobre una revolución que tardó en asumirse: la del tiempo libre. Por primera vez las personas lo tenían a raudales —y lo usaban sobre todo para mirar y escuchar: música, televisión, deportes, videojuegos
En esos días una revolución que no solía contarse como tal había cambiado radicalmente las vidas de las personas: la explosión del tiempo libre. El derecho al ocio era un invento reciente. La jornada de ocho horas no tenía más de un siglo, las vacaciones pagas menos, la semana de cinco días y la consagración del “fin de semana” como momento de reposo eran más nuevas todavía (ver cap.15). Tanto que, para una buena mitad de la humanidad, la idea de que les pagaran por descansar seguía siendo una ilusión o un disparate. Pero a lo largo del siglo XX grandes sectores habían accedido a la posibilidad de trabajar menos de un tercio del tiempo de sus vidas: era una novedad absoluta en la historia de los hombres, un cambio que aquella época no supo valorar en toda su importancia. Fue, sin duda, un primer paso de grandes proporciones.
Las vacaciones tenían una función principal: “Si el negocio —nec otium— definió el trabajo como falta de ocio, la vacación invierte los términos y define el ocio como falta de trabajo: vacaciones es cuando no hay que hacerlo. Para eso sirven, como solía servir el carnaval: suspenden por unos días el orden habitual para que, pasada la pausa, lo retomes y sigas respetándolo. Los mismos patrones que nunca quisieron ofrecerlas —que precisaron una revolución social para entregarlas— descubrieron, con el tiempo y el uso, que pocas cosas les sirven mejor: las vacaciones son la zanahoria que te ofrecen para que aceptes látigos, el espejismo que te lleva a seguir caminando en el desierto, la forma más ladina de puntuar el tiempo”, escribió alguien entonces. Y matizó: “Son, también, gozosas. Las vacaciones son ese momento raro de no tener la vida organizada por la necesidad de ganársela. Es el mes corto en que decimos que ejercemos nuestra libertad, después de entregarla once muy largos a cambio de dinero para vivir —e irnos de vacaciones. Pero la libertad actual, faltaba más, también tiene sus reglas: pocas cosas tan previsibles como esas semanas, esa ruptura que repara. Viaje, playa, comida, más alcohol, caprichos, las deshoras, familia, el ansia de un encuentro: el placer habitual de no ser el de siempre o, por lo menos, intentarlo”.
Las vacaciones ampliaron, obviamente, el espacio del ocio, pero otros elementos también contribuyeron: por un lado, en todos los países ricos y en muchos que no lo eran tanto se había consolidado la noción de “pensión” o “jubilación”: el derecho de cada trabajador de retirarse entre sus 60 y sus 65 años y percibir, desde ese momento, una suma mensual que —con ciertas estrecheces— le permitía vivir (ver cap.15). Esa suma podía venir del ahorro personal o, en muchos países, de fondos estatales que se nutrían con los pagos obligatorios de los trabajadores en activo; el sistema suponía que, cuando a estos les tocara jubilarse, lo recibirían a su vez gracias a los que estuvieran trabajando entonces.
(Pero ya entonces la ecuación estaba en problemas: en el MundoRico la población trabajadora disminuía por la baja de la natalidad y la tecnificación de las tareas y la población pensionada aumentaba por la prolongación de las vidas (ver cap.6), así que el equilibrio amenazaba con romperse. En la sociedad post-laboral, un mecanismo basado en la asunción de que el trabajo seguía siendo el eje no tenía buen pronóstico.)
Y, por otro lado, las personas en “edad activa” trabajaban menos tiempo —por esa misma tecnificación— o ninguno —por la escasez de empleo—: su ocio se agregaba al de los pensionados para formar una masa muy considerable. Por distintas razones, entonces, la civilización de principios del siglo XXI fue la primera en milenios que rebosó de “tiempo libre” —y las maneras de ocuparlo ocuparon un lugar preponderante.
Ese lugar era demasiado significativo como para que el capitalismo no lo volviera un producto. El ocio se había convertido en algo que los ociosos no hacían: compraban, adquirían. Las maneras de llenar el ocio eran una mercadería. Que suponían, en general, diversas formas del relato.
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Esos relatos incluían, por supuesto, imágenes en movimiento, palabras dichas, sonidos iracundos, y sacaban mejor partido de las posibilidades de la máquina ineludible de esos días. Aunque se habían pensado pensando en el trabajo, los ordenadores o computadores servían perfectamente para el ocio: con ellos, a diferencia del esquema clásico, trabajo y ocio empleaban el mismo instrumento. Así, los tiempos de uno y otro se mezclaban mucho más que lo acostumbrado hasta entonces. Aquellas máquinas —junto con la televisión “a la carta”— soportaban los dos formatos más característicos de la época: los “videojuegos” —pro-gramas de simulación donde cada jugador debía realizar ciertas acciones, a menudo violentas, a través de dibujos animados que lo representaban sobre una pantalla— y las “series” —historias con imagen plana en movimiento partidas en capítulos. Una de las características decisivas de ambos era su globalización: tanto las series de éxito como los videojuegos de ídem circulaban por todo el mundo. La diferencia era, si acaso, que en los países ricos las consumía un porcentaje muy alto de la población y en los más pobres uno más bajo —lo cual colaboraba en el armado de esa costra global formada por esa mayoría en los países ricos y minoría en los pobres: lo que hemos llamado el MundoRico (ver cap.2). Ligados por ese consumo común, los más ricos de los países pobres se parecían mucho más, en sus esquemas culturales, a la población de los países ricos que a sus propios pobres. La desigualdad desmentía los espejismos nacionales: la clase, en muchos casos, determinaba más que la nación.
Las “series” eran un invento relativamente reciente —o, mejor, una reformulación reciente de un invento viejo. Consistían en adaptar el mecanismo del folletín o folletón, la novela por entregas de los periódicos de papel del siglo XIX, al formato audiovisual de entonces. Habían empezado a imponerse a fines del siglo XX y terminaron de consolidarse con la difusión de esos nuevos proveedores de historias que, a cambio de un abono general, ofrecían una gran cantidad de opciones que el espectador podía elegir y programar para mirar cuando quería. El receptor/consumidor no tenía que aceptar, como hasta entonces, las elecciones y los tiempos del emisor sino que —dentro de cierta oferta— podía manejar los suyos: era un ejemplo típico de lo que entonces se entendía por “libertad”. Y originó una forma de consumo que consistía en las llamadas “maratones”: lo que hacían ciertos espectadores más ociosos que otros, que podían pasarse muchas horas mirando sin parar el desarrollo de un relato. Con ese auge, las “películas” unimembres sufrieron: de pronto, tras parecer novelas, se convertían —con perdón de la referencia arcaizante— en cuentos breves que condensaban las historias y se acababan cuando recién estaban empezando.
Aquellas “series”, que solían tener entre ocho y doce entregas —“episodios”— por año —“temporada”—, estaban entonces en la cumbre de su ola, tanto en difusión como en prestigio. Eran, sin duda, la forma de narración más difundida de la época: cada año se filmaban unas 10.000, mitad ficción, mitad documentales. Su circulación ocupaba entonces el lugar que décadas antes llenaba la novela escrita —convertirse en el comentario de sobremesa más habitual de los círculos medianamente informados— y su irrupción había roto con la concentración de la producción audiovisual: era cierto que los Estados Unidos seguían siendo los productores principales, pero también lo era que muchos otros países las fabricaban y que, con el sistema de televisión globalizada, esas series llegaban a todos los rincones —y podían, eventualmente, conseguir un éxito mundial que poco antes habría sido imposible. Seguía habiendo, sin embargo, un centenar de naciones que nunca produjeron ninguna: lo que entonces se entendía por diversidad excluía a buena parte del planeta.
La variedad de sus temas tampoco estaba a la altura de su cantidad. La proliferación de relatos criminales podría hacer creer a la historiadora despistada que aquella era una sociedad ahogada en sangre. El crimen estaba sobre todo en las pantallas: su presencia en ellas no guardaba proporción con su peso en la vida cotidiana. Países cuyas tasas no llegaban a un homicidio cada 100.000 personas al año —toda Europa Occidental, entonces muy segura (ver cap.23)— producían cataratas de historias delictivas como si eso fuera lo central de su experiencia. Más allá de esa rara confluencia, los temas de esas series buscaban otras vetas: románticas, históricas, costumbristas, distópicas, bélicas, cómicas, patéticas. Pero la fórmula empezaba a mostrar sus primeros signos de agotamiento, tanto creativo como comercial. El destino de las series fue una metáfora demasiado obvia de las maneras del mundo en ese entonces: casi todo se arruinaba a fuerza de sobreexplotarlo.
Los videojuegos, en cambio, mantenían su ascenso. Se habían convertido en la segunda industria cultural por peso económico, solo superada por la televisión, y eran una muestra de cierta dinámica de aquellos tiempos: algo que pocos años antes no existía se había vuelto un sector decisivo. Los videojuegos generaban, en esos días, unos ingresos anuales de 180.000 millones de euros —el PIB de países como Hungría o Irak—, el doble que el cine y la música y la pornografía sumados, bastante más que toda la industria editorial globalizada. Sus grandes compañías eran, como siempre en esos días, chinas y norteamericanas, con alguna participación coreana y japonesa. Y producían esas sumas porque —según cálculos de época— un tercio de la población mundial jugaba con frecuencia. No eran, como podría suponerse, mayormente jóvenes: los usaban personas de todas las edades, hombres y mujeres, ricos y más pobres. Cuando un juego conseguía éxito global —digamos, por ejemplo, uno llamado “Fortnite”, muy difundido entonces— había en cada momento unos 20 millones de personas que lo jugaban simultáneos. Y los cruces eran sorprendentes: no era raro que se encontraran en una misma pantalla competidores de los lugares más alejados de la Tierra. Si las series llegaban a personas de todos esos lugares, los videojuegos las integraban en una participación realmente global y virtual: para usarlos, la ubicación real de la persona no tenía importancia (ver cap.19).
Aquellos juegos eran artefactos complejos —para la tecnología de la época— que incluían cientos de opciones y niveles y desvíos posibles. Los diseñaban legiones de programadores que los seguían rediseñando en un sinfín de actualizaciones que prolongaban su consumo —y los ingresos de sus propietarios— por períodos relativamente largos. Para usarlos se precisaba aprender diversas destrezas; al principio los jugadores las adquirían a través de la práctica y, si acaso, compartiendo lo que podían averiguar. Más tarde la demanda creciente dio lugar a unos expertos muy jóvenes, jugadores experimentados, que contaban sus secretos en breves intervenciones audiovisuales. Algunos de ellos se volvieron gurús inesperados y tenían multitud de seguidores. Los llamaban “youtubers” y ganaban millones.
Ahora, a la distancia, los mecanismos de esos juegos pueden parecernos extremadamente primitivos. Pero comentaristas de la época subrayaban que uno de sus mayores atractivos era que permitían a los participantes entrar en otras pieles: volverse vicariamente un mercenario o un constructor de templos o un jugador de fútbol y actuar en él como si fueran él. Encarnarse en lo que entonces se llamaba un “avatar”, una primera aproximación a la elección-de-persona.
La temática de esos juegos era más restringida, en general, que la de las series. Necesitaban el enfrentamiento para poder establecer la competencia entre los jugadores, así que los más exitosos solían limitarse a dos tópicos: los combates virtualmente violentos y esos combates inermes que llamaban “deporte”. Así, algunos de los más difundidos conseguían que los participantes se encarnaran en los futbolistas más conocidos de esos días. Otros, la mayoría, llevaban a millones de niños y jóvenes a mejorar sus habilidades militares en tiroteos y emboscadas apocalípticas que los convertían en frías máquinas de matar dibujos. Hubo quienes dijeron, en esos días, que esa proximidad acrítica con la muerte criaría generaciones de asesinos sin remordimientos; la predicción no pareció cumplirse.
Aún así, hubo reacciones. En China, por ejemplo, se calculó que un cuarto de la población —más de 350 millones de personas— pasaba por lo menos diez horas por semana jugándolos. Así que su gobierno inició una campaña de desprestigio —los llamaba, evocando lo que un activista alemán había dicho sobre las religiones, “un opio espiritual”— y prohibió que los menores de edad los practicaran más de tres horas semanales. Quizá no lo habrían hecho si hubieran entendido que la violencia era una componente secundaria de esos juegos. La central era la competencia: proponían situaciones donde todo consistía en ganar, donde el más fuerte, el más astuto, el más rico y el mejor armado derrotaba a todos los demás. Eran, en ese sentido, una escuela de conducta cuyos efectos se manifestaron después con tanta fuerza.
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El otro relato decisivo de esos tiempos era uno que no solía considerarse como tal: la música.
La música, entonces, estaba en todas partes: el cambio era casi reciente. A principios del siglo XX la música era todavía esa irrupción escasa y bienvenida, algo que alguien debía producir especialmente —un cantante, una banda, una pianista, la prima Dolores, los borrachos de la taberna, el coro de la iglesia—, algo que se esperaba y escuchaba con agradecimiento. Pero después, con la invención del gramófono, la radio, los altavoces poderosos, el reproductor móvil y el resto de los aparatos, la música se volvió omnipresente: se producía sin el menor esfuerzo con solo el toque de un botón, estaba en todos los lugares todo el tiempo —y lo que resultaba cada vez más difícil de conseguir era el silencio. De esas incomodidades —y otras aún más incómodas— hablaba el texto de un autor menor publicado en esos días:
“Hubo tiempos en que escuchar música era difícil: tiempos en que para que alguien la escuchara alguien tenía que hacerla en ese lugar, ese momento. Tiempos en que lo habitual era el silencio; en que la música era un privilegio y no un engorro, no un apremio. Eran tiempos —que duraron milenios— en que la música era fugaz y había que atenderla, respetarla. Eran tiempos, sobre todo, en que solo sonaban las voces, los sones de los vivos: tiempos en que, para hacerse oír, no había más remedio que estar vivo.
“Ahora, en cambio, vivimos en un mundo con música perpetua, donde no hay nada más difícil que el silencio. La música ya no se escucha; se oye sin querer, sin cesar, sin atender. La música dejó de ser una experiencia: es sonido de fondo, batifondo, el ruido que precisamos para no tener que escucharnos vivir. Y los muertos nos la cantan, nos la tocan. Antaño, de los muertos quedaban los recuerdos, que el tiempo iba gastando. Alguien podía comentar, escribir que había oído cantar a Carusso, recitar a la Duse, pero no era sino una evocación. Las grandes voces eran un apunte cada vez más tenue que se desvanecía; ahora, en cambio, John Winston Lennon canta igual que en 1967, cuando tenía 26 años: cuando vivía, digamos. Son, es verdad, parte de un mundo que rebosa de memorias: vivimos con su presencia inverosímil. Nunca había sucedido pero ahora sucede sin parar: desde ultratumba, sus voces nos llegan con una naturalidad que nadie, hace poco, habría encontrado natural. Nos hemos acostumbrado, las escuchamos como si nada fuera. Ahora las voces de los grandes muertos ocupan el mismo espacio público que las de grandes vivos. No pensamos que por mucho menos se inventaron religiones, satanes, el insomnio. No pensamos que la metáfora definitiva de la muerte es el silencio. Y que, desde siempre, nada fue más aterrador que oír las voces de los muertos.”
Pero, además de los muertos, la industria de la música necesitaba hacer cantar a los vivos: producir, cada mes, cada semana, fragmentos sonoros que deberían conocer y reconocer los aficionados que quisieran mantenerse “al día”. La música era el espacio perfecto para el desarrollo de esa tendencia decisiva de la época: “estar a la última” —en el sentido, entonces común, de intentar consumir los productos que acababa de lanzar tal o cual industria. Ya hablamos hace poco (ver cap.18) del FOMO: Fear Of Missing Out, que en castellano podría ser PAPA: Pánico A Perderse Algo.
Era el remedo —pasado por capitalismo post-industrial— de la actitud de las vanguardias de un siglo antes, que valoraban la novedad por su poder de ruptura; en esos días se la valoraba por su poder de venta. En unos mercados sobresaturados de oferta, se esperaba que el relato de lo nuevo pudiera hacer la diferencia.
Por eso, la música era el producto más anclado en el consumo juvenil: la enorme mayoría de esas novedades se fabricaban para ellos, a partir de la noción —muy difundida— de que cada persona se apegaba y asumía como “su música” la que solía escuchar en sus años más mozos. Y que era la que seguía consumiendo de allí en más, o sea: que era bastante impermeable a esas innovaciones que, en cambio, los más jóvenes necesitaban para sentir que tenían algo que no tenían sus mayores, para construirse en esa diferencia. Las músicas, al fin y al cabo, seguían funcionando como los tambores de la tribu o del regimiento: para crear montón.
El momento culminante de esas músicas eran los “conciertos” o “recitales”, actuaciones “en vivo” de los músicos. Eran grandes rituales: las músicas no se ofrecían para su conocimiento sino para su reconocimiento. La enorme mayoría de los espectadores las sabían de memoria por haberlas escuchado en grabaciones y concurrían para oir a sus autores repitiéndolas, dar saltos y reconocerse. Esos espectadores, cada vez más, solían mantener un brazo en alto; no era, como en los mitines fascistas anteriores, para saludar al gran jefe sino para grabarlo: nada de todo eso —nada en general, en esos días— tenía sentido si no quedaba registrado.
Y la música servía, por supuesto, para buscar —y encontrar— compañías. Siempre había sido un lubricante en las relaciones amorosas, pero entonces era una herramienta central de los ritos de cortejo. Si no querían usar los recursos virtuales (ver cap.19), el escenario más habitual para que dos jóvenes de cualquier sexo intentaran seducirse era un baile, un concierto, una discoteca: con escuchas comunes, cierta idea de comunidad y bailoteos. El baile siempre había sido una mímica sexual pero nunca había alcanzado los niveles de explicitud que entonces sí: según consta en innúmeras imágenes, muchos de los pasos habituales mimaban sin disimulo un coito —no necesariamente interrupto. La música y sus derivados establecían un espacio de tolerancia que permitía aproximaciones que, sin ella, habrían estado fuera de lugar: eso le daba un papel decisivo en el ecosistema de esos tiempos.
Aún así, el negocio declinaba: en esos días solo producía unos 25.000 millones de euros anuales —nueve veces menos que los videojuegos, por ejemplo. Una consecuencia de esta proliferación del ruido musical fue el auge de los sistemas de defensa. En 2022 el mundo se gastó casi tanto dinero en auriculares —o, dicho de otro modo: la industria de los “cascos” era tan rica como la industria de la música que se oía a través de ellos. Frente a la polución sonora de todos los espacios, los auriculares —que se aplicaban directamente a las orejas de sus usuarios— permitían que cada quien se aislara del entorno y decidiera sus propios sonidos. Los más sofisticados ofrecían una función llamada “noise cancelling” —cancelación de ruidos externos— con vocación de metáfora: la decisión de apartarse del mundo, rechazar lo colectivo para refugiarse en un espacio individual.
La industria, además, había cambiado mucho. Décadas antes su base era la venta de grabaciones en diversos soportes —vinilos, casetes, discos— pero el invento de un sistema de registro digital llamado MP3 y la difusión de la inter-net propició la instalación de un sistema semejante al de las series: proveedores que, por una suma fija, ofrecían una cantidad desmedida de opciones —y se quedaban con dos tercios de los ingresos totales del sector. Otro rasgo de época: el intermediario como beneficiario principal. Y la idea, que sí era novedosa, de que no era necesario poseer algo para usarlo: las personas escuchaban canciones sin “tenerlas” bajo ninguna forma física.
El más usado de esos sistemas, una empresa sueca llamada Spotify, ofrecía en esos días unos 80 millones de canciones —que aumentaban sin cesar y comprendían buena parte de lo grabado en los cien años anteriores. Pero de los ocho millones de autores de esas músicas, menos de 8.000 ganaban entonces más de 100.000 dólares al año con sus canciones, y menos de 800 más de un millón. Las cifras, siendo desalentadoras, alcanzaban para llevar a tantos a tentar su suerte: cada cuatro segundos otra canción se agregaba a las listas. Spotify tenía unas 23.000 canciones nuevas cada día, más de 150.000 cada semana, 700.000 por mes: unos ocho millones de canciones nuevas cada año —y algunas incluso se escuchaban. Eran, por supuesto, ínfima minoría.
(Y, sin embargo, los dos artistas que ganaban más dinero en esos días —alrededor de 200 millones al año cada uno— eran músicos británicos: el grupo Genesis y el cantor Sting. Los seguían un actor negro, los creadores de dos series de dibujos —South Park y Los Simpson— y luego un actor blanco, un director de cine y otros tres músicos. De los diez, nueve eran hombres.)
La búsqueda del hit —el golpe— era el motor constante. Nadie sabía de antemano cuáles serían, pero había algunas pistas. La música seguía siendo, como lo había sido a lo largo de todo el siglo anterior, una industria que consistía en integrar al sistema la producción de los marginados —que, en general, cantaban su marginalidad pero aceptaban y festejaban esa integración, los dineros y privilegios resultantes. El tango de los orilleros, el jazz de los negros, el rock de los jóvenes rebeldes, el rap de los malandrines urbanos habían sido los puntales de la música más popular precedente; ya en esos días, una ensalada de ritmos latinos lascivos salpimentados con historias más o menos criminales coparon el mercado internacional y vendieron sus cadencias en todos los continentes. Su producción solía ser muy deliberada: los artistas —compositores, instrumentistas y cantores— resignaban su independencia para ponerse a las órdenes de unos artesanos llamados productores, que coordinaban todos los aspectos de su producto con la clarísima, indisimulada meta de vender todo lo posible. Y funcionaba: incluso los hits populares de los grandes mercados de la China o la India —a pesar de sus antiguas tradiciones propias— llevaban la huella de globalización.
Quizá por eso, la música ocupaba ese lugar de privilegio que las otras artes habían perdido: estaba en todas partes. La plástica, por ejemplo, había cedido tanto que su circulación restringida se había mantenido estacionaria durante décadas, sin mayores novedades: era el coto de unos cuantos artistas y unos pocos entendidos que fogoneaban un mercado limitado a los más ricos y a los museos estatales, y donde un cuadro o escultura recientes nunca alcanzaban los precios —la medida de la consideración— de las obras de más de cien años.
Hasta que, de pronto, a fines de la década del ‘10, empezó a conocerse una tendencia nueva, sorprendente: los NFT —”Non Fungible Token”— eran, en síntesis, registros digitales, garantizados por su ubicación dentro de sistemas de “block chain” (ver cap.12), que confirmaban que tal o cual persona era la dueña de tal o cual obra. Lo curioso era que la obra, al ser digital, podía ser reproducida infinitamente y disfrutada por cualquiera que tuviera una pantalla; lo que no podía serlo era su propiedad. Había quienes decían —aunque no terminara de estar claro— que lo que se celebraba al fin sin más tapujos, tras tanto disimulo, no era la obra sino su posesión.
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Vista desde ahora, las tasas de ocio que vivían las sociedades de principios del siglo XXI parecen desdeñables, pero esa —relativa— explosión fue decisiva en el desarrollo de los relatos recién reseñados. Aún así, es probable que las dos formas más novedosas y decisivas de ocupar los nuevos tiempos libres fueran dos fenómenos que se originaron y crecieron a lo largo del siglo XX y ocupaban, ya a principios del XXI, un lugar absolutamente preponderante: el turismo, el deporte. Ya nos hemos ocupado del turismo (ver cap.14). Y quizás el rasgo cultural más sorprendente de esos tiempos fue la influencia y difusión que conseguían esos eventos protagonizados por cuerpos de personas —entre una y quince, grosso modo— que se enfrentaban según diversas reglas para tratar de imponerse a cuerpos semejantes: el deporte.
La noción de deporte siempre había existido, pero terminó de codificarse y consolidarse a fines del siglo XIX, impulsada por los colonos británicos en muy diversos rincones de la Tierra. Fue entonces cuando se convocaron los primeros “Juegos Olímpicos” —copia de unos rituales griegos que incluían diversos enfrentamientos de los cuerpos— y fue entonces, sobre todo, cuando se afianzaron en el mundo los grandes deportes que lo dominaban todavía en la Tercera Década: el fútbol, más que nada, y el basketball, el tenis, el beisbol o el cricket, el rugby, el box, las carreras de máquinas diversas.
Sería engorrosos repasarlos en detalle. Algunos tenían predominios parciales —el cricket solo se jugaba en los países ex británicos, el béisbol en los ex norteamericanos, el hockey sobre hielo en los helados, y así de seguido— pero el fútbol se había difundido en casi todos. Su fuerza tenía una característica particular: un pensador de la época lo definió como “el invento más exitoso que podría no haber existido nunca” —para decir que nada permitía prever su creación y auge: que si no hubiera existido nadie lo habría extrañado.
El fútbol —piepelota— era, quizá, el relato más seguido de esos tiempos: la historia de cómo dos grupos contrapuestos pretenden hacer lo mismo al mismo tiempo y solo uno de ellos lo consigue. La gran puesta en escena de esa idea central, que podía discutirse pero allí era indiscutible: que para que unos ganen es necesario que otros pierdan.
(Y que el triunfo compartido —que llamaban empate— es una variación de la derrota.)
Como algunos saben todavía, el fútbol físico era un juego que practicaban cuerpos humanos verdaderos, once personas contra otras once encerradas en un predio de una hectárea para disputarse con los pies el control de una esfera de cuero real de unos 22 centímetros de diámetro y medio kilo de peso con el fin de introducirla —siempre sin las manos— en un espacio de 171.288 centímetros cuadrados delimitado por dos tubos verticales y uno horizontal. Aunque ya empezaban a imponerse los torneos femeninos, los de hombres —que habían sido casi exclusivos durante el siglo XX— mantenían su ventaja de público, repercusión, ganancias.
Los futbolistas eran grandes agentes dinamizadores de la economía: su práctica producía negocios por valor de unos 40 o 50.000 millones de euros al año. Estaba, por supuesto, todo el movimiento directo —transmisiones, publicidades, grandes contratos de las grandes estrellas. Estaba la venta de sus camisetas y demás chucherías: en 2021, las cinco grandes ligas europeas vendieron 16 millones de camisetas de sus jugadores: un negocio de 1.600 millones de euros. Y había efectos más impensables, como la explosión de una rama artesanal de época: la peluquería para hombres. Hasta entonces los peluqueros inventivos eran para mujeres. Pero los futbolistas imponían peinados o cortes complicados que millones querían imitar y para eso se precisaban profesionales preparados. Gracias a ellos, la peluquería para hombres se multiplicó como salida laboral para miles y miles.
Pero, más allá o más acá de esos negocios, había algo que valía más que nada: el fútbol establecía un modelo. Gracias a la televisión globalizada, el mundo rebosaba de chicos que querían ser como sus ídolos: apuntarse al mito del éxito súbito, inmediato, casi sin esfuerzo, ganar fortunas sin saber gran cosa, acelerar los coches más potentes, beneficiarse a las rubias más taradas, ganarles a todos porque solo importaba yo yo yo; vivir para el triunfo y el dinero y los aplausos. Por eso al capitalismo global el fútbol le salía muy barato: lograba que millones, cientos de millones de chicos en el mundo pensaran que lo mejor que les podía pasar era abandonar su barrio, sus amigos, su país, y apostar a la salvación individual: no buscar la forma de crecer con todos sino dejarlos atrás y transformarse en uno de los otros, triunfar en esta vida.
Mientras tanto, un partido de fútbol consistía en una sucesión interminable de fracasos: su meta de introducir la esfera entre los postes se cumplía muy poco, quizá dos o tres veces a lo largo de la hora y media larga que duraba. Esa conciencia del fracaso sostenido debía darle, imaginamos, un carácter ejemplar que lo enaltecería. En una época en que las víctimas eran la categoría más reverenciada, unos cuerpos que eran víctimas permanentes de su dificultad y su torpeza se merecían toda consideración.
Pero no parece que esta derrota permanente haya podido justificar por sí sola su éxito increíble: el fútbol era uno de los temas centrales de esos días, lo seguían innumerables medios de prensa —diarios y revistas y programas de radios y televisiones especiales— y tenía una facilidad enorme para producir conciencia grupal, lealtades tremebundas. En tiempos en que las personas cambiaban con frecuencia de trabajos, parejas, países, actividades, idea de sí mismas, aún de sexo, muy pocas imaginaban la posibilidad de cambiar de “pertenencia” futbolística: la mayoría elegía, en su infancia, “ser” de un club y seguía “siéndolo” a lo largo de su vida. Esta pertenencia implicaba alegrarse con las victorias de ese equipo y las derrotas de algún otro, apenarse con sus derrotas y las victorias de ese otro, prestarle una atención extrema. Lo cual se reproducía a nivel nacional: los ciudadanos de cada país suponían que su “selección” —el equipo formado con los mejores jugadores nacidos en su territorio— representaba a sus patrias y a ellos mismos, enarbolaban su orgullo y su bandera: durante sus años de gloria el fútbol probablemente fue, entre otras cosas, la mejor manera de resolver sin resolver los conflictos entre países y sectores: de mimarlos, disolverlos en un gran como si. Eran brutas explosiones de nacionalismo donde nada explotaba, una manera casi afortunada de encauzar la estupidez global por vías inocuas.
Ese fue su rasgo principal: la fuerza de la sustitución. Los millones y millones de aficionados conseguían sentir que lo que hacían esos once cuerpos en el campo los representaba, los involucraba; solían hablar de esas acciones en primera persona del plural: ganamos, perdimos, salimos campeones. Era, sin duda, la consagración más extrema de la delegación: ellos hacen, nosotros miramos, lo hacemos entre todos. Con el poder de este mecanismo, se hizo increíble la cantidad de personas que los seguían. El fútbol llegó a un grado de popularidad como nunca antes había tenido nada —salvo, quizás, alguna religión en su momento más glorioso. El último partido de su “Mundial” de 2022 fue vista en directo por más de 1.500 millones de espectadores: no había habido, en toda la historia de la humanidad, ningún momento en que esa cantidad de personas hubiera hecho lo mismo al mismo tiempo.
(Y el triunfo en esa competencia de un país que se llamaba Argentina causó la mayor movilización popular de su existencia, cinco millones de personas en la calle.)
Pero el deporte, en esos días de preeminencia de los cuerpos, no solo era un espectáculo: todavía estaba firmemente arraigada la convicción de que “hacer deporte” era bueno para la mente y el cuerpo: los padres fomentaban esas actividades en sus hijos, las realizaban ellos mismos mientras podían, sentían la pérdida de esas facultades como una prueba irrecusable de su decadencia. Resulta, a la distancia, tan sorprendente recordarlo.