Los fines del trabajo
La decimoquinta entrega de ‘El mundo entonces’, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, trata de los trabajos y cómo las personas se definían por sus empleos, mientras planeaba la amenaza de los robots, el fin del trabajo humano
Trabajaban: en esos días todos los que podían trabajaban, y no trabajar era el signo más claro del fracaso. Incluso los más ricos, los que podían no hacerlo, trabajaban o decían que trabajaban. Todos trabajaban: no trabajar era quedarse afuera. El que no trabajaba era radicalmente sospechoso: vaya a saber cómo lo hace, por qué lo hace, qué hará en realidad. Vaya a saber quién es.
“Es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas diarias, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas diarias… lo único que se puede hacer todos los días durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás”, había escrito William Faulkner, un escritor norteamericano muy respetado que ya nadie leía.
En aquel sistema que llamaron “capitalismo” (ver cap.12) las vidas de las personas se armaban alrededor de sus trabajos. El trabajo era la forma por excelencia de conseguir dinero para conseguir todo el resto, pero no era solo eso; era, sobre todo, el centro de esas vidas. El trabajo era la manera de estar en el mundo: de ser útil, de convertirse en “alguien”. La mayoría de las personas que podían hacerlo pasaban un período decisivo de su juventud —cuanto más largo, mejor— preparándose para alcanzar determinados empleos. Lo pensaban como una inversión: entrego ahora todo este tiempo y esfuerzo y dinero para obtener a mediano plazo el beneficio de un trabajo bien pagado, bien considerado. La lógica era perfectamente financiera.
Después, cuando lo conseguían, el trabajo ordenaba todo lo demás: las personas pensaban primero en las exigencias en tiempos y situaciones que les planteaban sus empleos y hacían todo el resto en los momentos que les dejaban libres; la “vida privada” —sus vidas— era eso que les sucedía cuando no estaban trabajando. El trabajo era, también, lo que identificaba a todos los que tenían uno. Las personas no decían soy melancólico o soy buen bailarín de reguetón o soy hincha de Boca; decían soy tornero, soy médica, soy chofer de autobuses. Y en esa identidad —y en esas tareas— las personas juzgaban cómo “les había ido en la vida”: se evaluaban a sí mismas, se sentían completas o incompletas, satisfechas o in, calificadas. Tener trabajo —incluso un trabajo tristón, limpiar pisos o correr delincuentes— era un éxito en sí: completaba a quien lo consiguiera. No tenerlo era la forma más visible del desastre. Aquella sociedad —y cada uno de sus integrantes— estaba absolutamente marcada por ese dogma del trabajo.
Y el trabajo era, por supuesto, una escuela de vida: en él aprendían las personas cómo debían portarse. Aprendían a obedecer las órdenes de sus superiores, a hacer lo que les decían que hicieran —aunque no supieran para qué—, a cumplir, a acatar: aprendían a vivir en un sistema donde las jerarquías estaban más que claras y no aceptarlas los dejaba en la calle.
(Preferimos no recordar el origen de la palabra trabajo. Pero, por si acaso: trabajar viene de tripaliare, que en latín significaba “torturar” —porque a menudo se usaba para eso un instrumento llamado tripalium, una especie de cruz hecha de tres palos donde se colgaba al reo: de allí, tripaliare también es sufrir, ser atormentado. Y hay filólogos que suponen que por eso se usó primero para hablar del “trabajo de parto”, dolor y sufrimiento, y que de allí pasó a cualquier labor. Incluso, curiosamente, la ímproba labor de desplazarse: travel, en inglés, viene del francés travail.)
El trabajo de cada uno definía su lugar en la sociedad y, a menudo, su sociabilidad. En aquellos días en que la gente que trabajaba en lo mismo lo hacía en un mismo lugar, los “colegas” pasaban muchas horas juntos, eran las personas que cada persona veía más. Los romances se iniciaban en los lugares de trabajo, las variadas alianzas, las reivindicaciones y las iniciativas. Y, más allá de las horas laborables, las personas solían verse con personas que hacían trabajos parecidos, con los que compartían una formación, una historia, una visión del mundo. Lo que llamaron “home working” —o teletrabajo, trabajo en casa— empezó a romper esos círculos: en ese nuevo método, los encuentros con los colegas se limitaban a intercambios muy acotados a través de las pantallas y el trabajo, poco a poco, empezó a separarse de la sociabilidad.
(El teletrabajo ofrecía, en principio, ventajas para todos: los empleados no debían pasarse horas en transportes, en un derroche que nadie compensaba; las empresas podían usar espacios más chicos, más baratos, y se ahorraban fortunas en “viajes de trabajo”; se evitaba el despilfarro de todo ese tiempo de pasillo y chismes que florecía tanto en cualquier oficina. Al mismo tiempo, era una vuelta extraña a viejos mecanismos: el home-working, Inglaterra 1750, antes de que la creación de grandes máquinas textiles llevara al invento de la fábrica. El teletrabajo ya se extendía cuando lapandemia de 2020 (ver cap.6) le dio un impulso decisivo. Por supuesto, funcionaba para un tipo muy definido de trabajadores: MundoRico, clase media con labores de escritorio. Aquellos que la peste definió como “esenciales” en general no podían teletrabajar: choferes, sanitarios, recogedores de basura, policías, repositores de supermercados tenían trabajos materiales presenciales —y peligrosos y muy amenazados por la invasión robótica. En cualquier caso, el teletrabajo se fue instalando e introdujo aquel cambio radical en esa idea del trabajo como lugar social, lugar de pertenencia: ya no había donde ir, ya no había compañerismo de ocasión. Y de la partición del tiempo: aquel corte que los empleos ponían en las vidas —de 9 a 5 mi tiempo es de ellos, de 5 a 9 es mío— también se borroneó con aquella irrupción.)
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La característica central del “capitalismo” fue que el trabajo era una mercancía: que se compraba con esa suma regular que llamaban salario o, si acaso, con sumas puntuales —honorarios, comisiones. Quedaban unas pocas actividades excluidas del circuito —como el trabajo de un agricultor que vivía de lo que producía en su tierra— pero, a diferencia de otros momentos de la historia, la inmensa mayoría de las actividades supuestamente productivas tenían un valor monetizado: se compraban y se pagaban, generalmente mal. Los empresarios empleadores se jactaban de que su contribución a la sociedad era “dar trabajo”; sus empleados solían saber que el mayor beneficiario de esos trabajos era el empleador, que tomaba mucho más de lo que daba. Ciertas corrientes de pensamiento llamaban a esa diferencia “plusvalía”.
Desde el principio, las diferencias de apreciación entre comprador y vendedor de fuerza de trabajo —entre empleador y empleado— habían dado lugar a todo tipo de conflictos, que dieron lugar, a su vez, a revueltas, represión, cambios políticos. En el siglo XIX se habían formado “sindicatos” —grupos de trabajadores de un mismo sector que reclamaban intereses comunes. Siglo y medio de sindicatos fuertes había mejorado mucho la situación de los trabajadores: sus horarios, sus salarios, sus diversos derechos. Esas asociaciones tuvieron un papel importante en la política del siglo XX; ya en el XXI, aunque su influencia había disminuido en muchos países, seguían teniendo algún peso como herramienta de negociación de salarios y condiciones laborales, que variaban tanto. Pero en muchos casos sus propios afiliados empezaron a considerarlos como estructuras burocráticas, corruptas, y dejaron de creer en ellos, los abandonaron. Por el momento, nada los había reemplazado: esos trabajadores, entonces, no tenían cómo defenderse, en general, y estaban indefensos.
(Las condiciones laborales se degradaban. Un ejemplo claro era el crecimiento exponencial de lo que llamaban entonces “changas” o “gigs”, que dio lugar a la “gig economy” o “economía de la changa”. Aunque ya aparecían las impresoras 3D y otras formas de transmisión de los objetos, prosperaron en muchos países, ricos y menos ricos, empresas que usaban a miles y miles de jóvenes para repartir mercaderías —comidas, ropas, objetos diversos— a domicilio; muchos de ellos lo hacían en bicicletas. Era otra de las paradojas de aquella furia “orgánica” o “naturalista”: las bicicletas eran más limpias que una moto o un coche, por supuesto, pero su fuerza de tracción era la sangre humana, músculos en lugar de mecanismos, retorno a formas que parecían superadas. Esas empresas no contrataban a sus mensajeros: los tenían esperando, los obligaban a competir por cada viaje, no les daban estabilidad ni garantías. Y el trabajador ya no solo vendía su fuerza de trabajo sino que debía aportar también las herramientas necesarias —la bicicleta, una caja térmica, una computadora móvil. Era el regreso de la ley de la selva al mundo laboral.)
En esos días no se discutía qué era un trabajo y qué no lo era. Lo que definía el trabajo no era la actividad en sí sino que se pagara: que quien la hacía la cobrara. Muchas veces las personas hacían por gusto lo mismo que ellas u otras podrían hacer por dinero, y entonces no se lo consideraba “trabajo”: desde cazar y pescar —que habían sido durante milenios una tarea central— hasta cultivar un huerto, tejer, carpintear, escribir, cocinar o tantas otras cosas. Pero, al mismo tiempo, estaban tan atravesados por la ideología del trabajo que la idea desbordaba su definición estricta: también hablaban de trabajar su cuerpo si hacían gimnasia, trabajar sus relaciones personales si confraternizaban, trabajar sus problemas si trataban de vivir mejor.
Y buena parte de la estructura social de los países ricos siguió basándose en la idea de que cualquiera podía “conseguirlo” si trabajaba lo suficiente, si se esforzaba lo suficiente: esa zanahoria, esa forma de cargar las culpas —”si no lo consigues es porque no te esfuerzas”— era una función importante del trabajo. En los países pobres el mito no funcionaba por falta de ejemplos: no había vecinos o conocidos o parientes que hubieran saltado de clase gracias a sus esfuerzos, a menos que fuesen futbolistas o cantantes o sicarios. El mito, en cambio, sí se mantenía en los países nuevorricos, donde muchos trabajaban demasiado. En China, por ejemplo, en los sectores más dinámicos, muchos empleados trabajaban sin parar —y muchos no aguantaban el ritmo. Las autoridades calculaban que cada año medio millón de personas se morían “por exceso de trabajo”.
(Siempre hubo millones de personas que murieron por sus trabajos. Pero, en general, eran esclavos o siervos que lo hacían bajo el látigo de sus capataces, u obreros que no tenían defensas contra la explotación extrema o prisioneros en los campos de concentración. Lo diferente, en esos días, era que lo hicieran convencidos de que era por su propio bien.)
En los países ricos, las personas trabajaban una media de 40 horas por semana —aunque eran menos en Francia o España y más en Estados Unidos o Japón. En los países más pobres la cifra era inconstante: muchos trabajos no tenían horarios fijos, dependían de variadas variables, y había quienes trabajaban 20 horas por semana y querían trabajar mucho más y quienes trabajaban 80 y a duras penas aguantaban. La mayoría no trabajaba el fin de semana —que en buena parte del mundo incluía el sábado y domingo, aunque la función domingo —el día del Dominus, del Señor— la cumplieran a veces otros días: el viernes en el Islam, por ejemplo, o el sábado en Israel. Y empezaban a aparecer en ciertos países europeos, tímidas aún, las semanas de cuatro días de trabajo.
(Los trabajos también unificaban los ritmos de los días: era rara la persona que no viera atardecer —si no lo miraban, al menos estaban ahí, notaban el paso del día a la noche—; era, en cambio, cada vez más rara la que veía amanecer.)
Las retribuciones eran muy variables. Es curioso, visto desde ahora, pensar qué cosas se pagaban más, qué menos. Las personas que se ocupaban de la salud de las personas o las personas que se ocupaban de educarlas en su infancia recibían sueldos mucho menores que tantas otras —un publicitario, por ejemplo, o una gerenta de banco— que se podrían suponer mucho menos cruciales. Pero no era un error sino la consecuencia de una lógica: en el “capitalismo” la remuneración de un trabajo no dependía de la importancia o utilidad de la tarea sino de los beneficios económicos que pudiera producir.
Era, además, un momento de grandes diferencias salariales. En la segunda mitad del siglo XX, en las empresas de los países ricos, esas diferencias se habían achicado: el sueldo más alto solía ser 20 o 25 veces mayor que el salario medio de sus empleados. No era poco, pero hacia 2020, tras la reacción liberal, las diferencias se habían vuelto enormes: 200 o 300 veces más era común en muchas empresas importantes. Y en los países más pobres ni siquiera se medía.
El mundo, sin embargo, había llegado a una especie de consenso sobre el hecho de que los chicos no debían trabajar. Se podía discutir hasta qué edad, pero había acuerdo. Como la mayoría de esos acuerdos, este tampoco se cumplía. La edad de entrar en el “mercado laboral” mostraba la desigualdad extrema en la maduración de las personas: en el MundoRico, un chico de 12 o 13 años ya había tenido acceso a una masa de información y un aparataje que jamás habría conseguido medio siglo antes, pero era probable que no empezara a trabajar en serio hasta 10 o 15 años después. En el MundoPobre, en cambio, muchos chicos de 12 o 13 años debían trabajar o —sobre todo en el caso de las nenas— ocuparse de su casa y sus hermanos mientras sus padres o su madre trabajaban.
Se calculaba que todavía 265 millones de chicos —uno de cada seis en el mundo— trabajaban muchas horas por semana. La cifra había bajado: veinte años antes eran 80 millones más. Pero, aún así, la cantidad era brutal y ponía en escena una paradoja cruel: ¿cómo convencer a un chico de 12 o 13 años —y a sus padres— de que no trabajara si su paga era decisiva para la supervivencia de la familia? Como en tantos otros temas, el MundoRico proponía un principio moral que chocaba contra las realidades materiales de los demás. Su justicia era indiscutible; su concreción necesitaba más que buenas intenciones.
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Los trabajos también se dividían en sectores: en esos años se mantenía la división tripartita entre primarios —productores de materias primas—, secundarios —fabricantes de cosas— y terciarios —proveedores de “servicios” (ver cap.14).
Queda dicho: la agricultura, que medio siglo antes empleaba a la mitad de los trabajadores del mundo, en 2020 solo ocupaba al 27 por ciento: alrededor de mil millones de personas. Las diferencias entre países eran abismales: cuanta más gente trabajaba en el campo, más pobre solía ser el país. Y para colmo era un trabajo insospechadamente peligroso: informes oficiales decían que la proporción de muertes por accidente laboral era mayor que en cualquier otra rama de la producción.
En la industria, —desde panes hasta portaaviones— trabajaba entonces poco más de un quinto de la población activa, y también las brutas diferencias: un 26 por ciento en Alemania, México o la India, por ejemplo, y un 2 por ciento en Burundi o el Chad.
Lo que crecía sin parar eran los “servicios”. En esos días se llamaba “servicio” a todo lo que no fuera extraer o producir materias primas o fabricar algo con ellas. Era un abuso de la clasificación que podía incluir al presidente de un gran banco y al inmigrante que limpiaba sus baños, un neurocirujano y un barrendero, una maestra jardinera y una jueza (ver cap.14). Pero se usaba, y cuanto más rico era un país más gente empleaba en sus “servicios”. Su número crecía sin parar: en esos días alcanzó la mitad de los trabajadores del planeta —contra un 30 por ciento cuarenta años antes. Con sus enormes diferencias, por supuesto: en Israel, Canadá u Holanda los trabajadores de servicios eran un 80 por ciento, y apenas un 20 por ciento en Níger o Malawi.
Su crecimiento era el mejor indicador de la complejización de un sistema económico: las personas se alejaban más y más de la producción de lo que necesitaban —comida, sobre todo— y pasaban a obtenerlo a través de cadenas complicadas de grandes productores e intermediarios varios (ver cap.14). Era una muestra de aquello que, ya entonces, algunos empezaron a llamar “la sociedad post-industrial”: el título, como sabemos, no le haría justicia.
Uno de los problemas de la expansión de los “servicios” era lo inasible de su resultado: había cada vez más trabajadores cuyo producto no quedaba claro. Durante siglos lo que fabricaba un trabajador era visible, palpable; aunque no lo controlara, al menos lo veía. En esos días, a menudo todo quedaba hundido en la pantalla de un computador o una pila de papeles o unas palabras o una venta. La burocracia —pública, privada— había crecido desmesuradamente. Y siempre conseguía parecer necesaria: años antes un señor Cyril Parkinson había enunciado su “ley”, que decía que “el trabajo inevitablemente se expande para llenar el tiempo disponible”, o sea: que las burocracias creaban tareas que solo servían para justificar su existencia.
“Un mundo sin maestros ni trabajadores portuarios ni recogedores de basura ni enfermeras pronto estaría en problemas. Pero no está del todo claro cómo sufriría la humanidad si todos los directores ejecutivos de financieras, lobistas, relacionistas públicos, notarios, actuarios, vendedores telefónicos o consultores legales desaparecieran de manera similar”, escribió un agitador en esos días. Se notaba demasiado que muchos empleos servían básicamente para garantizar que esas personas recibieran un sueldo y sobrevivieran y apoyaran el mantenimiento del sistema que los mantenía —y también para tenerlas ocupadas, considerando que la gente sin trabajo es un peligro político y moral y todas esas cosas. Desde el punto de vista de los trabajadores, lo peor era la sensación de inutilidad de lo que hacían. O, mejor dicho, de una sola utilidad amarga: la de conseguir el dinero necesario para seguir viviendo —y trabajando.
Todo lo cual se resumía en una sola pregunta: “¿usted realmente haría esto si no necesitara este dinero?” La respuesta dividía a la sociedad en dos clases poco reconocidas pero radicalmente diferentes: los que solo trabajaban para sobrevivir, los que hacían un trabajo que los entusiasmaba. No era fácil saber cuántas personas integraban cada una, pero había pistas: una de esas grandes empresas que intentaban mejorar la productividad del personal de las grandes empresas hacía para eso, cada año, una encuesta global. Una de sus preguntas a los empleados era si sentían entusiasmo y dedicación por lo que hacían en sus trabajos, ya que “a los empleados comprometidos les importa su trabajo y el rendimiento de la compañía y sienten que su esfuerzo hace diferencias”, explicaba el informe. El resultado era elocuente: en esos años, en el mundo, cuatro de cada cinco encuestados contestaban que no. O sea: el 80 por ciento de los trabajadores no estaban interesados en las tareas a las que dedicaban ocho o diez horas cada día de sus vidas.
(Es cierto que esto no era nuevo: durante la mayor parte de su historia, el trabajo fue un pacto triste que los hombres aceptaron y que consistía en entregar una parte decisiva de su tiempo a cambio de poder alimentarse y alimentar a los suyos. Los libros religiosos lo justificaban de maneras diversas —condenas, errores, malas elecciones— y tantos hombres y mujeres lo aceptaron como esa forma de castigo. La revisión recién empezaba.)
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Pero aun esos trabajadores que hacían cosas que no les importaban se consideraban afortunados frente a la enorme masa de personas que no tenían empleo. En el MundoRico la cantidad variaba —y, en general, esas personas tenían asignaciones del estado y ayudas de parientes. Pero en el resto, millones y millones sobrevivían apenas.
Era curioso que uno de los sectores donde más temprano había avanzado la mecanización hubiera sido, curiosamente, el campo más arcaico, el campo. En ese sector la mejora de las máquinas —y también las semillas y agroquímicos— había reducido muchísimo el número de personas necesarias para las labores: un tractor o una segadora hacían lo mismo que decenas de brazos (ver cap.14). Con lo cual millones se quedaron sin trabajo; solo que, entonces, la salida de los nuevos desocupados era obvia: emigraban a las ciudades, donde esperaban —y a veces lograban— encontrar nuevos empleos.
Tantos habían perdido su lugar y su tarea; muchos nunca los habían tenido y seguían en la pobreza más extrema. De los 4.500 o 5.000 millones de adultos que poblaban entonces el planeta, un buen cuarto no tenía trabajo —o tenía alguna ocupación menor que no alcanzaba para cubrir sus necesidades más primarias. Era uno de los fracasos más extremos de aquel sistema económico global: más de mil millones de personas no tenían ningún lugar en él. O, dicho de otra manera: ese sistema no sabía cómo utilizar un porcentaje enorme de la fuerza de trabajo disponible, la desperdiciaba. Su tan cacareada “racionalidad” resultaba, en ese punto, absolutamente discutible.
En general, en esos días, el trabajo cambiaba. Para empezar, la derrota de los sindicatos y el aumento de la tecnificación habían conseguido que las corporaciones le sacaran mucho más rendimiento a cada empleado. En 1965, por ejemplo, una gran empresa norteamericana de comunicaciones, AT&T, valía 267.000 millones de dólares constantes y empleaba a más de 758.000 personas: cada persona representaba un valor de unos 350.000 dólares. Un posible equivalente de 2020, Google, valía entonces 400.000 millones y tenía 55.000 empleados, más de siete millones por persona —veinte veces más. Muchos menos empleados, mucho más rendimiento: la tendencia, entonces, se veía muy clara.
La primera gran irrupción de las máquinas modernas en la producción —cuando la “revolución industrial” de fines del siglo XVIII e inicios del XIX— había necesitado millones de hombres, mujeres y niños que las operaran: fueron sobre todo campesinos obligados a dejar sus campos, ocupados por los señores, los que migraron a trabajar a las ciudades. En cambio la revolución productiva que empezaba a principios del siglo XXI no incrementaría la cantidad de trabajadores sino que, al contrario, la disminuiría dramáticamente. Cada vez más, el trabajo humano era reemplazado por funciones de máquinas; cada vez más, el trabajo humano dejaba de ser una mercancía con demanda en el mercado. Una de las características más claras del empleo a principios del siglo XXI era que se volvía peligrosamente escaso —y amenazaba con seguir cayendo.
En esos días todos esperaban la invasión robótica. “¿Qué esperamos congregados en el foro?/ Es a los bárbaros que hoy llegan”, había escrito cien años antes un poeta alejandrino. Las noticias y comentarios sobre la “robotización” aparecían por todas partes; lo anunciaban como un tema futuro, pero los robots ya habían llegado. El error, si acaso, consistía en imaginar robots con aquellas formas humanoides que aparecían en las películas futuristas de unas décadas antes. No había muchos de esos; los otros ya abundaban.
Robots menores campeaban en las casas: las aspiradoras de polvo que se movían solas, los parlantes que contestaban preguntas y programaban aparatos, los controles que manejaban temperaturas, luces, energías. En los quirófanos avanzados los cirujanos no operaban con las manos sino con aparatos complejísimos, robots quirúrgicos; en los aviones, los pilotos casi no conducían. Y, sobre todo, en las fábricas de punta, se multiplicaban: en 2010 había en todo el mundo un millón y medio de robots industriales; en 2020 ya eran tres millones.
Casi la mitad de esos robots trabajaban en China; la seguían Japón, Estados Unidos, Corea y Alemania. En todos los casos, reemplazaban personas.
Pero todavía, para la mayoría, esos robots industriales no eran más que números, relatos distantes. En servicios y negocios se estaban volviendo más visibles: un ejemplo claro —siempre en los países ricos— eran las cajas de los supermercados, donde un aparato cuadrado empezaba a reemplazar a las cajeras y cajeros habituales. Era una máquina primitiva, capaz de leer las etiquetas de los productos y evitar los engaños pesándolos; al final los sumaba y el usuario le pagaba. Cada una de esas máquinas reemplazaba a una persona que, antes de su aparición, se pasaba ocho horas deslizando cada mercancía por un lector de etiquetas y cobrando; muchos interpretaban la instalación de esas máquinas como un peligro para esos empleos; pocos se alegraban de que tantas mujeres y hombres no tuvieran que pasar sus vidas en una rutina arcaica, tediosa —que, ya entonces, una máquina podía reemplazar.
Porque el problema, por supuesto, era de qué vivirían las personas que vivían de esas tareas anticuadas. Empezaron a abundar los pronósticos sobre la cantidad o proporción de empleos que se perderían en una o dos décadas: todos se hicieron en los países ricos para estudiar los países ricos, todos decían que el resultado variaría en cada país, todos coincidían en afirmar que la reducción sería dramática. Hacia 2020 una pesquisa académica muy seria prospectó en Estados Unidos 700 oficios diferentes y concluyó que el 47 por ciento de los empleos en ese país “corría un alto riesgo” de caer en manos automáticas en menos de veinte años. Y dijeron que los empleos más amenazados eran los que tenían que ver con el manejo de aguas y residuos, el transporte, el almacenamiento, la venta minorista y muchas de las manufacturas. No había pánico —todavía no había conciencia suficiente— pero sí preocupación: nadie veía las nuevas máquinas como una forma de liberación sino como una condena. Millones empezaron, poco a poco, a vivir con la angustia de que sus trabajos desaparecieran. Muchos choferes, por ejemplo, sabían que en unos años sus vehículos dejarían de necesitarlos —y que tendrían que buscarse la vida de otro modo. Y se defendían viejos trabajos basura —sin interés, agotadores, mal pagados— para que sus ejecutantes siguieran ocupados. Esa defensa “bienintencionada” de la explotación —so pretexto de defender a los explotados— fue una de las movidas más vergonzosas de esos años.
El miedo era prospectivo: también en esto el futuro se veía como una amenaza. Una angustia suplementaria consistía en que nadie sabía bien para qué tipo de trabajos prepararse: en qué invertir el tiempo formativo. Abundaban entonces artículos y estudios que trataban de enseñar a los padres “qué deben estudiar sus hijos para conseguir empleo dentro de veinte años”. La mayoría, por supuesto, recomendaba algo que tuviera que ver con la computación, las ciencias y técnicas digitales.
Pocos recordaban, en cambio, la esperanza kenynesiana: un gran economista inglés de la primera mitad del siglo XX, John Maynard Keynes, había anunciado para 2030 un mundo feliz donde las máquinas harían casi todo y los hombres podrían trabajar quince horas por semana. No muchos confiaban en su pronóstico: muchos más suponían que esos progresos no beneficiarían a la mayoría —a los trabajadores— sino a unos pocos, los patrones.
La historia de la humanidad es la historia de cómo ciertas personas consiguieron que otras trabajaran para ellas. Las convencían de distintas maneras: con cuentos de dioses, látigos y guardias, amenazas de hambre, la ilusión de un orden, el chantaje de la familia, la necesidad económica, el temor del fracaso. Cuando se anunció por fin un cambio radical —que ya casi no se necesitaría trabajo personal para producir y administrar las cosas—, esas personas que siempre habían entregado su fuerza de trabajo se asustaron: se preocupaban por su supervivencia. Seguían tan convencidos de que vivir era trabajar que no conseguían imaginarse otras maneras. Fue un momento de desconcierto muy curioso, muy ilustrativo.
Unos pocos entendieron que, quizá, la meta entonces fuera una vida donde el trabajo ya no importara demasiado: donde otras actividades pudieran reemplazarlo. Y que, para eso, la base sería una pelea: la lucha por los beneficios de esos avances técnicos. Si los trabajadores del siglo XIX, decían, se unieron para conseguir mejores sueldos y mejores condiciones —una porción mayor en el reparto—, ahora tocaba a los contemporáneos hacer lo propio. Había, estaba claro, una diferencia central: aquellos obreros podían exigir porque eran indispensables, sin ellos nada funcionaba; estos estaban en la situación contraria: ya no eran necesarios. La pelea, entonces, contestaban, no sería en los lugares de trabajo sino en el resto de la comunidad: no sería una pelea sindical sino política. Y que esa pelea sería el dato central del siglo que entonces empezaba: la lucha por los beneficios de la tecnificación extrema —la “robotización”— marcaría el destino de aquellas sociedades.
El proyecto, entonces, era claro —y es curioso el efecto que causa visto desde ahora. Insistían, entonces, en que cada quien debería poder dedicar al trabajo las pocas horas necesarias y que todos obtuvieran un dinero —el “ingreso universal” o “renta básica”— proveniente de la redistribución de los enormes beneficios de esas industrias hipertecnificadas. Los que se oponían —la mayoría de los más ricos— citaban entre otros a F.D.Roosevelt, un presidente norteamericano “populista”, seguidor y contemporáneo de Keynes, que había dicho que era contrario a los subsidios para desocupados “porque desacostumbran a trabajar”. Tras pasarse milenios “acostumbrándolos” —gracias a las religiones y demás ideologías— era mal negocio permitir que se “desacostumbraran”.
Los que lo proponían decían que si existían los tractores con guía satelital no había ninguna razón para que un granjero de Oklahoma volviera a arar con un par de bueyes: que si la humanidad había conseguido todas esas mejoras técnicas no era para producir más y más y más sino para trabajar menos. Y que esa era precisamente la virtud de la nueva situación: que, tras siglos de poner el trabajo en el centro de la vida —”ganarás el pan…”—, llegaba por fin el momento de cambiar de esquema. Todavía no sabían cómo hacerlo. No era fácil, claro: debían inventar cómo reemplazarlo en su condición de eje y aspiración y justificación y sentido de todo. No sabían, y aún así decían que si algo importante iba a cambiar en ese mundo, sería eso.
Eso decían; el tiempo, como sabemos, no pasaría en vano.