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ARTE
Tribuna
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Arco, la ingenua intención de disfrutar del arte

En una feria de arte contemplamos las obras igual que ojeamos los libros en una librería: es la experiencia del vistazo. Y, pese a tenerlo todo en contra, a veces uno logra abstraerse del tumulto y darle sentido a la visita

Escultura de Juan Muñoz en el espacio de la galería David Zwirner en Arco.
Escultura de Juan Muñoz en el espacio de la galería David Zwirner en Arco.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

¿Qué tal Arco este año? Es la pregunta constante de estos días y parece que hay que tener una respuesta preparada. Los entusiastas la encuentran enseguida: “Mucho mejor, más interesante, hay más ganas y hasta más actitud”. Los desencantados también se la saben de memoria: “Más de lo mismo, poco riesgo, mucho acomodo”. A mí, sin embargo, me cuesta responder. Quizá sea que me falta rapidez. O que en el fondo sé que la pregunta depende del papel que uno tenga en la feria. Artistas y galeristas quieren vender, así que Arco será mejor o peor según les haya ido. Los coleccionistas también harán balance de acuerdo con lo bien o mal que hayan comprado. Y luego están los que van a mirar —me incluyo ahí—. En ese caso, la pregunta tiene difícil respuesta, especialmente para quienes confunden la feria con una exposición y se acercan a Arco con la ingenua intención de disfrutar del arte.

En una feria contemplamos las obras igual que ojeamos los libros en una librería: paseamos entre las mesas de novedades, miramos las cubiertas, nos fijamos en ciertas sinopsis y en algún párrafo al azar. Nadie diría que eso es leer. En la feria sucede algo parecido: nos movemos entre las obras, deslizamos nuestra mirada por la superficie de lo que nos llama la atención y, como mucho, apuntamos los nombres que nos han interesado para buscarlos después y poder disfrutarlos —“leerlos”— cuando llegue la ocasión. Es la experiencia del vistazo. La única posible en medio del barullo y la saturación.

Y, sin embargo, a pesar de tenerlo todo en contra, en ocasiones uno logra abstraerse del tumulto y lo que observa le da sentido a la visita. A veces incluso puede intuir alguna preocupación común que va más allá de los discursos concretos y problemáticas específicas de las obras. Una idea que late bajo la superficie y que suele funcionar como clave de lectura.

Visitantes en la jornada inaugural de Arco.
Visitantes en la jornada inaugural de Arco.Luis Sevillano

Estos días, mientras paseaba sin atender demasiado al plano ni a las secciones de la feria, lo que comencé a percibir como una constante fue una especie de retorno de lo material, una apuesta por la fisicidad de la experiencia y por las propiedades afectivas y políticas de la materia. Comencé a vislumbrarlo cuando me detuve en el estand de la galería Art Nueve y observé que prácticamente en todas las obras vibraba esa potencia. La “materialidad siniestra” —como acuñó Peter Smithson— que uno encuentra en las obras de Pablo Capitán del Río: materiales que contienen la memoria del lugar, que juegan con la percepción y la textura, casi al modo de trampantojo. Un barroco sin figuración, como el de las esculturas torneadas de Álvaro Albaladejo que también observé allí y que rápidamente me condujeron al universo de Juan Muñoz y al efecto espectral de sus piezas silentes. Quizá es que ya llevaba a este artista en la cabeza y no me lo pude quitar de encima durante toda la visita. Por la espléndida exposición comisariada por Manuel Segade en la Sala Alcalá 31 (Madrid) y por las piezas inquietantes expuestas en Elvira González o David Zwirner.

Tal vez sea porque ya tengo la mirada predispuesta, pero situarme frente al Picasso muerto de Eugenio Merino me hizo verlo todo con la pátina del duelo

La figura y el espacio. El cuerpo y la arquitectura. La memoria y la materialidad de los trabajos artesanales que anudan el pasado y el presente, como el Tempo de exposición de Almudena Lobera en Cervezas Alhambra, que reflexiona sobre la relación entre el modelo perceptivo de la celosía y el del visor de la cámara fotográfica. La naturaleza de la ilusión visual. También allí intuí a Juan Muñoz. Una presencia de lo barroco que en otras muchas obras parecía emerger a través del palimpsesto y la superposición de capas de significado imposibles de desentrañar, eso que José Luis Brea denominó “alegorías de la ilegibilidad”. Es lo que sucede con en los Books for an Unwritten History de Avelino Sala en el expositor de ADN o especialmente en el palimpsesto digital de Daniel Canogar en Max Estrella: la pantalla conectada a Twitter que convierte la información en pintadas digitales, un grafiti infinito, lo sublime tecnológico, pero también la conciencia barroca de la imposibilidad de detener el tiempo.

Capas de palabras, capas de imágenes, capas de significado, todo a la vez en un mismo lugar, como en las Farmacias distantes de Dominique González-Foerster (Albarrán Bourdais), con un joven Vila-Matas ensimismado. Registros y reescrituras de la memoria y también de la propia historia del arte, como la que lleva a cabo Diana Larrea en Los inventarios reales (Espacio Mínimo), un soberbio ejercicio de revisión del canon de la disciplina que raspa el texto consolidado y muestra lo que se oculta debajo: las artistas borradas de la autoría, las mujeres tachadas para la historia.

'Aquí murió Picasso', obra de Eugenio Merino expuesta en el espacio de la galería ADN en Arco.
'Aquí murió Picasso', obra de Eugenio Merino expuesta en el espacio de la galería ADN en Arco.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

Lo materialidad sensible y el palimpsesto barroco. Pero también la conciencia de la muerte. Tal vez sea porque acabo de escribir una novela sobre la fotografía post mortem y tengo ya la mirada predispuesta, pero situarme frente al Picasso muerto de Eugenio Merino (ADN) me hizo verlo todo con la pátina del duelo. Ese duelo imposible que también brota de la “máscara mortuoria” de García Lorca, otra pieza de Merino, mucho más poética y política, que nos enfrenta a la obscenidad inquietante de lo que no tiene cuerpo, la memoria invisible de la ausencia. Una memoria de la violencia constatable en la serie de pequeños altares conmemorativos fotografiados por Teresa Margolles en los 40 kilómetros que separan Culiacán de Playa Altata o en el lujo fúnebre de su vestido de fiesta expuesto en Peter Kilchmann.

La simbología del recuerdo y la necesidad de no ser olvidado. Eso fue lo que también descubrí en Forget Me Not, el proyecto de Teresa Estapé en Chiquita Room, recuperación delicada y sutil de la orfebrería victoriana vinculada con el luto. La reivindicación de un tiempo para el duelo en una sociedad que encubre la pena y nos obliga a mirar siempre hacia delante, incluso cuando necesitamos por un momento que todo se detenga. Para mí sí que todo se detuvo allí. Y, frente a esa instalación, pude comprobar que, aunque Arco no es el mejor lugar para ver nada, las obras buenas logran generar en torno a ellas un espacio y un tiempo propios y, a veces, incluso en mitad del bullicio, son capaces de atravesarnos y hacernos frenar en seco, agrietando y tambaleando todas nuestras certezas.

Miguel Ángel Hernández es historiador del arte y escritor. Su última novela publicada es ‘Anoxia’ (Anagrama).

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