La buena mano de los copistas del Prado
Dos siglos después de su inauguración, el museo madrileño es uno de los pocos que aún permiten que los artistas y aficionados aprendan a pintar al óleo cara a cara con los genios del arte antiguo
La luz de la mañana del inverno madrileño se fractura en prismas al atravesar los ventanales del pasaje de esculturas del Museo del Prado. Sobre un banco de madera, recogido de visitantes, se sienta Víctor Cageao, coordinador general de Conservación de la pinacoteca. Avanza que este año la institución dedicará una muestra a las copias. Seguro que veremos La Gioconda madrileña o, quizá, la versión que Rubens pintó de El descendimiento de Caravaggio. “Por ahora está en proceso, ya contaremos más”, comenta.
En el Prado se copiaba antes, incluso, de que fuera el Prado (en 1819). Cuando fue Museo Real. Copiar era esencial para la formación del artista. Velázquez, Rubens, Lucas Giordano (rozando, a veces, lo que hoy entenderíamos por una falsificación) o Goya. Todos copiaron. Fernando VII lo escribió en la introducción al catálogo de 1828. Quería mostrar las obras para “que los jóvenes que se dediquen á tan noble arte tengan un manantial inagotable de riquezas donde formarse, sin necesidad de ir á buscarlas á los países extranjeros”. Las mujeres también caminaron las salas. Micaela Adán, hija del escultor del siglo XVIII Juan Adán, amigo de Goya, o Emilia Dulongval, quien presentó en la Academia de San Fernando, en 1845, una copia de la Sagrada familia de Rafael perteneciente al Prado.
En una España mísera muy pocos podían viajar a Italia a formarse y Velázquez, Murillo o Zurbarán eran ecos lejanos que escuchaban unos pocos. A su regreso a París, en 1865, Manet escribe a su amigo Baudelaire: “Por fin conozco a Velázquez, y le aseguro que es el pintor más grande que haya existido nunca”. El genio empezaba a ser pintor de pintores y las copias extendieron su inmenso talento.
Bernardo Pajares, responsable de la Oficina de Copias, entró con 23 años en la galería, fue auxiliar de servicios generales, actualmente anda en los 39 años y conoce a los copistas por su nombre. Es su responsabilidad. ¿Quiénes son los más copiados? ¿Cuántas obras se han producido? ¿Cuáles son las reglas para copiar? ¿Y el destino de los cuadros? No hay sorpresas. Los más reproducidos son Velázquez, Goya y Murillo, según Pajares. El libro de registro de copistas (de 1871) cuenta más de 5.000 obras. Esas páginas son la narrativa también de cómo los años han ido reduciendo la práctica. Solo entre 1964 y 1965 se terminaron 358 copias de Velázquez, 305 de Goya y 244 de Murillo. Unas 90 al mes. Allá por 1964, se vieron completadas 1.099 telas y durante 1965, exactamente 1.049. Antes, en 1895, se finalizaron 1.102. Hoy los números se leen diferentes: durante 2022 fueron 20. Y quien roce la cincuentena recordará que en los años setenta existía incluso una sala de venta de copias.
Normas claras
Las normas han cambiado, y mucho. En las primeras décadas del museo se permitía (algo ahora inimaginable) utilizar cuadrículas y calcar del original. Eso desapareció. No hay un número máximo de copistas. Pero solo existen 19 caballetes. El museo únicamente permite traer los materiales y un hule de 1,50 metros para situarlo en el suelo y evitar la suciedad. El acrílico no está permitido y rara vez se admite la acuarela. Y jamás reinterpretar los cuadros. Es un lugar para aprender pintura al óleo. Los copistas trabajan de lunes a jueves en el horario (de 10 de la mañana a 8 de la tarde) de la galería con un pase especial. El viernes se guardan los caballetes. Y quizá cuando se marchen de la pinacoteca, y muevan esos baúles secretos que son la memoria, recordarán que las obras más copiadas son Los borrachos, el Cristo crucificado y Las hilanderas, de Velázquez, y, detrás, los goyescos La vendimia, La gallina ciega y El quitasol.
También sentirán el privilegio. El Prado (junto al Louvre) es de los pocos museos que permiten copistas. “Las copias” —relata Bernardo Pajares— “deben ser cinco centímetros mayores o menores por cada lado respecto al original para que no puedan pasar por una réplica”. La medida máxima es 1,3 metros y solo se admite un copista por sala.
En la de estatuaria romana, apenas transitada, se escucha, sobre el silencio, el acorde del rasgueo suave del carboncillo recorriendo el papel. Elena Martín (44 años, Bilbao) copia la escultura Apolo con cítara (175-200 d. C, mármol). Es profesora de danza clásica en la Escuela Mayor de Danza y actriz. “Salgo de madre en el último videoclip de la cantante Lola Índigo, Toy Story”, cuenta. El Apolo lo terminará en dos semanas. Habrá completado unos 30 dibujos. “Vengo tres días a la semana y le dedico cuatro horas”, añade. “Las obras, en principio, son para mí. Quiero aprender y disfrutar del dibujo. Hacerlo en el Prado resulta increíble”.
Hay quienes —sobre todo en una generación anterior— convirtieron la copia en una profesión. Enrique Fernández Ventura pasó de pintar carteles de cine en la Gran Vía a reciclarse en copista profesional, al igual que Antonio Ramírez Ríos. Ambos, fallecidos recientemente, superaban los 80 años. “Fue una gran pérdida, pues formaban parte de la familia”, reconoce Pajares. Porque las copias y su destino pertenecen a quienes las crean. El museo las documenta, fotografía y cataloga antes de salir de la pinacoteca.
Tal vez exista relevo (ahora los copistas andan entre los 20 y 30 años largos y les interesa, sobre todo, el siglo XIX) a esta forma de mirar la vida. Jesús Carrasco es autodidacta. Sus padres regentan dos pescaderías en Toledo. “La pintura es una pasión que recorre mi sangre”, defiende. Tiene 28 años y ha vendido sus copias en Londres o México. Viaja cuatro horas al día desde Almorox (Toledo) en autobús para copiar en el museo. Lo descubrimos en una sala poco transitada desentrañando El pelele (1791-1792) de Goya. La edad mínima para pintar son 18 años. Pero un mes después de cumplirlos ya estaba frente a un Van Dyck. “Para mí fue un shock. ¡Pintar en el Prado!”, recuerda. Tiene una lista de encargos que prosiguen con La nevada (Goya) y La Gioconda.
Algunos serán imposibles. El Prado prohíbe copiar Las majas de Goya, Las meninas, Chicos en la playa (Sorolla), El descendimiento (Rogier van der Weyden), Judit en el banquete de Holofernes (Rembrandt) y desde 2016 —tras la experiencia de su masiva exposición— todos los Boscos. Son salas siempre llenas.
A 12.174 kilómetros de Madrid, en un pueblo de la Patagonia argentina llamado Veintiocho de Noviembre, las palabras de Leslie Soto, que a sus 32 años posee una de esas voces cargadas de pintura, llegan nítidas por teléfono. Debido a la pandemia, su Cristo abrazando a la cruz tuvo que guardarse en el almacén. “Fue una alegría copiar en el Prado: lloré cuando me lo dijeron”, comenta. En septiembre vuelve a terminar su tela. Y piensa que quizá, en este mundo, encuentre un soporte de vida. La historia del arte es la historia de sus copias.
Un libro de genios y copiantes
Entre octubre de 1897 y febrero de 1898, Picasso se registró en el libro de copistas del Prado como Pablo Ruiz, para estudiar a Velázquez. Un lienzo —escribe la historiadora del arte Manuela Mena— representa el tardío y negro Retrato de Felipe IV, y en dos dibujos dejó rápidos apuntes del Bufón Calabacillas y el Niño de Vallecas. En otro, las figuras de la infanta Margarita y de la menina Isabel de Velasco en Las meninas.
El genio malagueño no es el único copiante célebre (un término usado en la época que resulta algo confuso, porque muchos eran artistas como tales) que ha pasado por el museo. Courbet, Renoir, Degas, Toulouse-Lautrec (¡a quien una foto de 1885 lo descubre copiando un Murillo!), Monet o Botero.
Décadas después, para ser copista son necesarios unos requisitos básicos. Enviar al museo seis fotografías de obra del candidato, una carta de recomendación de un profesor de Bellas Artes, diseño o enseñanzas similares, el DNI o el pasaporte. A los extranjeros se les exige, además, un documento de la embajada o el consulado que acredite su actividad de pintor. Cada copia cuesta 100 euros y 30 a modo de “matrícula”. Al año llegan unas 100 peticiones y se suelen aceptar el 95%. Velázquez, al fondo, sonríe con su histórica flema.
Babelia
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