Francisco J. Uriz, un trabajador
Al fallecido profesor, traductor y escritor le debemos poder leer los discursos de Olof Palme, las memorias de Ingmar Bergman o la poesía de los principales autores nórdicos contemporáneos
Siempre prefirió una buena broma a una lección pomposa, pues nunca el amor a la literatura ha sido menos afectado y más constante que en el caso de Francisco J. Uriz (Zaragoza, 1932-2023), que falleció ayer martes en su ciudad natal, donde pasaba siempre los inviernos, para después perseguir otros seis meses de frío en Estocolmo, donde se le ha reconocido durante décadas el importante papel de intermediador que ejerció entre los dos países.
Profesor, intérprete en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia, informal consejero de la Academia Sueca o promotor, fundador y director de la Casa del Traductor de Tarazona, detrás de su impagable aportación a la literatura ha habido un hombre tenaz, afable y algo zumbón que tenía mucho de artesano pero también un poco de jornalero, aunque él, convencido comunista desde muy joven, siempre se consideró un trabajador, y tuvo el esfuerzo como valor supremo. Como si hubiera hecho suyo el lema de su ilustre amigo Artur Lundkvist (“Hay que evitar el escepticismo paralizante y actuar como si se pudiese cambiar el mundo y mejorar la Humanidad”), Uriz se ha movido desde el principio hasta ayer mismo con un impulso constructor que era mezcla de pasión y cabezonería, de amor por las letras y de afán de ofrecer a su prójimo las cosas que a él le han hecho disfrutar, de compartir con nosotros textos extraordinariamente valiosos a los que difícilmente podríamos haber accedido sin sus desvelos.
A él le debimos poder leer los discursos de Olof Palme (a quien Uriz acompañó en una gira por Hispanoamérica), el teatro de Peter Weiss, las memorias de Ingmar Bergman, las novelas de Per Olov Enquist (algunas traducidas junto a su mujer, Marina Torres), las revelaciones sobre los entresijos del premio Nobel desclasificadas por Kjell Espmark o, ante todo, la poesía de los principales autores nórdicos de las últimas décadas, como los suecos Harry Martinson, Tomas Tranströmmer, Gunner Ekelöf, o Werner Aspenström los finlandeses Claes Andersson, Marta Tikkannen y Penti Saarikoski, o el danés Henrik Nordbrandt. De todos ellos trajo al español libros completos, y a todos los reunió en su monumental antología Poesía nórdica, que le valió en 1996 su primer Premio Nacional a la Traducción (el segundo, en 2012, fue para agradecerle con justicia toda su carrera).
Poeta, dramaturgo y memorialista muy notable él mismo, tuvo siempre la grandeza de dar prioridad a los otros, y vivir la literatura de esa forma particular con la que lo hacen los traductores, un poco por delegación, pero siempre con rigor, creatividad, pasión verdadera por la poesía y atención divertida por los detalles. Muy impactado por la actitud, tan comprometida, con la que los poetas afrontaron en la escritura sucesos de los años sesenta y setenta, consternados por la guerra de Vietnam o indignados ante la industria nacional de fabricación de armas, Uriz creía en la literatura como herramienta de transformación social, y muchas de las antologías que hizo circular por España y América tenían ese color, no tanto el de la ideología como el de la ilusión.
Se podría rastrear la influencia que las traducciones poéticas de Uriz han tenido sobre los poetas españoles nacidos en los setenta (y, por tanto, en los de después), pero le debemos mucho más, en forma de muchas horas de felicidad lectora, de pura juerga intelectual. El traductor no es un traidor, el traductor es un amigo, un confidente, un cómplice. En ese sentido, Paco Uriz ha sido el mejor camarada.
Babelia
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