La última ‘rave’ que pasé contigo
Internet permite montar fiestas clandestinas que movilizan a público de diferentes países
Ha sido una de las noticias fijas de las pasadas Navidades: la rave que se materializó misteriosamente en La Peza, localidad de Granada. Resultaba ilustrativo ver en muchos telediarios imágenes similares: equipos de televisión informando a distancia, a veces hablando de aquello como si fuera una catástrofe, con titulares tipo: “Un joven ingresado por intoxicación” (en una concentración festiva de, se supone, 4.000 personas, podríamos hablar ya no de sobriedad, pero sí de moderación general).
Lo destacable, sin embargo, fue la mesura del alcalde y la benevolencia de los vecinos. Como si asimilaran que las raves son esencialmente un invento español, ibicenco por más señas. Allí, al finales de los 80, cuando cerraban Amnesia y otras discotecas, los bailones más incansables tenían citas en parajes remotos, donde seguía la fiesta: alguien había montado un equipo de sonido, alimentado por un generador. Con el tiempo, las raves isleñas se distanciaron del negocio de la hostelería, consagrándose a músicas poco frecuentes en las pistas de baile o en los atardeceres del Café del Mar, como el psychedelic trance. Asistimos divertidos a las hipócritas denuncias de algunos propietarios —”nosotros pagamos impuestos y ellos no”— como si no supiéramos que las cajas registradoras de las discotecas hacen prestidigitación todas las noches.
Las raves prendieron en el Reino Unido en 1988, cuando volvieron pinchadiscos británicos espiritualmente transformados por el eclecticismo sonoro de algunos DJs ibicencos y el sentido de fraternidad generado por las píldoras de MDMA. Problema inmediato: la vida nocturna de, digamos, Londres se caracterizaba por porteros agresivos, precios disparatados, horarios inflexibles, música rigurosamente filtrada y aquellos carteles que avisaban que cualquier cliente atrapado consumiendo drogas sería entregado a la policía.
Lo que se conocería como el Segundo Verano del Amor fue un producto de las raves, que cambiaron indumentarias, bailes, música y hasta hábitos sexuales. Inicialmente, se celebraban en fábricas, almacenes y demás edificios abandonados; la ciudad, siguiendo la ideología thatcheriana, estaba prescindiendo de su base industrial. Fueron éxitos pero, ay, daban el cante y las autoridades impedían que volvieran a repetirse.
Comenzó la etapa épica de las raves: pasaron a desarrollarse en el campo y al aire libre (conociendo la climatología británica, pueden imaginar la devoción de los asistentes), aunque también aprovechaban olvidados hangares de la Segunda Guerra Mundial. Se anunciaban mediante octavillas y a través de las populares radios piratas. Resultaban fáciles de localizar para las fuerzas policiales, aunque solían aparecer cuando aquello estaba en un punto álgido y clausurarlas creaba un verdadero problema de orden público.
El final de los ochenta se caracterizó por un juego del ratón y el gato entre ravers y uniformados. Habitualmente, se establecían puntos de cita en gasolineras y áreas de servicio, donde se comunicaba la dirección exacta de la rave. Los perseguidores no entendían el fenómeno: detenían en ruta a los pinchadiscos, convencidos en que el cargamento de éxtasis para la noche viajaba entre sus vinilos. Y no.
Teóricamente, los promotores de raves encajaban en el modelo de emprendedores alentado por Margaret Thatcher: detectaron una demanda que se apresuraron a cubrir. Algunos eran además retoños de familias ilustres del Partido Conservador, lo que facilitaba el alquiler de mansiones rurales y fincas ad hoc. Esperaban a los agentes con un documento impecable y el refuerzo de un abogado de prestigio.
Se constituyó todo un equipo policial, el Pay Party Unit, que recurrió a trampas como montar una rave, bautizada Space, que esperaba atrapar a todos los malotes. No funcionó. Fue más eficaz proceder a incautar todo lo usado en las raves, desde bafles al material del pinchadiscos. Y aumentar la presión legislativa, que desembocó en la Criminal Justice and Public Order Act, de 1994.
“Sucesión de ritmos repetitivos”
Ha pasado a la historia por incluir una torpe definición de la música que penalizaba, “una sucesión de ritmos repetitivos”. Y por los poderes extraordinarios, que permitían el arresto previo de cualquier implicado en la planificación de una rave y la prohibición del sacrosanto derecho de un inglés a circular libremente. La furia del personal se expresó en las calles, con manifestaciones que fueron reprimidas sin piedad por los antidisturbios. Los alborotos duraron poco: los empresarios invirtieron en macrodiscotecas y festivales legales; las raves se desplazaron a países del continente europeo.
Muchos años después, se pidió a John Major, entonces jefe del gobierno, justificar medidas tan draconianas (a Major, hijo de un artista de circo, se le suponía cierta simpatía por el entretenimiento popular). Alegó no recordar nada: “Habría que preguntar al entonces Ministro del Interior, Michael Howard [un político más thatcheriano que la propia Thatcher]. Existe la creencia de que cada decisión gubernamental está supervisada por el Primer Ministro. Eso no es cierto.”
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.