Historia de la gran chapuza de la exposición de esculturas ibéricas falsas en Viena
Se cumplen 150 años de la celebración de una muestra internacional a la que España, con un pabellón de madera lleno de humedades y grietas, aportó una treintena de figuras milenarias, la mitad falsificaciones
Alguien decidió talar en 1830 un bosque que se alzaba sobre un altozano a unos ocho kilómetros de Montealegre del Castillo (Albacete), pero en vez de recolectar madera terminó recogiendo las decenas de extrañas esculturas ibéricas que cubrían el terreno. Tantas encontraron que la noticia transcendió pronto, y hasta se presentó en el lugar un presbítero de Valencia llamado Francisco Javier Biosca para conocer de primera mano lo que estaba pasando, ya que el cerro donde se halló se conoce como de Los Santos. Nunca se sabe. Se había descubierto así un espectacular yacimiento arqueológico que terminó generando una auténtica opereta de despropósitos científicos que culminaron, a su vez, con el envío de una treintena de copias de aquellas figuras (vaciados exactos de los originales) a la Exposición Universal de Viena de 1873 para “revelar la existencia de un nuevo arte plenamente nacional, así como recabar opiniones en el mundo académico”, tal y como señalaba un decreto del Gobierno del 19 de abril de 1872.
Sin embargo, al menos, 13 esculturas ―la mitad― eran producto de la imaginación del falsificador Vicente Juan y Amat, que aprovechó el interés por el yacimiento del recién creado Museo Arqueológico Nacional (MAN) para hacer negocio: entre pieza y pieza real, colocaba una falsa. O dos. De hecho, algunas de ellas se exhiben, debidamente identificadas hoy en el MAN, justo cuando se van a cumplir 150 años de la exposición austríaca, en la que España abrió su pabellón dos meses después de que se cortase la cinta inaugural y de que el Jurado hubiese repartido los premios a los stands.
No fue hasta 1860, tres décadas después de ser descubierto, cuando el mundo académico centró su atención en el yacimiento de Albacete y en sus singulares características. Las visitas de arqueólogos, aprovechados y vecinos se multiplicaron, hasta que un escultor y picapedrero francés llamado Carlos Bollier, amigo de Amat, dijo haber extraído una sorprendente figura femenina sedente que dejó a todos boquiabiertos. No se había visto nada igual. El cronista de Yecla Pascual Giménez Rubio, que observó la figura en 1865, la describió como una “imitación de una momia egipcia por el aire de su traje y aptitud; aunque por su aspecto, collares y enormes arracadas [aretes], podría ser también un ídolo del gentilismo [idólatras]”. El reputado arqueólogo Juan de Dios Aguado y Alarcón identificó en un primer momento el yacimiento como un “santuario con un martyrium [edificación] cristiano de época visigoda”, algo que muchos colegas ratificaron.
Los primeros estudios calificaron el yacimiento íbero de santuario visigodo”
En 1870 se iniciaron las excavaciones por parte de los Padres Escolapios de Yecla. Redactaron una memoria que llegó al nuevo Museo Arqueológico Nacional que, con sus anaqueles prácticamente vacíos, envío una comisión oficial a investigar y adquirir lo que fuera interesante. Se compraron 50 restos escultóricos a Amat, atrabiliario personaje conocido también como el Relojero de Yecla. Tan espectaculares y enigmáticas eran las figuras adquiridas, que una segunda comisión volvió a comprarle, un mes después, otro medio centenar de obras. Una tercera comitiva de expertos adquirió otras 30 a un anticuario llamado Miró, entre las que se encontraba la Gran dama oferente ―esta es auténtica― de tal manera que, en 1873, el museo contaba con más de 300 piezas del cerro de Los Santos.
La expectación que levantó el conjunto fue máxima y provocó la admiración del emperador de Brasil y de los arqueólogos y conservadores del Museo Británico, “que apreciaron las colecciones significativamente, pero sin aportar interpretaciones que permitieran aclarar su filiación cultural. Nadie entendía nada. Estas circunstancias movieron a los responsables de la institución a buscar otras vías de difusión internacional. La Exposición Universal de Viena se desvelaba como el lugar perfecto”, recuerdan Julio González Alcalde, del Departamento de Colecciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales, y Teresa Chapa Brunet, catedrática emérita de Historia de la Universidad Complutense de Madrid en su investigación Las esculturas ibéricas del cerro de los Santos en la Exposición Universal de Viena (1873).
El listado de piezas enviadas a Viena incluía un ‘Monstruo de tres cabezas’ y un ‘Obelisco con representaciones terroríficas”
El Gobierno de Amadeo de Saboya (1870-1873) se erigió como firme defensor de enviar las esculturas a Austria porque España “debe concurrir presurosa a ocupar el puesto de honor que se le designa, y a demostrar el grado de prosperidad y cultura a que rayan su industria, sus artes y sus conocimientos científicos”. No obstante, y por cuestiones de seguridad, no se empaquetaron las piezas originales, sino un vaciado exacto de ellas en yeso y escayola. Se realizaron 30 copias “exactísimas”, entre los que destacaban por sus sugerentes nombres Monstruo de tres cabezas y parte inferior de una figura humana, Cabeza con ornato y mitra, Rinoceronte, Plinto de cabeza bifronte, Obelisco con representaciones simbólicas o terroríficas, entre otras.
Dos meses de retraso
El 1 de mayo de 1873, el emperador Francisco José I inauguró la exposición, pero no pudo acceder al pabellón mudéjar español porque estaba inconcluso “al encontrarse serias dificultades para la construcción que se había planificado”, según el periodista Navarro Reverter, enviado al evento por la revista La Ilustración Española y Americana. El edificio previsto tenía forma de hache, debía ser de ladrillo, pero como la comisión española tampoco encontró “este material ni medios para llevar a cabo la obra conforme a los planes previstos, lo hicieron de madera, confiando en que los revestimientos exteriores disimularan la ausencia del ladrillo”, se lee en el artículo de Navarro.
El Gobierno afirmó que se trataba de un conjunto artístico “plenamente nacional” y que se necesitaba “recabar opiniones del mundo científico”
La precipitación y la falta de adecuación de los materiales incidieron, por tanto, muy desfavorablemente en el pabellón, provocando retrasos que impidieron la colocación de los expositores hasta casi dos meses después de inaugurada la muestra. Además, el remate de los trabajos “se realizó en malas condiciones, con el yeso húmedo, las lluvias rajaron las maderas, el edificio, al no estar ajustado a los planos, resultó harto pequeño; la escalera para subir al piso principal resultaba insuficiente y con la falta de decoración desairadas todas las piezas”, dejó escrito el sorprendido periodista.
Mientras tanto, en España los científicos debatían sobre si las piezas eran de origen visigodo (Amador de los Ríos) o de un “pueblo bastetano, destruido por Aníbal en el siglo III a. C.” (Padres Escolapios). “La opinión académica estaba aún por definir y, probablemente por eso se consideró una verdadera oportunidad el envío de una muestra a Viena, donde especialistas reconocidos de ámbito internacional pudieran ver las copias y dar una fundamentada opinión”, recuerdan Chapa Brunet y González Alcalde.
Pero los especialistas extranjeros tampoco se ponían de acuerdo e, incluso, el arqueólogo húngaro Imre Henzslmann encontró paralelos con unas figuras llamadas Kamennye Baby, que relacionaban el yacimiento español con los túmulos funerarios (kurganes) construidos en Ucrania y todo el sur de Rusia entre los siglos VII y XII d.C. Por tanto, el extraño arte exhumado en Montealegre del Castillo, habría llegado a Hispania a través de las migraciones godas desde el Este de Europa.
España abrió su pabellón lleno de humedades dos meses después de que se inaugurase la exposición”
Nadie, no obstante, dudaba de la autenticidad de las esculturas, solo disentían sobre su origen, hasta que el arqueólogo Juan de Dios Rada y Delgado pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia en 1875, Antigüedades del Cerro de los Santos en término de Montealegre. En él incluyó numerosas láminas con los materiales e inscripciones encontrados, lo que permitió a los especialistas observar con detalle muchas piezas de un conjunto inexplicablemente heterogéneo: había monstruos de tres cabezas, animales africanos y damas sedentes cubiertas por enormes tocas. Comenzaron las sospechas, pero “en el contexto académico de la época, en el que se respetaba exageradamente el principio de autoridad, no hubo nadie con el suficiente prestigio y conocimientos como para refutar las propuestas de Rada. Sin embargo, empezó a existir un estado de opinión desfavorable que no llegó a aflorar públicamente, pero justo es decir que antes de que se dijera en el extranjero y en letras de molde que entre los objetos de Yecla había falsificaciones, se venía diciendo aquí entre arqueólogos y aficionados españoles”, explica el estudio.
Fue el epigrafista alemán Emil Hübner, de enorme prestigio internacional, el que manifestó a las claras su convicción de que era falso el conjunto de los materiales del cerro de Los Santos. La desconfianza, a partir de entonces, se asentó. La salida de las piezas para la Exposición de París en 1878 provocó nuevos informes, entre ellos el de José Ramón Mélida y Alinari, que fue el primero en separar, en gran medida, lo falso de lo auténtico.
Juan Vicente Amat, chamarilero y relojero de profesión, sin ninguna preparación académica, fue galardonado finalmente con las encomiendas de Isabel la Católica y de Carlos III, “por haber recogido tantas figuras y vendido al MAN el grueso de su colección”. Amat terminó sus días en un manicomio, pero su obra ―debidamente señalizada― permanece expuesta en el Museo Arqueológico Nacional, y cuando se le pregunta a su director, Andrés Carretero, sobre el asunto, responde encogiendo los hombros: “Todos los museos exponen alguna falsificación, pero nosotros sabemos cuáles”. Y suelta una sonrisa.
Babelia
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