Todo comenzó con los godos
El libro ‘Los visigodos. Hijos de un dios furioso’ recupera la historia del primer pueblo que tuvo la idea de España y que la gobernó durante tres siglos
En algún lugar de Italia, bajo el cauce de un río y rodeado de inmensas riquezas, descansa el que está considerado el primer rey de la Hispania visigoda (de la visigoda, que no de España, porque aún harían falta más reinados). Se llamaba Alarico —conviene recordarlo ahora que no se estudia en los colegios la lista de los monarcas godos por supuestamente inútil o caduca— y su entierro fue espectacular. Cientos de cautivos desviaron el río Busento e inhumaron al rey en el lecho seco. Luego, volvieron a hacer regresar las aguas para ocultar el sepulcro real. Todos los excavadores “fueron degollados para que no pudiesen revelar el lugar donde, todavía hoy, descansa con sus tesoros en su ignorada tumba”. “Un rey había muerto y un pueblo terminaba de nacer. Su nuevo rey, Ataúlfo, los llevaría a nuevas tierras y una de ellas sería el solar que definitivamente ocuparían: Hispania”. Lo cuenta José Soto Chica, profesor de la Universidad de Granada, en su magistral —es una auténtica y amena lección de historia— Los visigodos. Hijos de un dios furioso.
Una lectura vibrante que rezuma innumerables datos —algunos de ellos desconocidos— y que defiende la tesis de que Leovigildo (reinó entre el 568-586) fue el primer rey de España (no de la Hispania visigoda), cuando los nórdicos e hispanorromanos formaban ya un mismo pueblo. “Aquella Spania fue la primera España", "la première en Europe y la España primigenia y común de la que surgirían las Españas musulmana y cristiana que, a la postre, volverían a sumarse en el siglo XVI”. Una idea que fue asumida por los monarcas cristianos que le sucedieron y que llevó, incluso, en el Concilio de Basilea (1431-1438), “a que los delegados suecos discutiesen con los castellanos sobre quién de entre ellos, suecos o castellanos, tenía más derecho a atribuirse el título de descendientes de los antiguos godos”.
Al comenzar el siglo V, Europa era un tremendo embrollo bélico difícil de resumir. Alanos, hunos, godos (en todas sus variantes), vándalos, sármatas, suevos… se enfrentaban a las legiones romanas (occidentales y orientales) en los campos de batalla de cualquier parte del continente. Hasta que el godo Alarico arrasó la Ciudad Eterna en el 410 y el imperio se disgregó. Sin embargo, no se rindió. Roma continuó luchando contra los bárbaros, a trozos, a jirones, en Germania, Dacia, Hispania, Galia, norte de África, Oriente Medio… En ocasiones vencían las tribus que acosaban a los romanos, en otras eran los latinos quienes los derrotaban. Y mientras tanto, decenas o cientos de miles de muertos en cada enfrentamiento.
Gigantescas migraciones de uno a otro lugar del mundo conocido, entre ellas un pueblo escandinavo denominado visi —nuestros famosos visigodos—. Entraron en la Península gracias al boquete que en la frontera habían abierto poco antes vándalos, suevos y alanos, otros pueblos que también huían —no solo ya por la presión romana—, sino también de la de los hunos, de los germanos, de los francos… El emperador había decidido sustituir las legiones hispanas que defendían el límite peninsular por otras britanas que huyeron cuando vieron llegar a los bárbaros. Una decisión que cambió, o al menos aceleró, la historia y que permitió en el 425 que los visigodos alcanzasen Barcelona, huyendo a su vez de los francos que comenzaban a conformar al norte el país al que darían nombre. Los visi irrumpieron en tres grandes oleadas, entre el 497 y el 506, entre el 507 y el 511 y en el 531. Se ignora la cifra exacta, pero oscilaría entre las 150.000 y 200.000 personas.
“Todo comenzó con los godos”, escribe Soto Chica, “la historia de un reino y de unos bárbaros que, surgiendo de las nieblas de las leyendas escandinavas como hijos de un dios furioso, terminaron por erigir un poderoso Estado en el confín occidental del orbe romano: Spania”.
Los visigodos españoles eran una mezcla de greutungos, ostrogodos, alamanes, alanos… Penetraron en la Península rebosantes de venganza, porque los vándalos no los habían ayudado en una de sus múltiples batallas con los romanos, y los dejaron morir de hambre a pesar de tener un enemigo común. Cuando el hambriento pueblo nórdico les reclamaba trigo, se lo cobraban a “precio de oro”. Por ello, la lucha contra los vándalos no fue una guerra convencional, “sino un ajuste de cuentas”. Hasta su exterminio. Lo mismo que les ocurrió a los suevos —implantados en el noroeste peninsular—, que fueron destruidos por una expedición goda en el 457. Pero no sería hasta el trienio 494-497 cuando “el dominio director y regular de los godos se asentara en Hispania, momento en que entraron para quedarse y no solo para guerrear o imponer su autoridad”.
El rey de los hispanos
El reino inicial de los visigodos, el de Tolosa, ocupaba parte de Francia y de Hispania, pero perdieron la parte septentrional ante los francos, que se conformaron pronto como una amenaza que “caminaba a pie firme” para destruirlos allá donde se refugiasen los supervivientes. Esto provocó nuevas oleadas de refugiados que huían del franco Clodoveo, e "Hispania se convirtió así en un refugio donde se alzaría el último y más brillante de sus reinos, el Reino de Toledo, la primera España”.
Fue el ostrogodo Teudis (531-548) —visigodos y ostrogodos ya se habían fundido en un mismo pueblo en Hispania— el que levantó su capital, Toledo, y allí “surge la idea de que España se asentó en la Edad Media y que, desde entonces, determinó nuestra historia”, asevera Soto Chica. Luego vinieron reyes y más reyes godos de manera incesante, rápida e ininterrumpida —tenían la costumbre de degollarse entre ellos y el trono cambiaba continuamente de dueño— hasta Leovigildo (569-586), el gran monarca de este pueblo; el primero que luce una “nueva identidad, ya que no tenía nada, o casi nada, de germánico”. “¿Qué era entonces?”, se pregunta retóricamente el autor. “El rey de los hispanos”, le responden san Isidoro y Gregorio de Tours, que así lo nombran continuamente en sus escritos.
Una lectura vibrante, línea tras línea, que acaba abruptamente el 26 de julio de 711 cuando el rey Rodrigo —abandonado por varias de las facciones en que se dividía el reino— presenta batalla a las huestes musulmanas y es derrotado y muerto. Un relato apasionante, sorprendente, de un pueblo fundador de algo distinto, aunque ya no se estudie en los colegios, pero que José Soto Chica recupera de las brumas de la historia y que deja al lector directamente adherido a las páginas de este gran ensayo.
Los visigodos. Hijos de un dios furioso
Editorial: Desperta Ferro, 2020
Páginas: 600
Formato: tapa blanda
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