El Raso, la ciudad que levantaron los vetones para defenderse de Aníbal
Las prospecciones geomagnéticas, drones con cámaras térmicas y tecnología láser desvelan un enorme castro celta de 18 hectáreas en Ávila, del que se está reconstruyendo su muralla
Entre los años 221 y 220 a. C., el Ejército del cartaginés Aníbal Barca avanzaba por el centro de la península Ibérica buscando soldados y dinero para enfrentarse a sus enemigos romanos. Sus tropas guerreaban con los pueblos célticos que se les resistían y que ocupaban un área que se extendía aproximadamente por las actuales provincias de Salamanca y Ávila. Los vetones de un poblado conocido como El Castañar, derrotados ante la superioridad de la maquinaria militar cartaginesa, huyeron a un otero próximo (Cabeza de la Laguna), en la pedanía de El Raso, en el término municipal de Candeleda (Ávila), y levantaron un enorme asentamiento fortificado rodeado de una potente muralla, de hasta tres metros de anchura, y protegida por torres, bastiones y dos potentes edificaciones (el Castillo y el Castillejo). El castro de El Raso o El Freíllo ―se le conoce con ambas denominaciones―desapareció 150 años después con la conquista romana. Ahora el proyecto Recuperación sobre los sistemas defensivos del castro de El Freíllo (Candeleda) intenta devolver a la luz el baluarte de un asentamiento donde llegaron a vivir unas 2.500 personas. La Sociedad Ibérica de Arqueología, el Ayuntamiento de Candeleda y el Centro de Desarrollo Rural Valle del Tiétar promueven la idea.
El reciente informe Tecnología LiDAR aplicada al estudio peninsular: El Freíllo, de Pablo Paniego y Carlo la Puente, del Instituto Arqueológico de Mérida-CSIC, señala que las últimas investigaciones realizadas sobre el poblado revelan “la monumentalidad de su muralla defensiva, levantada con bloques de granito, y que se encuentra en un buen estado de conservación en muchos puntos del yacimiento”. Un estudio que confirma así los trabajos anteriores de Fernando Fernández Gómez, académico de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría y miembro del Instituto Arqueológico Alemán, y del equipo de José Carlos Sastre, de la Sociedad Ibérica de Arqueología.
Victorino Mayoral Herrera, del Instituto de Arqueología-Mérida, dependiente del CSIC y de la Junta de Extremadura, recuerda que para determinar la extensión y forma del castro se han empleado en los últimos años prospecciones magnéticas, drones con cámaras térmicas, láser y tomografía eléctrica, lo que ha permitido reconocer formas que pueden corresponder a estructuras enterradas: casas, hornos o calles…. Esta tecnología, recuerda Mayoral, crea “un modelo tridimensional del castro en el que se pueden distinguir las viviendas que están por excavar, así como una serie de aterrazamientos que revelan cómo era la organización escalonada de los bloques de casas en las laderas del cerro. Esto es posible porque el poblado nunca sufrió alteraciones por el arado o cultivos. El relieve de este paisaje abandonado permaneció virgen”.
“La recompensa es grande, ya que podemos recuperar la forma y la distribución de numerosas construcciones ocultas, cuya existencia era completamente desconocida. Se ha descubierto así una trama urbana densa, compacta, de gran regularidad, una imagen que contrasta con el urbanismo disperso y muy irregular de otras aglomeraciones vetonas. Nuestros resultados, en cambio, dan una imagen más próxima a la que ofrecían los grandes poblados celtibéricos, e incluso ciertas ciudades romanas“, explica el investigador.
Los trabajos revelan así la existencia de una ciudadela de 17,5 hectáreas (unas 18 veces la extensión de un estadio de fútbol) cerrada por una muralla en sus tres cuartas partes. Contaba con, al menos, dos grandes edificaciones: el Castillo, una imponente construcción, de 20 metros de longitud y seis de altura, y cuya finalidad era defender la entrada al asentamiento, y el Castillejo ―de menores proporciones― y que servía para controlar visualmente el collado, ya que se construyó más elevado.
Las campañas de excavación realizadas hasta el momento ―que solo han alcanzado el 4% del yacimiento― confirman, igualmente, que el interior de la muralla estaba ocupado por un denso entramado urbano. Fernando Fernández Gómez explica que, además de las prospecciones geomagnéticas, las “diversas campañas han permitido constatar la existencia de un enorme poblado prerromano, indicios de otro anterior, una extensa necrópolis y un pequeño santuario”.
A grandes rasgos, el poblado estaba compuesto por unas 600 viviendas en las que vivieron los indígenas que lucharon contra Aníbal en el siglo III a. C y contra los romanos a lo largo del II y I a. C. Se trata de casas de hasta 150 metros cuadrados, con muros de mampostería y tapial, cuadradas o rectangulares, que fueron levantadas sin un plan urbanístico preconcebido, si bien se agrupaban por manzanas en torno a calles bien definidas. Los arqueólogos afirman que los vetones construían las puertas de acceso a sus viviendas sin ningún orden.
Los alojamientos tenían como estancia principal la cocina, en cuyo centro se encontraba el hogar, y al fondo un banco, donde se realizaban las comidas. Alrededor de la cocina se situaban el zaguán, las despensas y los lugares de trabajo. Las casas, por lo general, contaban con un porche cubierto, con otro banco, donde se trabajaba o descansaba al aire libre. “Se trataba de un pueblo esencialmente ganadero, con la agricultura como actividad complementaria, que también dominaba la fundición. Se han hallado, además de hornos, lingotes de metal, crisoles, toberas, pequeños moldes de fundición y numerosas escorias. Las mujeres, por su parte, se dedicaban al hilado, tal como se desprende de las numerosas fusayolas y pesas de telar encontradas”, detalla Fernández Gómez.
Los especialistas dan gran importancia también a la necrópolis. Las tumbas se agrupan en núcleos independientes que responden a una idea grupal relacionada con clanes o familias, mezclándose las masculinas con las femeninas, las que guardaban armas con las que no las tenían, las de adultos con las de niños, las de ricos y pobres.... Se trata de incineraciones en hoyo, cubiertas por lajas de granito y acompañadas de urnas con objetos personales como espadas y puñales, lanzas, escudos, vainas y empuñaduras, fíbulas y brazaletes, objetos decorados con hilos de plata o cobre. También se han encontrado productos de importación, como copas griegas de barniz negro, ungüentarios de vidrio o joyas orientalizantes, que evidencian relaciones con pueblos tartésicos.
Como en todas las guerras, el miedo se apoderó de los habitantes del poblado, algunos de los cuales procedieron a esconder sus pertenencias más valiosas con el fin de recuperarlas en el futuro. De hecho, se han exhumado diversas joyas de oro y plata bajo el suelo de algunas casas. También se han localizado medio centenar de denarios romanos republicanos (134 a. C. al 47 a. C.), que se corresponden con la época de abandono del poblado.
A las afueras del castro, en la confluencia de la garganta de Alardo y el río Tiétar, los vetones levantaron un santuario consagrado al dios Vaélico (nombre procedente de ualio, lobo en lengua céltica), donde ofrecían aras votivas para lograr su protección. De hecho, se han hallado una veintena de nombres de oferentes y de sus familias. En la zona donde se alzaba el santuario en el siglo XII, se levantó una ermita dedicada a san Bernardo de Candeleda, santo al que se le atribuyen poderes contra la rabia, la misma enfermedad que se extendía en época vetona y provocada, quizás, por la proliferación de lobos.
El poblado de El Raso desapareció durante el periodo republicano de Roma. Sus habitantes fueron conminados a abandonarlo y a asentarse en otros lugares. Se perdió así su memoria, hasta que los arqueólogos comenzaron a excavarlo en los años setenta del siglo pasado, la tecnología ofreció la posibilidad de recuperar una imagen casi completa de su estructura y el Ayuntamiento de Candeleda decidió hacer visible la gran muralla defensiva que protegía a unos vetones que habían construido el asentamiento huyendo de las huestes de un general cartaginés.
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