Amalia Avia, la artista de moda en Madrid
La exposición antológica dedicada a la pintora en la sala Alcalá 31 se ha convertido en uno de los fenómenos culturales de la temporada
La mañana del martes pasado era oscura, fría y muy lluviosa. Era una de esas mañanas que Amalia Avia (Santa Cruz de la Zarza, Toledo, 1930-Madrid, 2011) disfrutaba paseando con su esposo, Lucio Muñoz (Madrid, 1929-1998), en busca de rincones y detalles que llamaran su atención. Una escalera, un velador, una lámpara o la frágil astilla desgajada de una puerta podían ser capturados por la cámara fotográfica que ambos solían llevar. Después del revelado, la artista decidía el destino de esas imágenes. Junto a recortes de prensa y tarjetas postales, las fotografías alimentaron una obra de alrededor de un millar de pinturas que gracias a la propia Avia están, en su mayor parte, perfectamente catalogadas.
Este mismo martes, las puertas de Alcalá 31, la sala de la Comunidad de Madrid en la que desde el 23 septiembre (hasta el 15 de enero) se exhibe una antológica de 110 pinturas, estaban abarrotadas de gente esperando entrar. Es un paisaje humano que se repite y acrecienta desde la segunda o tercera semana de la apertura. Al ser un espacio público y gratuito en el que no se entregan tiques y el aforo se calcula a ojo, es difícil dar una cifra aproximada de visitantes, por lo que sus responsables no la darán hasta tiempo después del cierre. Pero si no se puede precisar el número de visitantes, sí se puede afirmar que la de Amalia Avia se ha convertido en la exposición de la temporada. O, al menos, una de las más importantes. Esto ha ocurrido por muchas causas, en opinión de Estrella de Diego, la comisaria de la exposición: “Había necesidad de ver su obra en conjunto. A la gente le gusta porque puede identificar un paisaje urbano que le es muy próximo (Madrid) y porque es la primera vez que se ha podido documentar su proceso creativo a partir de los álbumes fotográficos cedidos por su hijo menor, Rodrigo Muñoz Avia. Salvando las distancias, es un material que nos recuerda la famosa maleta de Francis Bacon”.
Rodrigo Muñoz Avia (Madrid, 55 años), autor de una extensa obra literaria, es el menor de los cuatro hijos, todos hombres, que tuvieron Amalia Avia y Lucio Muñoz. El benjamín de la saga es también el administrador del legado artístico de sus padres. Muy unido a ambos, tal como contó en el precioso libro de memorias La casa de los pintores (Madrid, Alfaguara, 2019), él ha sido el colaborador imprescindible para la exposición comisariada por Estrella de Diego. Entre los grupos de visitantes que recorren al detalle las dos plantas del edificio, Rodrigo Muñoz se para ante la pintura con la que arranca el recorrido, Autorretrato en Salzburgo (1960). Ella (pelo corto y oscuro) está sentada cosiendo. En el dintel de la ventana está apoyado el cesto de la labor. En el fondo de la composición se amontonan viejos edificios coronados por cúpulas. “Para realizar el cuadro”, cuenta Rodrigo Muñoz Avia, “mi madre utilizó una fotografía que alguien le hizo cosiendo y para el fondo trabajó sobre dos fotografías de paisaje urbano. Ni siquiera es seguro que sean de Salzburgo, aunque mis padres, muy viajeros, habían visitado la ciudad austríaca”.
Aunque no hay un orden cronológico estricto, el paso del tiempo parcela el discurso por los recuerdos de los años de infancia y primera juventud en Santa Cruz de la Zarza, el pueblo en el que mataron a su padre al comienzo de la guerra y en el que después sufrió la muerte de dos de sus hermanos por tuberculosis. Eran tiempos de luto permanente en los que el negro solo se tamizaba durante las fiestas patronales, los desfiles o las procesiones. Avia da poca importancia a los rostros de los participantes en las escenas de calle. Se aprecia la misma ausencia de identidad individual en las procesiones de su pueblo y en las manifestaciones callejeras en París que pinta a partir de unas fotografías publicadas en el semanario Paris Match.
Francisco Calvo Serraller escribió que a Amalia Avia no le interesaba la representación de la figura humana, sino los espacios en los que el hombre deja el paso y el poso de sus huellas, como las calles, las fachadas de los edificios con ciertos toques anacrónicos, los interiores domésticos, los bodegones.
A diferencia de otros realistas de su generación, a Amalia Avia no le gustaba pintar copiando directamente del natural. En sus memorias (De puertas adentro, Taurus) dice que entiende que otros compañeros suyos lo hagan, como Antonio López, pero que no es su caso. “Soy una pintora figurativa”, escribió, “porque necesito el modelo, necesito partir de algo, necesito el tema tanto como el novelista”. Es en los rincones callejeros o en los objetos domésticos donde ella encuentra un hilo del que tirar para contar una historia.
¿Qué es lo que a ella le podía llamar la atención como para sacar la cámara? Rodrigo Muñoz Avia cree que eran pequeños detalles que a ella le sugerían un mundo particular. Es el caso de la obra que da título a la exposición y una de las pocas que no están inspiradas en Madrid: El Japón en Los Ángeles (1995). Según ha investigado la historiadora Lourdes Durán y así se recoge en el catálogo, Amalia Avia estaba en Palma en 1993. Había ido con Lucio Muñoz para preparar una exposición en la Sala Pelaires. Según paseaban se fijaron en la llamativa y exótica fachada de una tienda llamada El Japón en Los Ángeles. Había sido una tienda popurrí en la que lo mismo se vendían pilas como pequeños electrodomésticos o se cambiaban discos de vinilo.
Eran ya años en los que la pareja no dejaba de exponer y trabajar. Lucio Muñoz era un reconocido maestro internacional del informalismo. La carrera de ella, a contracorriente en todos los sentidos, tuvo siempre un gran reconocimiento por parte de sus colegas artistas y admiradores de su obra.
Al contrario de lo que les ocurrió a algunas de sus colegas contemporáneas, el matrimonio y los hijos no frenaron su vocación artística, una entrega que se conoció solo a partir de su llegada a Madrid, con 22 años. En sus memorias no hay apenas referencias a su actividad creativa. Ella cuenta en las memorias, y lo ratifica su hijo Rodrigo, que el marido fue un estímulo constante y el primer admirador de la obra de Avia. Otra cosa son las dificultades extra a las que ella se tenía que enfrentar. Aún contando con ayuda doméstica, la relación con sus hijos era muy intensa. “Cuando éramos pequeños, los niños teníamos dos habitaciones. Ella se instalaba con su caballete entre las camas de los pequeños para aprovechar el tiempo al máximo. No sé cómo hemos sobrevivido al aguarrás y los vapores de todo lo que utilizaba”, cuenta Rodrigo Muñoz entre risas.
Amalia protagonizó su primera exposición en la que fue la galería librería Fernando Fe, en 1959, en la Puerta del Sol, que tantas veces pintó. Vendió un solo cuadro. El incipiente coleccionista resultó ser el médico de su pueblo. Se vinculó después a la galería Biosca, bajo la dirección de Juana Mordó, y ahí solía vender todo lo que exponía. “Recuerdo a Juana como a una abuela”, rememora Rodrigo. “Mis padres hacían muchas reuniones en casa y siempre estaba ella, como una abuela para nosotros. Vivimos muy felices hasta la muerte de mi padre, en 1998, con 68 años. Mi madre le sobrevivió 13 años, pero ya no era la misma. Reaparecieron las depresiones que había padecido en algún momento de su vida y finalmente acabó víctima del alzhéimer”.
Babelia
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