Amalia Avia, en su mundo
Era una pintora figurativa en los tiempos de primacía de la pintura abstracta y una mujer en un mundo de hombres
La cuestión está en encontrar un mundo, descubrirlo, irlo inventando poco a poco, desde dentro, como quien se queda a vivir desde el principio en la casa que está construyendo. Que sea un mundo visual, escrito, sonoro, no es lo más importante. Lo que importa es que sea verdadero y reconocible, no porque busque satisfacer la expectativa de un cierto público, sino porque también es irremediable, porque quien lo ha inventado y lo cultiva y le va añadiendo pormenores y derivaciones con el tiempo no puede hacer otra cosa, ya que ese mundo es la emanación, hasta la sustancia misma de su identidad más secreta. Es lo más propio que uno tiene y sin embargo no es algo elegido, ni planeado. Es un tesoro que muchas veces no se sabe ni que se posee, de tan visceralmente que forma parte de uno mismo. Nadie elige su voz: tan solo puede educarla. Nadie elige tampoco su mirada. Pero a veces pasa mucho tiempo entre el hallazgo de la vocación y el descubrimiento de su mejor forma posible, de los materiales que se corresponden con ella, y también puede suceder que ese descubrimiento no llegue nunca, por falta de un azar benéfico, o por culpa de un entorno que esterilice las mejores facultades. Hay quien tiene un mundo poderoso y exclusivamente suyo y acaba aprisionado en él, víctima de su propio amaneramiento. Eso no le pasó nunca a Onetti, a Giorgio Morandi, a Thelonious Monk, exploradores inagotables de territorios muy confinados en sí mismos: pero me parece que le ha pasado, por ejemplo, a Patrick Modiano.
El mundo propio se lo va haciendo alguien contra viento y marea. La única forma de ser original, dice Stendhal, es ser uno mismo. Un uno mismo obstinado, pero a la vez humilde, y observador, porque el narcisista no ve con amor ni atención nada que esté fuera de él, y por lo tanto no recibe el alimento de lo real y el temblor de la emoción, que son la savia vigorosa del arte, “la emoción de las cosas”, en las palabras de Antonio Machado. El que vive en su mundo va a lo suyo, a su tarea, a su oficio, y le importa tanto y le ocupa tanto tiempo que no se entera de por dónde soplan en cada temporada los vientos de la ortodoxia o de la moda, que en las artes vienen a ser más o menos lo mismo.
En uno de esos espacios elocuentes de Madrid que concibió el arquitecto Antonio Palacios se puede transitar ahora por el mundo de Amalia Avia, en una exposición que tiene una doble cualidad de amplitud y de intimismo. Desde que era muy joven, casi desprendiéndose todavía de las torpezas de aprendiz —y aprendiendo a sacar jugo a las propias limitaciones—, Amalia Avia estaba ya dando forma, tonalidad, atmósfera, a un mundo que iba a ser solo suyo, y en el que iba a habitar, delimitándolo y expandiéndolo, durante el resto de su vida de pintora. Hay una simplificación de las figuras y los volúmenes, una renuncia a los colores vivos y a las prolijidades del virtuosismo. En los cuadros de fiestas y procesiones de pueblo se advierte una sombra de las celebraciones lúgubres de Gutiérrez-Solana. Pero en vez de tremendismo documental, lo que hay en esos cuadros es una melancolía anticipada, una sugestión de lejanía y recuerdo. En De puertas adentro, el libro de memorias de Amalia Avia, los pasajes tal vez más poderosos son los de la infancia, la arcadia familiar traspasada por la desgracia de la Guerra Civil, el padre asesinado, los años de silencio y pobreza, aunque también de descubrimiento sensorial del mundo.
La voz serena y cordial de las memorias cobra forma visible en los cuadros: el empeño y la dificultad del aprendizaje de la pintura en los talleres más bien artesanales del Madrid de posguerra, el gradual ir asomándose de la artista muy joven a las amplitudes de la ciudad y al mundo restringido pero estimulante de los otros pintores, casi todos tan en ciernes como ella misma, casi todos varones, en los que observa una suficiencia, un aplomo arrogante que a ella le falta, y del que no tarda mucho en darse cuenta de que es infundado. Ahora pinta la ciudad, los partidos de fútbol en descampados en las mañanas de domingo, la gente que espera un autobús, los que suben numerosos y cabizbajos las escaleras del metro, los que contemplan como en un extraño ejercicio de observación mutua a los personajes empelucados de la familia de Carlos IV en el Prado, o los que van pensando en sus cosas por la calle, en un tiempo siempre de nublado invernal, figuras solitarias en un ensimismamiento como de Edward Hopper, un Hopper de las tabernas y las aceras de Madrid. Amalia Avia era una pintora figurativa en los tiempos de primacía de la pintura abstracta y una mujer en un mundo de hombres. Pero incluso en el grupo de artistas, pintores y escultores en el que se la incluía bajo la etiqueta del realismo tampoco cuadraba. La meticulosa fidelidad a lo visible, el virtuosismo técnico de Antonio López o de Julio López Hernández no tenían mucho que ver con ella. Sus cuadros de paisajes urbanos y de interiores domésticos se fueron despoblando con los años, de modo que parecía que pintaba zaguanes o comedores recién abandonados por fantasmas, y su forma de pintar se hizo menos ilusionista, más cercana a lo táctil, a la forma y a la materia misma de las cosas que representaba. El óleo espeso y sombrío sobre tabla a lo que más se parecía era a esas superficies de los postigos de madera castigada de las tiendas y los talleres en quiebra que pintaba: lo áspero, lo descolorido por la intemperie, lo cuarteado por el tiempo, lo arañado por garabatos y monigotes que nos recuerdan las fotos en primer plano que hacía Brassaï de los grafitis de las paredes pobres de París.
La primera vez que viví en Madrid fue en el invierno franquista de 1974. Recuerdo esas tiendas cerradas, esos muros gangrenados de humedad y oscurecidos por el hollín del tráfico, esos cielos tan grises como los edificios y como los uniformes y las furgonetas de la policía. Ahora sé que también habitaba sin saberlo el mundo de Amalia Avia.
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