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Columna
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Vidas ocultas

‘Vidas provisionales’, de la escritora rumana Gabriela Adamesteanu, es una novela de ambición abarcadora a la antigua y de escritura y composición entrecortadas

Retrato de la autora rumana Gabriela Adameşteanu.
Retrato de la autora rumana Gabriela Adameşteanu.editorial acantilado
Antonio Muñoz Molina

Dos amantes se encuentran cada cierto tiempo en una habitación prestada, en un barrio apartado y anónimo, a media mañana o a media tarde, en los horarios forzosos de sus vidas clandestinas, más secretas todavía porque han de esconderse del espionaje chismoso de los otros y además de la omnisciencia de un estado policial. La habitación es sórdida, las sábanas ajenas están sucias, las colillas desbordan el cenicero, a veces el agua está cortada en el cuarto de baño, la ventana da a una especie de descampado en el que hay zanjas de obras y una laguna de color sospechoso: pero durante unas horas la pasión amorosa cancela hasta cierto punto el mundo exterior, su intemperie, su amenaza. El lugar y el tiempo en que sucede la historia son al principio tan borrosos como el paisaje de extrarradio que se ve por los cristales sucios de la ventana, con sus cierres mal ajustados por los que se cuela el frío. La ciudad es Bucarest, el tiempo más o menos los años setenta, en esa fase de estancamiento político y vital de una dictadura que lleva existiendo muchos años y a la que nadie le vislumbra un final. El tiempo salta a veces hacia el porvenir de los años noventa, y entonces ese presente de los dos amantes se ha convertido en recuerdo lejano, teñido de una mezcla desigual de añoranza y amargura. Y otras veces el tiempo retrocede, más allá del nacimiento de los amantes que ahora rondan los treinta años, para mostrarnos el origen del que vienen y que los dos ignoran en gran medida, los años de tiranía y crueldad padecidos por un pobre país que tiene la mala fortuna de encontrarse situado, como en una falla geológica, entre la brutalidad nazi y la brutalidad soviética, y que además ya poseía dentro de sí sus propias simientes de fanatismo ideológico y barbarie política.

A veces la biografía de las personas tiene una correspondencia decisiva con las circunstancias históricas: eso les permite experimentar en primera persona las grandes mutaciones de un devenir colectivo. Como Letitia y Sorin, los dos amantes que protagonizan Vidas provisionales, la autora de la novela, Gabriela Adamesteanu, nació muy tarde para tener recuerdos de los años de crudo salvajismo de la II Guerra Mundial en Rumanía, pero fue niña en los últimos años de la era de Stalin, y se hizo adulta y encontró su vocación y tuvo que abrirse paso en la vida durante la dictadura de Nicolae Ceaucescu. Una buena atalaya generacional puede ser un privilegio para un novelista, porque le permite alimentar su imaginación con el espectáculo impagable de los cambios de época: ha vivido el aburrimiento abrumador de un tiempo que parece inmóvil; de pronto lo inesperado irrumpe y las cosas cambian vertiginosamente de la noche a la mañana, y el pasado inmediato se queda muy lejos y cae en el olvido, por la impaciencia de los cambios, por la mutación aprovechada de muchos de los antiguos burócratas y verdugos en protagonistas de la nueva era.

A veces la biografía de las personas tiene una correspondencia decisiva con las mutaciones del devenir colectivo

La corriente mutua del deseo que los ha traído a esa habitación no borra las diferencias hondas entre los dos amantes, los indicios de discordia futura que el fervor no permite ver, o prefiere eludir. El mundo exterior no puede ser cancelado como ellos quisieran. Entran y salen por separado, para evitar espías y murmuraciones. En el organismo administrativo en el que los dos trabajan como funcionarios de baja categoría procuran mantenerse alejados el uno del otro. Delante de ese edificio de arquitectura totalitaria hay una estatua gigante de Lenin. El miedo constante, la vigilancia, la sospecha, la mentira, la delación, suceden bajo la inmensidad entontecedora del tedio. La pasión sexual es un respiro vivificador pero insuficiente, y va siendo gastada, como la vida entera, por la doble maquinaria tosca e incesante de la opresión y del sometimiento. Los amantes se esconden en la habitación precaria, se entregan , respiran el aire espeso de tabaco, de sexo y de falta de higiene; a veces hasta bailan siguiendo las canciones americanas o francesas que suenan detrás de la pared; se cuentan cosas al oído. Pero lo que se cuentan es mucho menos de lo que no llegan a decirse, porque la sospecha infecta hasta lo más íntimo de la vida, y lo que saben de sí mismos, o cada uno del otro, es muy poco por comparación con todo lo que no saben, el pasado que pesa sobre ellos aunque lo desconozcan, toda la información contenida en expedientes policiales que en cualquier momento puede empujarlos a la ignominia o a la cárcel.

Vidas provisionales es una novela de ambición abarcadora a la antigua y de escritura y composición entrecortadas, de saltos en el tiempo, de puntos de vista cambiantes, de voces y presencias que se enredan a lo largo de las generaciones, entre el final de los años treinta y los primeros noventa. La traducción de María Ochoa de Eride suena expresiva y fluida, deslenguada en los momentos de franqueza sexual femenina. El narrador omnisciente, tan denostado entre nosotros, se muestra en la novela en toda su gloriosa capacidad de contarlo todo, saltando tiempos, lugares, conciencias, descubriendo lo más escondido, desplegando panoramas de gran amplitud y concentrándose en esos detalles mínimos y reveladores de lo cotidiano que son la especialidad del arte de la novela. Pero entre todas las voces, las miradas, muchas de ellas memorables, las que prevalecen son las de Letitia Branea, esa mujer al mismo tiempo desvergonzada y tímida que durante años sigue acudiendo a las citas clandestinas con un impulso de vivir no amortiguado por el desengaño, y que al volver cada noche al ingrato domicilio conyugal escribe en un cuaderno para no olvidarse de lo que ha vivido en esas horas candentes, para cumplir su vocación de dar una forma narrativa a lo confuso y lo incierto de la experiencia. Nada más escribir esconde de nuevo el cuaderno debajo del colchón, con el mismo impulso de supervivencia a través del secreto que rige su vida entera, y que le ayuda a salvar su propia integridad en medio de la corrupción universal de un sistema político sostenido sobre el envilecimiento de cada uno de sus mandatarios y cada uno de sus súbditos. En Vidas provisionales hay visiones rápidas, flashes terribles de interrogatorios y torturas: pero su intuición fundamental es la del deterioro espiritual irreparable no de las víctimas señaladas sino del común de las personas, los acomodados, los sometidos sin queja, la carcoma incesante de la conciencia bajo la tiranía.

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