Una novia compartida con Arturo Pérez-Reverte y El Hombre Enmascarado
La fijación adolescente por el personaje de tebeo Diana Palmer invita a reflexionar sobre el amor romántico y sus peligros
He descubierto que comparto un viejo amor con Arturo Pérez-Reverte. Tener la misma novia que Arturo parecería un deporte de riesgo, pero en este baile somos tres, e incluso él lo tiene difícil con la pareja oficial de la chica: el valiente luchador contra el mal llamado The Phantom, El Fantasma y que aquí conocimos como El Hombre Enmascarado, un tipo con aspecto de superhéroe que lleva antifaz, dos pistolas y un anillo con calavera para marcar a los villanos de por vida con un puñetazo en la mandíbula. Aparentemente inmortal (que ya es competencia), El Hombre Enmascarado se dedica a pelear contra el crimen desde su cubil secreto en una cueva donde se encuentra su Trono de la Calavera y acompañado de un jefe pigmeo, Guran, un perro lobo, Diablo, y un caballo blanco, Héroe. Es normal que Diana Palmer, que es el nombre de su novia (y luego esposa) le prefiera a mí (Arturo ya sabrá él), pero eso no quita que yo siga enamorado de ella, como suele sucedernos en buena medida con nuestro primer amor. En este caso amor de tebeo, pues Diana Palmer llegó en las viñetas de El Hombre Enmascarado para causar esa desazón indefinible e indescifrable que es el rasgo del enamoramiento primerizo (y en realidad, si bien se piensa, de todos los demás).
La conocí a Diana allá por principios de los años setenta en uno de los álbumes de aventuras de su novio que publicaba Edidólar en su Biblioteca Eterna, en la colección de Héroes Modernos (hoy está todo en Dolmen-Sin Fronteras). Eran unos cuadernos de formato horizontal que llevaban en la portada una desconcertante foto del Apolo de Belvedere junto a la frase “grandes maestros de la literatura gráfica”. Yo coleccionaba los de El Hombre Enmascarado (creado en 1936 por el guionista Lee Falk y el dibujante Ray Moore) porque mi hermano mayor se había quedado con los de Flash Gordon (y de paso con Dale Arden). A mí, inicialmente me gustaba más Flash y todo el lío en Mongo, y lo de los Skorpi, pero al ser el segundón en la familia me tuve que contentar con el héroe de imposibles mallas lilas o rojas (aunque yo lo leía en blanco y negro) con un extravagante calzón de rayas superpuesto. En fin, con El Hombre Enmascarado no viajabas a otros planetas, pero descubrías exóticos paisajes selváticos de África en formato muy distinto que con los misioneros y el Domund. Fue en una de las historias del personaje donde conocí a Diana Palmer, y mi vida ya no volvió a ser la misma.
En la aventura, dibujada por Sy Barry (hermano pequeño de Dan Barry, el de Flash, precisamente), que es mi artista favorito de El Hombre Enmascarado, al que dibujó de 1961 a 1994, Diana Palmer era una enfermera occidental en un poblado africano que competía con el brujo local. Este, cabreado con la rival, la engañaba haciéndole creer que el ídolo cornudo de la tribu era un blanco para tiro al arco y Diana le disparaba una flecha causando el natural follón. La presencia de El Hombre Enmascarado, asimismo conocido como “el duende que camina”, impedía que la mataran por el sacrilegio, aunque la sometían a una ordalía consistente en agarrar unos hierros al rojo vivo. El brujo lo hacía sin quemarse utilizando unas hojas ignífugas disimuladamente en la palma de la mano, pero ella también lo conseguía al revelarle la trampa el héroe. Luego he visto que hay muchas versiones del primer encuentro entre los dos personajes, pero el mío con Diana fue ese. Me enamoré rendidamente de la chica morena (una de las pocas excepciones de las rubias en mi vida), tan guapa y valiente, y que llevaba una camisa blanca abierta hasta donde despuntaba mi imaginación.
Según la biografía oficial, mi —bueno, vale, nuestra— Diana Palmer es estadounidense, originaria de una familia bien de Watertown y conoció a El Hombre Enmascarado, en el mundo Kit Walker, cuando ambos eran niños y él la salvó de una pantera que había escapado de un zoo: lo dicho, competencia desleal. Luego no volvieron a verse en muchos años porque él tuvo que ir a hacerse cargo de los negocios de su padre (asesinado por la hermandad pirata de los Singh), que no eran otros que encarnar a El Hombre Enmascarado, en realidad una sucesión secreta de padres e hijos, generación tras generación, que da la impresión de que el personaje es inmortal. Kit Walker es el 21ª de la estirpe y, tras pronunciar el Juramento de la Calavera (“juro dedicar mi vida a la destrucción de la piratería y la injusticia, todos mis descendientes harán lo mismo”), asume la identidad y los atributos, incluidas las mallas, de sus antepasados. Diana Palmer vuelve a encontrarse a Kit cuando ambos son adultos y ella una joven de aúpa, piloto, exploradora, enfermera, récord mundial de buceo, cinturón negro de karate y con puesto de trabajo fijo de funcionaria de la ONU. Vamos un partidazo. Tras diversas peripecias, en 1977 se casan (vaya en mi descargo que no lo estaban cuando la conocí) en una ceremonia en la jungla a la que asisten los pigmeos, el presidente de Bangalla, y hasta Mandrake el Mago (también creación de Lee Falk).
Cuál no sería mi sorpresa al ver aparecer el nombre de mi viejo amor en la última novela de Pérez-Reverte, Revolución (Alfaguara, 2022). En el libro, Diana Palmer es una valiente y resuelta (y atractiva) periodista estadounidense que coincide con el protagonista de la historia durante la revolución mexicana. Pero Arturo me explicó que había bautizado así al personaje como homenaje personal a la Diana Palmer del cómic, de la que es gran fan. No era cuestión de que nos peleásemos por la chica de El Hombre Enmascarado, pero he de confesar que sentí un pinchazo de celos. Mira que hay heroínas en el mundo. También es verdad que a Sigrid la tenía copada Javier Marías.
Lo de Diana Palmer me ha coincidido, lo que hay que ver, con que he encontrado por fin, tras haberlas perdido durante tres años, las notas de la entrevista hasta hoy inédita que le hice en 2019 al psicólogo clínico y escritor de novelas de misterio Frank Tallis, autor de El romántico incurable (Ático de los Libros, 2019). Las perdí probablemente en un lapsus freudiano por la dificultad de asumir su opinión profesional de que el amor romántico es prácticamente una enfermedad mental. Según el estudioso, los sentimientos románticos no se corresponden con la realidad y “no hay románticos felices”. El libro de Tallis está lleno de cosas tan interesantes como la consideración de que todos deseamos que nuestros padres se quieran pero no demasiado, que la terapia de pareja se desarrolló en el Tercer Reich, que sólo en el 46 % de las culturas humanas se da el beso con lengua (en cambio en los chimpancés bonobos sí), que las mujeres del XVI se colocaban manzanas peladas en las axilas para impregnarlas con su olor y regalarlas luego a sus amantes, o que, visto el porcentaje de asesinatos de parejas, una mujer está estadísticamente más segura al meterse en la cama con un desconocido que con alguien a quien conoce.
Pero lo que me fascinó dolorosamente fue la forma en que el autor despiezaba el amor romántico, que considera basado en un malentendido, pues, dice, ¿cómo va a estar a la altura del amor perfecto un ser humano imperfecto? El amor romántico, apuntilla Tallis, es un estado mental muy problemático que te hace vulnerable, exige cosas imposibles y pronto se desmorona; ser un romántico es en la mayor parte de los casos, recalca, “una experiencia desventurada y delirante”, que acarrea “consecuencias catastróficas”. Tallis, que vio de qué pie cojeaba yo (y eso que no le hablé de Diana Palmer, ni de ninguna otra), me advirtió contra las ilusiones románticas en una entrevista que casi fue una sesión y en la que sólo faltó que me tumbara en el sillón, lo que hubiera parecido raro en el bar del Hotel Alma donde quedamos. “La naturaleza del amor es cambiante y las expectativas de pasión para siempre por fuerza han de quedar decepcionadas y provocar infelicidad”, me señaló.
Contra lo que pudiera parecer, vistos los casos de Emma Bovary o Anna Karenina, según su experiencia clínica los hombres experimentan más intensamente el amor romántico que las mujeres y pierden más el sentido de lo práctico (y del ridículo). Al preguntarle qué considera mejor como terapeuta, haber tenido un amor romántico o no, me dijo que un pequeño romance está bien sobre todo si lo haces evolucionar hacia algo más sólido, pero si tratas de vivir el amor como muestran las novelas, obras de teatro y películas lo que te espera es infelicidad a espuertas. El romanticismo, señaló, es una confusión entre lo espiritual y lo sexual, una creencia en mitos como la belleza eterna, una celebración de lo tormentoso y destructivo. Para que la relación sentimental funcione, concluyó, hay que ser realistas, aferrarse a lo sólido, lo consistente y lo estable, aunque pueda parecer aburrido.
Ha sido oportunísimo recuperar el libro y la conversación con Tallis. Pertrechado con todo ello y buenos consejos voy a ir a ver a Arturo Pérez-Reverte y a El Hombre Enmascarado. A ver si recapacitan, se apartan y así se me despeja el camino al indómito, hermoso y resplandeciente corazón de Diana Palmer, esa chica inolvidable.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.