‘Ok, doomer’: por qué la ficción se ha resignado frente al colapso climático
Mientras el ensayo urge a la acción transformadora, la literatura, las series y el cine se estancan en la parálisis y el duelo apocalíptico
“¿Por qué no dejamos de fingir?”. Desde que Jonathan Franzen publicó un ensayo en The New Yorker bajo ese título en 2019, el escritor no deja de repetir que frente al cambio climático poco más queda que resignarse y contemplar el colapso. “Puedes seguir esperando que la catástrofe se pueda prevenir y sentirte cada vez más frustrado o enfurecido por la inacción del mundo. O puedes aceptar que se avecina un desastre y comenzar a repensar lo que significa tener esperanza”, escribió entonces. Y aunque en su última novela, Encrucijadas (editada por Salamandra en castellano y por Empúries en catalán en 2021), ha preferido centrarse en la vida de una familia corriente, el autor que ya mostró su apatía frente a la superpoblación en Libertad (2010) se ha convertido en el rostro literario del fatalismo nihilista cada vez que le ponen un micro delante.
De poco sirve que ensayistas como Rebecca Solnit contraataquen afirmando que “el hastío climático es un privilegio” y que “aquellos que sufren inundaciones e incendios no pueden permitirse perder la esperanza”; Franzen, a sus 62 años, sigue en sus trece: “Estamos viviendo en los últimos tiempos de la civilización tal como la conocemos. Hace mucho que hemos superado el punto de evitar una catástrofe climática”, dijo en abril en una entrevista de radio en Australia.
Unas declaraciones por las que los ambientólogos le acusan de ser otro “millonario blanco doomer” (anglicismo para referirse a un apocalíptico resignado; en internet se ha popularizado como respuesta a esa actitud catastrofista el meme “ok, doomer”). “Las únicas personas que caen en esa trampa son los blancos ricos que piensan que no se salvarán hasta que todos y todo lo demás desaparezca”, dijo Brynn O’Brien, director del centro de investigación Australiasan Centre for Corporate Responsibility frente a sus declaraciones, reprendiéndole “una posición acientífica, moralmente descuidada en el mejor de los casos y políticamente ciega”. Ya lo recogía Mark Fisher no hace tanto en Realismo capitalista: en esta era de neoliberalismo salvaje, para algunos, es mucho más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
La novela de la parálisis
¿Es Franzen el más derrotista frente a la crisis climática? No, si contamos a las heroínas literarias de Sally Rooney. La autora alérgica a la exposición mediática pese al seísmo de ventas e interés que genera, la misma que carga con la mochila de haberse convertido en “la voz de esta generación” tras tres novelas y varias adaptaciones televisivas de sus ficciones, es una especialista en insuflar hastío a sus protagonistas frente a un mundo en descomposición. Mujeres que se disocian de la realidad para tratar de sentir algo mientras ignoran su culpa por habitar un planeta moribundo sin mover un dedo para cambiarlo.
“Resulta vulgar, decadente e incluso epistemológicamente violento invertir energía en las trivialidades del sexo y la amistad cuando la civilización humana se aboca al colapso. Pero, al mismo tiempo, eso es lo que hago todos los días”, escribe en un correo Eileen, una de las protagonistas en su última novela, Dónde estás mundo bello (editada en castellano por Random House y en catalán por Periscopi), de la que solo en Reino Unido se vendieron casi 50.000 ejemplares en el primer fin de semana de su publicación en 2021.
Esas treintañeras a la deriva de la irlandesa no son las únicas resignadas frente al fin del mundo. En Clima (Libros del Asteroide, 2020), la tercera y última novela de Jenny Offill, su protagonista, Lizzie, es una bibliotecaria de Brooklyn cuya monótona existencia pega un vuelco cuando comienza a trabajar como asistente para una podcaster de éxito por su información sobre el cambio climático. Y aunque teme convertirse en “otra de esas chifladas apocalípticas”, no dudará en ir memorizando toda la información posible en caso de colapso: como aprender que se puede sobrevivir tres horas sin un refugio adecuado en condiciones muy duras, tres días sin agua y tres meses sin esperanza. Todas asumiendo su derrota, inertes frente a esa profecía prácticamente autocumplida.
La ficción literaria se mueve entre el egoísmo culpable, la repentina autoconciencia de la fragilidad de nuestra existencia y el seductor zumbido de la extinción: ahí está Ian McEwan satirizando la cobardía institucional frente a la emergencia en Solar (Anagrama, 2010); Margaret Atwood apuntando hacia la autodestrucción y el análisis del poscolapso en su trilogía MaddAddam, y el monólogo con tintes depresivos de 1.200 páginas de Lucy Ellmann sobre esa ama de casa frustrada de Patos, Newburyport (Automática, 2022). Finalista del Booker en 2019, su protagonista se autoconvence de que “las personas de hoy debemos ser las personas más tristes de la historia, porque sabemos que lo hemos arruinado todo”.
Sumidos en el duelo climático
¿Por qué esas novelas que tanto resuenan entre crítica y público apuntan casi siempre al desconsuelo climático? Hace casi 20 años, en 2005, el naturalista Robert Macfarlane preguntó en un influyente ensayo en The Guardian: “¿Dónde está la literatura sobre el cambio climático? ¿Dónde están las novelas, las obras de teatro, los poemas, las canciones, los libretos de esta enorme ansiedad contemporánea?”. La respuesta ha sido una sobredosis, casi literal, de esa ansia existencial frente a la emergencia.
Mientras ensayistas como la propia Solnit urgen a la acción inmediata y arremangarnos aquí y ahora, la ficción está paralizada frente al derrumbe apocalíptico. Ya sea en series de televisión (El colapso, Apagón), como en películas (No mires arriba o prácticamente casi todas las cintas de las dos últimas décadas de Roland Emmerich), la sensación de no futuro y la autodestrucción del planeta se ha convertido en una constante en la ficción contemporánea.
¿Y la comedia?
Más allá del nuevo animismo sobre los derechos de la naturaleza de autores como Irene Solà con Canto jo i la muntanya balla (Anagrama, 2019) o Richard Powers, que con El clamor de los bosques (ADN, 2019) se llevó el Pulitzer, existe un rincón bastante tímido para las tramas movilizadoras. Ahí están algunos de los cuentos que conformaron Estío, los 11 relatos sobre ficción climática que editó Episkaia en 2018, o novelas que exploran los movimientos de justicia climática a lo Extinction Rebellion como Venomous Lumpsucker, de Ned Bauman, todavía sin traducción al castellano.
Frente a este panorama, ¿no hay espacio para el optimismo y la transformación como sí se está dando en el ensayo? No lo parece. “El problema es el énfasis a los cambios repentinos y catastróficos; todavía estamos enganchados a la trama del diluvio, cuando, de hecho, el cambio climático es demasiado lento para nuestros cortos períodos de atención. Esta es la tarea de la ficción climática: traer ese lento ritmo de cambio a nuestra conciencia”, apunta el crítico literario Martin Puchner.
Para este profesor de literatura inglesa en la Universidad de Harvard y autor de Literature for a changing planet (Literatura para un planeta cambiante, Princeton University Press, 2022) o El poder de las historias (Crítica, 2019), que desde Harvard ha premiado este mismo año en un concurso a una ficción climática en forma de comedia, se necesitan explorar nuevos caminos literarios “no porque el cambio climático sea gracioso, sino porque puede ser un poderoso vehículo para escribir sobre la vida cotidiana, hábitos e imperfecciones”.
Fascinado por lo que hizo Richard Powers con El clamor de los bosques (”su ficción climática está profundamente informada por la ciencia”), Puchner apuesta por una tercera vía que aúne el conocimiento científico con historias transformadoras: “Necesitamos una nueva combinación de ficción y no ficción, ciencia del clima e imaginación”, cuenta. Tramas que salgan de ese manido lamento apocalíptico y ante las que, como tanto se bromea en internet, solo se puede responder con un incisivo “Ok, doomer”.
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