El truco barato de los libros sin pretensiones
Juzgar una obra en función de lo que pretende su autor es como juzgar moralmente a alguien en función de los supuestos valores de su tiempo
Toda estética es una antigua ética, de acuerdo. Pero la eterna tensión entre arte y moral siempre suele abordarse por el lado grave: ¿qué hacemos con los genios infames? Hay sin embargo un lado leve en el que confluyen, y cada vez más, los juicios sobre el comportamiento y sobre la creación. La idea de que no debemos juzgar actos del pasado (por ejemplo, un auto de fe) con parámetros éticos actuales sino con los “de su tiempo” tiene su correlato estético: debemos evaluar una obra en función de las pretensiones de su autor (por ejemplo, una novela de género). No hay que exigirle más.
Ambas ideas son erróneas. La primera por falsa; la segunda, porque es un truco para evitar la crítica. La primera es falsa porque el progreso moral se produce justamente gracias a que alguien se salta los parámetros “de su tiempo”. La esclavitud, el colonialismo, el racismo, el machismo y la homofobia han sido y son de su tiempo, es decir, productos de ciertas sociedades con ciertas mentalidades. ¿Es eso un atenuante? Podríamos concederle ese beneficio si no hubiera habido en “su tiempo” personas que se rebelaron contra ellos. Si una mente humana en un momento concreto concluye que algo va mal en lo que piensa la mayoría, cualquier otra mente humana puede llegar a la misma conclusión. Si Bartolomé de las Casas pensó que los pueblos originarios de América tenían derechos, su coetáneo y rival Ginés de Sepúlveda, con formación muy parecida a la suya, podía haber pensado algo similar. Defender que solo uno de los dos era de su tiempo parece una coartada ideológica para justificar el presente, no una razón para entender el pasado.
En el terreno artístico, la coartada son las pretensiones del autor. En ese caso, para orientar (o teledirigir) la interpretación y, sobre todo, el juicio. De hecho, el mecanismo es más bien el contrario del que se cree: toda obra genera sus pretensiones, no al revés. Jorge Wagensberg decía que lo demasiado previsible produce aburrimiento y lo demasiado imprevisible, frustración: por eso es difícil ganarse a un niño con una nana dodecafónica. Por supuesto que eso que llamamos literatura o cine de género puede producir obras maestras, pero la propia etiqueta supone una convención, eso tan unido a lo convencional y que el diccionario describe como “norma o práctica admitida tácitamente”, algo que “responde a precedentes o a la costumbre”.
Admitido, precedente y costumbre son tres términos que pocos artistas y escritores asocian a su trabajo. Acogerse a ellos es saltar con red. Ninguna gran obra deja el código en que fue creada igual que lo encontró. Tal vez sea la gran diferencia entre arte y entretenimiento. Todos nos aburrimos, todos necesitamos desconectar. También cantamos nanas para dormir a los niños, pero no juzgaríamos la belleza de una canción por sus virtudes como somnífero. ¿Que una novela consigue lo que pretende? Pues que pretenda más. O que se resigne a ser juzgado como libro sin pretensiones. Y sin consecuencias.
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