Lecciones de la Escuela de Fráncfort
El dinero público ya ha contribuido a que la presencia española en la feria del libro haya sido un éxito. Es el turno del talento y el dinero privados
A tiro de piedra de la feria del libro más grande del mundo se levanta el sobrio edificio de una de las instituciones más influyentes de la filosofía contemporánea: el Instituto de Investigaciones Sociales, también conocido como Escuela de Fráncfort. Allí habló el jueves pasado Marina Garcés en un ciclo, Pensamiento democrático, organizado por el Instituto Cervantes dentro del programa de España como país invitado de honor a la feria.
Dado el contexto germano y ferial y dado su interés por autores como Adorno o Benjamin, era imposible, a la altura del número 26 de la Senckenberganlage, no recordar a Rafael Sánchez Ferlosio. El autor de El alma y la vergüenza publicó el día de Santiago de 1998 el artículo ‘Cultura ¿para qué?’. En aquella ocasión, y al hilo del anuncio por parte del Ministerio de Cultura (liderado entonces por Esperanza Aguirre) de las ayudas a la traducción de autores españoles en el extranjero, Ferlosio se preguntaba si no tendría más sentido que el Gobierno se preocupara antes de ampliar la cultura de sus ciudadanos que la de los alemanes, franceses o italianos. ¿Cómo? Traduciendo libros de lenguas que ignoran en lugar de exportar aquellos que ya pueden leer.
Ferlosio era refractario a todo nacionalismo, incluidos el banal, el blando y el diplomático-cultural, pero en el mismo artículo recordaba con ironía un tratado sobre el arte de tocar las castañuelas en cuyo prólogo se lee: no hace ninguna falta tocarlas, pero puestos a ello, es preferible hacerlo bien. Visto el despliegue de Fráncfort, hay que decir que España tocó bien. De hecho, el programa fue un ejemplo de representatividad y equilibrio entre lenguas y egos, generaciones y géneros. También literarios: poesía, ensayo, teatro, cómic, infantil, juvenil y, por supuesto, novela en todas sus variantes, de la fantasía al realismo y de la crónica familiar a eso que el periodista Eduardo Blanco, de la agencia Europa Press, ha bautizado certeramente como “prosa castigada”.
Bastaba, además, cruzar el río y acercarse a la estupenda librería del Städel Museum ―donde se prepara la exposición de Guido Reni que en marzo llegará al Prado― para ver la mesa de novedades llena de obras de Irene Vallejo, Sara Mesa, Elena Medel, Sergio del Molino, Milena Busquets, Javier Marías o Rafael Chirbes. Muchas de ellas llevan el sello de la Acción Cultural Española y se han beneficiado de los tres millones de euros gastados durante los últimos tres años en traducir 450 obras. Los editores extranjeros suelen decir que el país invitado de un octubre pasa el siguiente en el purgatorio. Ese será el momento del balance, en la feria y en las librerías. Hay quien pide que el esfuerzo público se mantenga. Tal vez sea mucho pedir en un país que solo lleva a sus bibliotecas el 20% de los libros que produce. En Alemania ronda el 80%. Tal vez sea la hora no de lo público sino del público. Leer es un ejercicio privado y una feria es una feria, es decir ―con permiso de la “teoría crítica” de la Escuela de Fráncfort―, un mercado.
Babelia
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