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Café Perec
Columna
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Martín-Santos

Si uno sigue la línea que marcó el escritor con sus títulos, descubre que hemos entrado ahora en el ‘Tiempo de suspense’

Psicosis
Janet Leigh, en la secuencia de la ducha de 'Psicosis', de Alfred Hitchcock.
Enrique Vila-Matas

—¿A qué te dedicas? ¿Te diviertes? Y perdona si te interrumpo.

Estaba en casa, esperando la ceremonia de despedida de Piqué que, por ser previsible, era toda una promesa de tedio. Y no me dedicaba a nada, aunque a veces, y eso aún era peor, daba vueltas alrededor del pésimo estado general del mundo de hoy.

Y en eso, por teléfono, me llegaron de pronto desde San Sebastián esas preguntas de una amiga de toda la vida. ¿A qué me dedicaba? Le oculté que no estaba haciendo nada y conté que, horas antes, me había dedicado con paciencia a buscar, en un documental visto años atrás, unas palabras de Hitchcock muy festivas y, sobre todo, de una vanidad suprema. Había acabado encontrándolas. Eran de 1960, de cuando a Hitchcock le pidieron que explicara el éxito mundial de Psicosis. Debía su suerte, dijo, a que en Hollywood nadie entendía qué realmente era el cine, porque allí andaban ensimismados con los diálogos, que creían que eran el eje principal de los filmes. De modo, concluía Hitchcock, que me dejaron libre todo el campo del suspense, todo entero.

Ávida de discusión, mi amiga dijo que esas vanidosas palabras eran brillantes, pero que le parecía que el tiempo había demostrado que contenían una fibra tóxica, localizable en el desdén de Hitchcock por los diálogos y en su exigencia de que el cine perdiera el lastre de lo literario. Según ella, perderlo había traído funestas consecuencias. Porque las obras maestras del suspense habían ido siendo sustituidas —hoy es más visible que nunca— por un suspense tosco, de baja estofa, acorde con el tiempo en que vivimos: películas de diálogos tan funcionales como rasos y estúpidos, intercalados en sucesivas y sistemáticas escenas de terror y violencia.

Ya ves, dijo, siempre hay un elemento tóxico en todo, también en la genialidad y en la vanidad. Y pensé que podía estar en lo cierto y que la prueba era que el cine de ahora encajaba como un guante con este tiempo de suspense en el que nos hallamos.

De hecho, me dije, si uno sigue la línea que marcara Luis Martín-Santos con sus títulos —Tiempo de silencio, Tiempo de destrucción—, descubre que hemos entrado ahora en Tiempo de suspense, como lo demuestra el relato permanente de las mil y una amenazas de catástrofes con las que logran atenazarnos a diario. Y pensé: este es un tiempo taimado y vivamente iletrado, cargado de un suspense degenerado y siniestro, porque sigue siendo suspense —con su demora o suspensión de las acciones atroces— pero nos bombardea con una constante anticipación de catástrofes de todos los géneros. Se lo comenté a mi amiga y creo que hasta le contagié mi horror. Y encima sin divertirnos, dijo ella de pronto. Y me acordé de Martín-Santos, al que le habían preguntado un día a qué se dedicaba y respondió: “A modificar la realidad española (y divertirme)”.

Sostienen algunos que, de no ser por su accidente en 1964, habría podido abrir una vivificante vía nueva —tan cervantina como joyceana y barojiana— en la narrativa española que siguió a su muerte.

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