Luis Landero en cinco lecturas
De ‘Juegos de la edad tardía’ a ‘Una historia ridícula’, en 33 años el nuevo el Premio Nacional de las Letras ha creado un puñado de libros irrefutables
La trayectoria de novelista de Luis Landero queda enmarcada entre premios institucionales como el Nacional de Narrativa y el de la crítica, allá por 1990, y este Nacional de las Letras que acaba de recibir. 32 años es una magnitud temporal más que suficiente para aquilatar el valor de un escritor. No era uno de los nuevos talentos de la democracia, porque esa promoción llevaba ya diez años de carretera, pero sí una especie de inesperada fulguración cuando la nómina estaba bastante completa. Su primera novela, Juegos de la edad tardía, ni siquiera aparecía ataviada con las galas externas de una posmodernidad entonces obligatoria, pero en su deuda con la mirada compasivamente irónica de Cervantes había un juego con la verdad y la apariencia que se asemejaba mucho a las especulaciones ontológicas posmodernas, aunque Landero huía en dirección contraria a la del aburrimiento.
Sus héroes son un hatajo de infelices, unos seres desdichados roídos por el tedio que parecen haber sido despedidos en una reducción de plantilla de la vida. Se indultan a sí mismos a través de unas quimeras que no tienen la menor posibilidad de cumplirse. Extraigo del anaquel algunos de los libros que los contienen, vuelvo a abrirlos, disfruto de esta y aquella página y propongo experimentarlos al lector que tenga la suerte de no conocerlos aún.
Juegos de la edad tardía (1989)
La novela que adscribió a Landero, con razón, a la cofradía de los escritores cervantinos. En esta historia provincial, Gregorio Olías, el protagonista, se ha extraviado en el bosque de sus propias quimeras pero solo puede darles cuerpo cuando las llamadas de un compañero de trabajo, Gil, le empujan a inventarse una personalidad postiza, Faroni. La impostura, que solo aspiraba a hacer del mundo un lugar más habitable, va invadiendo su día a día hasta empañar la frontera entre la fantasía y la realidad. Pero, aparte de la absorbente trama quijotesca, urdida con precisión y ritmo indesmayable, el libro fue un rotundo mentís a la prosa light que predominó en la década de los ochenta.
El guitarrista (2002)
Narrada en primera persona, esta novela hunde las manos en la biografía de Landero —“los mimbres son reales, aunque el cesto no lo sea”, aclaró— y se acoge al esquema de la novela picaresca y de educación. El narrador, Emilio, refiere su paso de la juventud a la madurez, sus variados oficios y afanes y la galería de personajes que determinan su camino hasta convertirse en escritor. Pero Emilio no es un trasunto del autor, aunque su aprendizaje de la decepción sí es suyo, como suyo es saber que hay que elegir asumiendo el riesgo del error y que a las asechanzas de la realidad no hay que alimentarlas con los miedos de la imaginación.
Retrato de un hombre inmaduro (2009)
Nuevo giro de tuerca: Landero dinamita la trama convencional para presentar el discurso oral de un hombre hospitalizado que revisa sin orden ni concierto su existencia tras descubrir, barruntando la muerte, que el montón de anécdotas en que se resume su historia vital carecen de ilación y de interés para nadie. Su filosofía antiorteguiana (“A la mierda el yo y sus circunstancias”) participa del humor y la amargura que se concilian en este artefacto cómico y trágico.
El balcón en invierno (2014)
“No más novelas. Septiembre de 2013″ se titula el primer capítulo de esta indagación en la memoria que busca averiguar qué hace de uno mismo quien es. El enigma de la identidad se aborda mediante una prospección deshilvanada en los años cuarenta y cincuenta y el rescate de hombres y mujeres que moldearon su personalidad. En el relato familiar no hay épica ni teleología que conduzca a Landero a convertirse en escritor. Solo un vívido memorial de su infancia y juventud que no disimula el tono elegíaco cuando cobra conciencia de que los afanes de sus antepasados, de algún modo, circulan aún por sus venas.
Una historia ridícula (2022)
He aquí una novela que sitúa la suspicacia en su epicentro para regocijo del lector. Su narrador, Marcial, es un desequilibrado mental dado a filosofar en un estilo ampuloso al que ni su pasado como matarife ni su fijación con los animales pueden avalarlo. Su relato retrospectivo para justificar un presente deshonroso remite a la picaresca, pero sus digresiones delirantes contienen píldoras muy nutritivas, como la idea de que hoy en día la literatura solo puede fabricarse con materiales innobles. La escena final, descacharrante, es para leerla dos veces.
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