El sexto ‘beatle’
Los triunfadores ascienden sobre una pila de antiguos amigos, tenaces enemigos y gente inocente que pasaba por allí
Es un tópico venerable, frecuente en sobremesas y tertulias: ¿quién fue el quinto beatle? Entre los personajes que se mencionan habitualmente como indispensables para su asombrosa trayectoria, están el manager Brian Epstein, el productor George Martin, el publicista Derek Taylor, el director de Apple Corps Neil Aspinall…
Puestos a discutir, un servidor prefiere la controversia del sexto beatle. Se trata de determinar quiénes desaprovecharon sus cartas, los que coincidieron con ellos pero perdieron la oportunidad de uncir su destino al del grupo y así compartir su grandeza y su riqueza. La candidatura obvia suele ser la de Dick Rowe, el ejecutivo de Decca Records que rechazó ficharlos tras una grabación de prueba en Londres. La realidad es que cualquier cazatalentos de la época habría tomado la misma decisión: la sesión —mil veces pirateada— fue un desastre. Se desarrolló en circunstancias adversas, el día de Año Nuevo de 1962, en un estudio y con un personal que los Beatles desconocían. El planteamiento de los músicos fue desacertado: grabaron 15 canciones, la mayoría ajenas, como si quisieran un puesto de animadores de un crucero; solo tres de los temas llevaban la firma Lennon-McCartney, su verdadero as en la manga. Y la chispa de sus directos parecía haberse extraviado en el viaje.
Personalmente, prefiero fijarme en la mala fortuna de los entendidos de Liverpool, aquellos que contemplaron su progresión técnica y su creciente popularidad en la ciudad. Los Beatles tuvieron al menos tres representantes antes de que apareciera el hada madrina, Brian Epstein. En esa categoría no se incluye al único visionario: el promotor Sam Leach (1935-2016). La primera vez que los vio en directo, a principios de 1961, se sintió tan emocionado que pasó luego a los camerinos para pronosticar: “¡Vais a ser tan famosos como Elvis!”. Típicamente, Lennon se burló del entusiasta mientras Paul le presionó para que los contratara regularmente, algo que Leach prometió en el momento.
No era un problema de bolos: los Beatles podían tocar siete veces por semana, aunque lo cierto era que estaban mal pagados (por insistencia de su precavido padre, McCartney incluso entró a trabajar en una fábrica). Lo que necesitaban era dar el siguiente paso, que implicaba aproximarse al negocio musical londinense. Tarea complicada: los músicos de Liverpool no gozaban de buena reputación en Londres (en verdad, los liverpoolianos en general no caían bien en el sur de Inglaterra). El incansable Leach planteó un acercamiento. Conocía un local en Aldershot, a 50 kilómetros de Londres, y montó allí el 9 de diciembre de 1961 una Batalla de las Bandas. Su apuesta era que los endurecidos Beatles se comerían con patatas a los representantes londinenses, Ivor Jay and the Jaywalkers. Y que lo vieran algunos de los agentes que movían el cotarro en la capital.
Fue un pinchazo de dimensiones épicas. No apareció la publicidad contratada en el periódico local, con lo que Leach tuvo que salir por las calles para invitar a posibles espectadores: logró un mínimo quorum de 18 asistentes. No hubo enfrentamiento: los Jaywalkers no se presentaron. Dio lo mismo: tampoco aparecieron los potentados del show business que Leach invitó. Como no se había planificado nada más allá del supuesto triunfo, la expedición terminó durmiendo en la furgoneta, a un lado de la carretera.
Para entonces, los Beatles ya estaban desencantados con Sam Leach, que solía estar en la cuerda floja financiera: detestaban su tendencia a retrasar el pago de sus (modestos) emolumentos. Pocos días después del fiasco de Aldershot, Leach prometió enmendarse y quiso convertirse en su manager oficial. Demasiado tarde: ya habían fichado con Brian Epstein. Y no con un simple apretón de manos: había un contrato, redactado por un abogado, firmado por los implicados (todavía no había llegado Ringo Starr) y autenticado con testigos.
Dos, tres años después, los Beatles ya vivían en Londres e iban camino de la conquista del mundo. Siempre me ha intrigado saber cómo lo asimilaron sus antiguos asociados que, aunque intentaron imitar la jugada con otros grupos o solistas, finalmente se quedaron varados en Liverpool. Imagino que superaron la frustración y, llegado el momento, se integraron en la industria de la nostalgia. Así lo hizo Sam Leach: escribió libros, apareció en documentales, fue invitado de honor en convenciones de fans y ejerció como filosofo de pub, tendencia estoica.
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