‘Idaho’: ¿Qué clase de madre mata a su hijo?
La novela debut de Emily Ruskovich y ‘Las madres no’, de Katixa Agirre, que será adaptada al cine por Mar Coll, indagan en la culpa, duelo y comprensión frente a la violencia materna
Emily Ruskovich (Idaho, 35 años) sabe que muchas madres no han terminado su novela. No podían soportarlo. Otras, ni siquiera se han atrevido a abrirla. “Una vez, en una presentación, una madre que vino acompañada de su hija adulta cogió el micro y dijo: ‘Aunque quiero a mi hija más que nada en este mundo, puedo entender por qué esa madre hizo lo que hizo en tu libro’”. En conversación telemática desde su casa en Montana, donde ahora da clases de escritura en la universidad y cría a sus dos hijas de cuatro y seis años, esta escritora asegura que entiende a todas y cada una de esas mujeres, madres o no, que se le acercan. Y no son pocas las que han contactado con ella, fascinadas por lo que narra en su novela debut, Idaho.
El texto que terminó hace cinco años y que la hizo finalista del premio Dylan Thomas y ganadora del cotizado IMPAC de Dublin en 2019, un debut brutal e impactante por el que la comparan con Alice Munro o Maggie O’Farrell, lo traduce ahora Antonia Martín al castellano en Random House tras su edición catalana a cargo de Àfrica Rubiés en Les Hores. “Idaho siempre será mi mejor libro. Escribiré muchos más, pero sé que este será el más importante”, cuenta sobre esta ficción que, en sus propias palabras, “trata de encontrar amor, ternura y esperanza en el acto más horrible que se pueda imaginar”.
Una historia “concedida”
Narrada con diferentes voces y a través de saltos temporales entre 1973 y 2025, Idaho orbita sobre un episodio de violencia que cambiará a sus protagonistas para siempre: una bochornosa tarde de agosto de 1995, Wade y Jenny —un matrimonio que vive aislado en las montañas de Idaho— cogen su camioneta junto a sus dos hijas, June y May, para cortar leña y aprovisionarse para el invierno. Tras varias horas de tala, agotada, Jenny irá a refrescarse y beber limonada a la camioneta, donde está la pequeña, May, de seis años, jugando en el asiento de atrás. Un movimiento fatal en un instante provocará una tragedia que lo cambiará todo para siempre. June, la mayor, saldrá corriendo tras contemplar la escena y desaparecerá en el bosque. Jenny se declarará culpable de asesinato, renunciará a su defensa, será condenada a cadena perpetua y lo único que dirá ante el juez es que desea morir por lo que ha hecho. Wade, que perderá a su familia en instante, tratará de rehacer su vida casándose a los pocos meses con Ann, su exprofesora de piano, que también lo fue de June y que ejercerá de cuidadora cuando a Wade le diagnostiquen una enfermedad hereditaria.
Lejos de inspirarse en cualquier suceso de la prensa, Ruskovich asegura que esta historia le fue “concedida” de niña. Ella también fue criada en una casa aislada en las montañas de Idaho y acudió, junto a su hermana y sus padres, a talar leña a ese espacio en el que transcurre la tragedia. “Cuando salí de la camioneta y puse un pie en ese terreno, me invadió un duelo tremendo. No sabía exactamente el qué, pero intuí que en ese sitio había pasado algo terrible. Fue muy abrumador y la pena se quedó conmigo para siempre. Escribir esta novela fue intentar descubrir, a través de la ficción, qué ocurrió”, revela. La autora, que ahora prepara un libro de cuentos, aclara que ella nunca imaginó a una madre matando a su hija: “Yo no tomé esa decisión, el material me llegó a través de aquel duelo que me invadió desde que pisé ese lugar. Sonará etéreo, pero trabajo entre la intersección de la vida real y la ficción. Si lo pienso detenidamente, especialmente ahora que soy madre porque la novela la escribí cuando no lo era, me afecta tanto pensar en el suceso que podría ponerme a llorar aquí mismo”, aclara.
Para Ruskovich, la clave está en esos instantes, “fatales pero nimios si los analizas de forma aislada”, que tienen el poder de destrozarte la vida. “Puedes distraerte leyendo cualquier tontería mientras tu hijo se ahoga en la bañera. Es terrorífico pensarlo, supongo que la propia existencia humana lo es”, recalca.
Aunque todos los personajes están inspirados en sus familiares directos —”hasta Elliot, el chico del colegio que une el destino de June y Ann, está basado en mi hermano”—, la autora asegura que su infancia fue muy feliz y que en su familia nunca ha acontecido una tragedia ni la violencia que describe en sus páginas. Lo que sí siente es la misma culpa que atormenta a todos y cada uno de sus personajes. “He vivido toda mi vida con ella, hasta cuando veo las noticias, me siento culpable por lo que veo”, dice.
El cargo de conciencia es uno de los grandes temas que atraviesan su novela, junto al poder de la memoria, la hermandad que se teje sin pretender entre mujeres, la comprensión y hasta la propia redención. Esto último hace que el suceso nunca se narre directamente y siempre se reconstruya a través de la imaginación de los personajes. “Necesitaba crear una ruta indirecta hasta el corazón de esa madre, poco a poco, para que el lector captase esa idea que alguien siempre será mucho más grande que el peor acto que haya cometido. Su alma siempre será más grande que ese instante que definirá su vida y de quienes le rodean: ese momento capaz de destrozar a una familia entera”.
La madres no matan
“Si por lo menos se hubiese suicidado, ahora le tendríamos compasión. [...] Pero no se mató, joder, vive con eso que hizo. Eso es lo peor”, se dicen frente a unos vinos la protagonista de la novela Las madres no y su amiga Léa, dos madres que tratan de lidiar con la noticia de que una examiga común, Alice, ha matado, sin motivo aparente, a sus bebés gemelos. En esta ficción sobre maternidad y creación de la española Katixa Agirre, a medio camino entre el ensayo y la investigación sociológica, la escritora protagonista, una madre que acaba de dar a luz, se obsesiona con el caso de esa madre asesina y dialoga en su cabeza con figuras de madres ausentes como Sylvia Plath, Doris Lessing, Muriel Spark y mitos como el de La Llorona o la Virgen María para tratar de encontrar respuesta a la pregunta esencial frente a este tipo sucesos: ¿Qué clase de madre desatiende o mata a su hijo?
“La respuesta, o la conclusión a la que yo he llegado, es que una madre es como cualquier persona. Una madre puede ser capaz de todo lo mejor y de todo lo peor. Ser madre no te confiere unos poderes que te hagan inmune al asesinato. No hay una esencia. Lo que pasa es que nunca esperamos que haga eso una madre”, apunta al otro lado del teléfono Agirre, que considera que el tema de la madre asesina no está muy explorado en la literatura. “Quitando el gran antecedente de Medea, es un tema del que se prefiere no hablar en general, porque es incomprensible y porque ataca totalmente o directamente al mito de la madre, de lo que debería ser”, añade.
A sus 41 años, esta vasca nacida en Vitoria sigue recogiendo los frutos del texto que publicó en Tránsito en 2019 y que tardó varios años en materializar, con parones de por medio, por el nacimiento de su segundo hijo. “Desde que me convertí en madre me rondaba esa idea, no la de la madre que hace lo que se supone que las madres hacen, sino su contrario”, destaca. El libro acaba de traducirse al inglés en Open Letters con reseña en The New York Times —“una prosa elegante sobre el pavor cultural de la mala madre”, dicen— y la autora prepara su adaptación al cine, bajo la dirección de Mar Coll, aliándose en el guion con Valentina Viso y con producción de María Zamora.
Para Coll, que se encuentra en la fase final de búsqueda de financiación y espera poder empezar el rodaje en otoño del año que viene, lo interesante de este tipo de sucesos es que no hay respuesta para ese juicio y voz censora que nos asaltan casi instintivamente cuando escuchamos una noticia sobre una madre infanticida. “¿Qué clase de madre mata un hijo? El libro no ofrece una respuesta clara a este dilema. En realidad, no hay que buscar una causa concreta, es algo que puede ocurrir con más frecuencia de la que pensamos”, explica esta directora, que se obsesionó con el libro de Agirre al poco de nacer su hijo Gaspar. Sabe por qué le perturbaba tanto esa idea de la culpa en torno a la maternidad y la creación: “Entendí que no es una cosa extraña. No baja un marciano, te abduce y pasa. Justamente, puede ocurrir. Lo interesante no es la respuesta a esa pregunta que nos asalta. Igual, ese no es el tema”.
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