Semyon Bychkov y la Filarmónica Checa coronan el agosto sinfónico cantábrico que lucha por recomponer su público
El director ruso y la orquesta de Praga cierran la Quincena Musical de San Sebastián y el Festival de Santander junto a las hermanas Labèque y el Orfeón Donostiarra
Gustav Mahler vino al mundo en el pueblo bohemio de Kaliště, en 1860, y creció hasta los 15 años en la cercana ciudad morava de Jihlava. Por tanto, sus raíces musicales fueron similares a las de otros colegas checos, como Antonín Dvořák, Leoš Janáček y Bohuslav Martinů, cuyos nacimientos se ubican en un radio de 200 kilómetros del antiguo Imperio austrohúngaro, entre 1841 y 1890. Esta reivindicación parece haber inspirado el doble programa que acaba de culminar el agosto sinfónico cantábrico, de la Quincena Musical de San Sebastián y el Festival Internacional de Santander. La Filarmónica Checa regresaba a ambas citas musicales con la Séptima sinfonía de Mahler en sus atriles, una composición que ya les dirigió Vladímir Ashkenazi, en 2002, tanto en el Kursaal donostiarra como en el Palacio de Festivales cántabro. Y un segundo programa idealmente concebido que combinaba la obertura Carnaval, de Dvořák, con el Concierto para dos pianos y orquesta, de Martinů, y la Misa glagolítica, de Janáček.
Mahler estrenó su Séptima sinfonía en Praga, el 19 de septiembre de 1908, dirigiendo a los integrantes de esta misma Filarmónica Checa reforzados con cuarenta instrumentistas de la Ópera. El concierto clausuró la Exposición Jubilar que había organizado la Cámara de Comercio de Praga para celebrar el 60 aniversario de Francisco José I de Austria como emperador. Y cosechó un éxito razonable en la prensa, tras casi dos semanas de ensayos. Mahler tuvo que lidiar con adversas condiciones de trabajo, agravadas por las tensiones políticas entre checos y alemanes, pero donde contó con el apoyo incondicional de dos prometedores jóvenes llamados Bruno Walter y Otto Klemperer. También experimentó dificultades con los integrantes de la Filarmónica Checa que no mostraban mucha afinidad con el complejo mundo sonoro de su nueva obra.
Nada extraño si tenemos en cuenta que la Séptima mahleriana se considera la “cenicienta” de sus sinfonías, al estar ubicada entre el descenso a los infiernos de la Sexta y el asalto a los cielos de la Octava. La obra avanza desde la tragedia a la comedia por un tortuoso camino lleno de ambigüedades, que escuchamos en las constantes oposiciones entre el modo menor y mayor. Pero su estudio sigue produciendo fascinantes monografías, como la reciente tesis doctoral de Anna Stoll Knecht (Oxford University Press) donde ha revelado, a través de los numerosos bocetos conservados, un origen conectado con la Sexta, un desarrollo plagado de referencias a Wagner y una conclusión llena de guiños circenses.
La sinfonía arranca en si menor, jugando con la inversión del wagneriano acorde de Tristán en forma de una siniestra marcha, a la que sigue un solo de trompa tenor con alusiones al malvado mago Klingsor de Parsifal. Mahler indicó que se trataba del “rugido de la naturaleza”, pero claramente en su vertiente más visceral y peligrosa. El director ruso Semyon Bychkov (San Petersburgo, 69 años), que desde 2018 es el nuevo titular de la Filarmónica Checa y condenó sin paliativos la guerra de Putin contra Ucrania, no reveló nada inquietante en el comienzo de la obra, el pasado domingo en Santander. Su versión se instaló en un confortable discurrir que permitió a la excelente orquesta checa resolver con comodidad los intrincados contrastes del movimiento que abre la obra.
Bychkov se mostró más flexible en las fluctuaciones de tempo que en los contrastes dinámicos. Lo demostró en el bellísimo Mit groβem Schwung de la exposición, en do mayor, donde afloró la exquisita entonación y fraseo de la cuerda checa, que incluye al malagueño Gonzalo Jiménez Barranco como uno de sus primeros contrabajistas. Pero también destacó el arranque del desarrollo, en si mayor, donde vuelven las referencias wagnerianas, ahora al bautismo de Parsifal y a la música del Viernes Santo. El director ruso elevó especialmente las dos músicas nocturnas de la sinfonía, en la primera logró una admirable conexión formal y reveló todos sus contrastes y simetrías. La orquesta checa bordó el scherzo, aunque predominó el confort frente a lo sardónico y espectral, pues no sentimos ninguna telaraña golpeando nuestra cara.
Sin duda, lo mejor de la noche fue la segunda música nocturna, una serenata que comenzó bellamente con ese salto de octava del concertino Jiří Vodička. Bychkov encontró aquí la voluptuosidad y ensoñación que piden los pentagramas de Mahler con una orquesta llena de exquisiteces tímbricas en la cuerda, la madera y el metal. Y añadió esas “lágrimas plateadas” de la guitarra con una mandolina que parece evocar al personaje de Beckmesser de Los maestros cantores de Núremberg. Pero ese guiño, que prepara la referencia más obvia a la obertura de la ópera de Wagner en el rondó-finale no encontró lustre en manos del director ruso, que arrancó el movimiento final de la obra pesante y sin brío. Una vez más, la orquesta checa tocó admirablemente, pero sin la espontaneidad y humor que exudan las notas escritas por Mahler. No por casualidad, el crítico de la Neue Freie Presse, Julius Korngold, relacionó instintivamente, en su crítica de 1909, ese movimiento con las ferias, circos, carruseles y espectáculos populares del Prater de Viena.
Esta Séptima mahleriana de Bychkov y la Filarmónica Checa forma parte de un proyecto fonográfico para Pentatone, que será la segunda integral Mahler de la orquesta, tras la registrada para Supraphon por Václav Neumann entre 1976 y 1982. Un ciclo que se inició, el pasado mes de abril, con el lanzamiento de una atractiva Cuarta. No obstante, el segundo concierto del pasado lunes, 29 de agosto, con obras de Dvořák, Martinů y Janáček fue muy superior. Arrancó con una infrecuente delicia del primero, una obertura inicialmente escrita, en 1891, dentro del ciclo Naturaleza, vida y amor que finalmente se escindió con el título de Carnaval. El explosivo torbellino en la mayor que abre la obra dejó patente que esta música surge con total naturalidad de los instrumentos del conjunto checo. Bychkov aseguró una versión admirable, plena de chispa, lirismo, diálogo y contraste. Pero también elevó la genialidad de Dvořák del apacible intermedio central, andantino con moto, con bellísimas intervenciones solistas de la flautista Andrea Rýsová y el violinista Jan Mráček, que actuó como concertino.
F. James Rybka asegura, en su monografía en inglés, Bohuslav Martinů: la compulsión de componer (The Scarecrow Press), que el Concierto para dos pianos y orquesta, H. 292 esconde una crónica sonora de la peligrosa huida del compositor de los nazis a través de Francia, en 1941. Una vez instalado en Estados Unidos conoció a la pareja de pianistas Pierre Luboschutz y Genia Nemenoff para quienes escribió la obra, a comienzos de 1943. Martinů parte del concerto grosso barroco, que combina con el neoclasicismo de Stravinski, pero también con el jazz y el folclore checo. El resultado adquiere una asombrosa energía propulsora donde los pianos recuerdan a aviones de guerra en pleno combate. Actuaron como solistas las hermanas Katia y Marielle Labèque, el dúo de pianistas más famoso del mundo, tras cinco décadas tocando, grabando y ampliando su repertorio, que abarca desde Mozart a Philip Glass. Su interpretación sonó más conjuntada con la orquesta en el primer movimiento, una tocata con complejos ritmos cruzados, que en el puntilloso y rutilante allegro final. Pero lo mejor de su actuación lo escuchamos en el adagio central, donde Martinů separa los instrumentos y escuchamos cómo sus personalidades se equilibran y la tendencia al riesgo de Katia se compensa con el rigor de Marielle. Ambas ofrecieron, como propina, una bella versión de El jardín encantado, la pieza final de Mi madre, la oca, de Maurice Ravel, en la versión original para piano a cuatro manos.
La Misa glagolítica, de Leoš Janáček, surgió en 1926 como un homenaje personal a la Missa Solemnis beethoveniana, pero a partir de una misa inacabada veinte años atrás por el compositor checo. Aunque optó por la habitual estructura en cinco secciones de la misa católica, Janáček utilizó el texto en antiguo eslavo eclesiástico. Pero se trata de una composición que comparte el mismo universo sonoro que escuchamos en Katia Kabanová y en La zorrita astuta. A nivel vocal, destacó la actuación del Orfeón Donostiarra, preparado por José Antonio Sainz Alfaro, que fue un placer volver a escuchar con la misma transparencia, empaque y calidad de antaño en una gran partitura sinfónico-coral. Bien los cuatro solistas vocales checos, con mayor protagonismo de la soprano Evelina Dobračeva y del tenor Aleš Briscein, frente a la mezzo Lucie Hilscherová y el bajo Jan Martiník. Destacó especialmente Věruju (Credo) resuelto con dramáticos contrastes dinámicos y un fabuloso relato sinfónico de la crucifixión que alcanza el clímax con la entrada disonante del órgano evocando la agonía de la cruz. La intervención de la organista checa Daniela Kosinová-Valtová fue irreprochable, pero el sonido del órgano eléctrico a través de la megafonía rompió toda la magia de ese momento. La obra termina con el añadido de un movimiento solista para órgano y con una intrada orquestal como colofón.
Bychkov terminó levantando y saludando a todos los integrantes de su excelente orquesta, pero también a los solistas vocales y al Orfeón Donostiarra ante una sala que volvió a verse prácticamente llena de público. Regresar este año al Palacio de Festivales de Cantabria, sin mascarilla y con el aforo completo, además de ver sin excepciones las distancias habituales entre músicos sobre el escenario, ha sido una delicia para cualquier aficionado a la música clásica. Pero el día anterior, con Mahler, la situación fue muy diferente. Es el reto que deben afrontar todos los festivales (la situación no es distinta en otras ciudades y países) para atraer y recuperar a un público que prefiere conciertos sueltos a abonos y ha descubierto la engañosa comodidad del streaming. No olvidemos que la música clásica tan solo sucede con voces e instrumentistas de carne y hueso sobre un escenario.
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