La ópera más triste jamás compuesta, al desnudo
François-Xavier Roth graba con su orquesta de instrumentos de época, Les Siècles, y un selecto grupo de cantantes franceses ‘Pelléas et Mélisande’ de Claude Debussy, la ópera que trastocó todas las convenciones del género
Monteverdi ― Gluck ― Wagner ― Debussy: tres siglos de ópera se ensartan en estos cuatro nombres, los de los grandes reformistas y principales responsables de sus metamorfosis en otros tantos momentos históricos cruciales. Claude Debussy fue el único que llevó a cabo una revolución auténticamente silenciosa, sin el aparato teórico previo que sustentó los cambios postulados por sus antecesores y con una sola obra a modo de manifiesto estético. Pelléas et Mélisande es una ópera única en todos los sentidos, un prodigio sin antecedentes ni consecuentes que se resiste a ser encuadrado en ninguna categoría al uso y que se erige, de principio a fin, en una apoteosis del despojamiento, de la renuncia. Ya en su estadio preliminar, antes de componer una sola nota, Debussy desistió de encargar, o acometer él mismo, la habitual transformación de su fuente de inspiración literaria en libreto operístico. Con la sola escisión, casi quirúrgica, de frases o escenas contadas, el drama de Maurice Maeterlinck pasó a ser, sin mediación ni mediador algunos, el texto mismo de la ópera.
Pocas semanas antes del estreno de Pelléas et Mélisande el 30 de abril de 1902, Debussy redactó un pequeño texto explicativo a instancias de Georges Ricou, secretario general de la Opéra-Comique de París. No se publicaría hasta después de la muerte del compositor con el título Por qué he escrito ‘Pelléas’. En él confiesa su antiguo deseo de crear música para el teatro, “pero la forma en que quería hacerla era tan poco habitual que después de varios intentos ya casi había renunciado”. Debussy anhelaba imbuir a su música de esa “libertad que ella contiene quizás en mayor medida que ningún otro arte, ya que no se limita a una reproducción más o menos exacta de la naturaleza, sino a las misteriosas correspondencias entre la Naturaleza y la Imaginación”. Él, que confesó en otro escrito haber sido wagneriano en su juventud “hasta el punto de olvidar los principios más elementales del decoro”, recuerda ahora cómo “tras varios años de apasionados peregrinajes a Bayreuth, comencé a dudar de la fórmula wagneriana; o, más bien, me parecía que no podía servir más que para el caso concreto del genio de Wagner. [...] Y, sin negar su genio, puede decirse que había puesto punto final a la música de su tiempo, un poco a la manera en que Victor Hugo logró englobar toda la poesía anterior”. Y, con un juego de palabras que él mismo subraya, Debussy concluye que la búsqueda del modo de plasmar su ideal había de llevarse a cabo después de (après) Wagner, pero no inspirada por él (d’après).
El suyo habría de ser, por tanto, un capítulo enteramente nuevo en la historia del género, no un mero apéndice o corolario del anterior. Aun así, por supuesto, Wagner dejó una profunda huella en Pelléas et Mélisande, por más que no sea difícil percibir o entrever casi en cada compás el denuedo con que se emplea Debussy para apartarse de su ejemplo, cuando no para refutarlo abiertamente. Ya desde el título, es casi imposible no establecer paralelismos con Tristan und Isolde, otra pareja malhadada condenada a un final trágico: los hombres, de muerte violenta a manos de Melot y Golaud, mientras que ellas pierden la vida in extremis sin causa directa aparente, porque el propio médico, al comienzo del quinto acto, afirma que es imposible que Mélisande muera como consecuencia de una herida tan pequeña, incapaz incluso de acabar con la vida de un pajarillo. Y, sin embargo, esta mujer “tan tranquila, tan tímida y tan silenciosa”, como la define el rey Arkel en la última intervención cantada de la ópera, este ser volátil, casi incorpóreo, “este ser misterioso” cuyo atributo más visible es su largo cabello de estirpe klimtiana o prerrafaelita, expira del mismo modo en que lo había hecho Isolde.
El reino de Arkel, Allemonde, un nombre resultante de unir una palabra alemana, alle (todo), y una francesa, monde (mundo), confirma simbólicamente que la vocación universalista de Pelléas et Mélisande no es menor que la de Tristan und Isolde o Der Ring des Nibelungen. También aquí hay personajes regios y lazos familiares que se interponen entre los amantes, pero, más que una parábola del mundo, que Wagner parece querer encapsular en el Anillo desde su origen hasta su destrucción, lo que desean realmente Maeterlinck y Debussy —sus objetivos son indistinguibles— es mostrar que todos somos inermes en manos de un destino fatal e irracional: hagamos lo que hagamos, él acabará imponiéndose y decidiendo por nosotros, da igual nuestra edad y condición. No puede ser casual que prácticamente todas las edades humanas se encuentren representadas en el drama del escritor belga y la ópera del compositor francés: el anciano Arkel, el adulto Golaud, los jóvenes Pelléas y Mélisande, el niño Yniold, el bebé innominado de las postrimerías del quinto acto, esa niña nacida del amor entre los dos protagonistas a la que le ha llegado ya irremediablemente su turno, como admite Arkel en la última frase de la ópera. Sus padres han muerto, como morirán pocos años después Marie y Wozzeck dejando un futuro incierto para su hijo, pero nadie puede dudar al final de una y otra ópera de que el futuro se abatirá también implacablemente sobre estos huérfanos del siglo XX. Tampoco es fortuito que Alban Berg, en los primeros apuntes que tomó en una pequeña libreta, estableciera paralelismos entre Pelléas et Mélisande y su futura ópera. Él se aproximó al drama de Georg Büchner con el mismo respeto, casi reverencial, con que Debussy se había valido, sin interferencias, del texto de Maeterlinck: el sino de uno es el que cava los abismos del otro.
La escritura vocal e instrumental de Debussy se aparta con fuerza de cualquier otra ópera anterior (y quizás, incluso, posterior). Más que grandes cantantes, o nombres consagrados, Pelléas et Mélisande necesita artistas que sepan decir el texto de Maeterlinck con la prosodia musical —un guante de seda en una mano de mármol— imaginada por el compositor francés. Es lo que hacen todos los cantantes que estrenaron, sin público, en la Ópera de Lille el montaje de Daniel Jeanneteau en marzo del año pasado, que es cuando se realizó esta grabación que ahora publica sin escatimar gastos (el libro que la acompaña tiene 250 páginas) el sello Harmonia Mundi. Destacan, por su peso específico dentro de la trama, la Mélisande frágil y casi espectral de Vannina Santoni y el Pelléas confundido y atribulado de Julien Behr (un tenor, en vez del habitual barítono), con mención obligada para Hadrien Joubert, el niño que —como siempre quiso Debussy, contrario a sustituirlo por una soprano— canta el personaje de Yniold.
Pero la joya de la corona de este nuevo Pelléas et Mélisande es la prestación orquestal de Les Siècles, la formación creada por François-Xavier Roth en la que instrumentos (coetáneos de cada obra que interpretan) e instrumentistas tienen idéntica importancia. Desde la breve introducción del primer acto, fagotes, clarinetes, oboes y flautas de época, o las cuerdas de tripa de violonchelos y violas, producen una sonoridad que poco tiene que ver con la de sus homólogos modernos. La transparente orquestación de Debussy se escucha despojada de modernas adherencias en la traducción desnuda y sin barnices de Roth y Les Siècles, que recrean con nitidez e imaginación los perfiles oníricos y sombríos de la fuente, el bosque, el mar o la cueva del misterioso reino de Allemonde, escenario de la historia operística más triste jamás contada. Y, a su manera única y visionaria, también cantada.
Claude Debussy: ‘Pelléas et Mélisande’. Vannina Santoni, Julien Behr y Alexandre Duhamel, entre otros. Les Siècles. Dir.: François-Xavier Roth. Harmonia Mundi. 3 CD.
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