Trabajo en proceso
Vladimir Jurowski y la Filarmónica de Londres se enfrentan al laberinto de la Séptima de Mahler
La Séptima de Mahler es un enigma. Una sinfonía experimental y heterodoxa. Un laberinto. Fue la favorita del compositor, pero también la "cenicienta" de su catálogo. Sus 85 minutos se recorren sin mapas ni salvoconductos. Cinco movimientos donde encontramos elementos naturalistas, populares o marciales, guiños a compositores como Lehár, Schumann o Wagner, pero no un programa general para apoyar la audición: dos de ellos duran unos veinte minutos como apertura y cierre, flanquean sendos nocturnos de un cuarto de hora, y en el centro se ubica un scherzo algo más corto que es tildado de “siniestro”. Es como una pirámide invertida. Su interpretación requiere, además de una imponente destreza técnica en los atriles, elevadas dosis de capacidad narrativa e imaginación en el podio. Históricamente han tropezado con sus pentagramas conspicuos malherianos como Willem Mengelberg. De su fisonomía renegaron los más cercanos al compositor como Bruno Walter. Causó furor entre maestros vanguardistas como Hermann Scherchen. La Segunda Escuela de Viena consideró que era el esperado desembarco de Mahler en el siglo XX. Y entre los estudiosos, Paul Bekker vería en ella un modelo de proporción entre el hombre y el universo, mientras Theodor Adorno desconfió siempre de su prometedora envoltura al examinar su contenido. Es un perfecto animal de laboratorio. Tiene el dudoso honor de ser la primera sinfonía objeto de un simposio monográfico, celebrado en 1989. Y siguen apareciendo teorías para explicar su idiosincrasia que la vinculan al Zarathustra de Nietzsche o al Faust de Goethe.
Ibermúsica dedicó el segundo concierto de la Filarmónica de Londres (LPO) bajo la dirección de Vladimir Jurowski (Moscú, 1972) a honrar la memoria de Nikolaus Harnoncourt, recientemente fallecido. Desde luego no porque el maestro berlinés osase poner esta sinfonía de Mahler en los atriles de su orquesta –nunca dirigió su música– , sino porque representa perfectamente su condición inconformista y nada convencional. Una inspiración para el propio Jurowski que ha reconocido su deuda con Harnoncourt. Creció escuchando sus grabaciones y siempre se refiere a sus escritos como la “biblia”. En realidad no es un director ruso estándar. A pesar de su brillantez dirigiendo Chaikovski o Rachmaninov, que evidenció el domingo en su primer concierto en Madrid, colabora con agrupaciones de instrumentos de época y es a la vez un consumado especialista internacional en música contemporánea. Sus interpretaciones destacan por un perfecto equilibrio emocional, intelectual y físico. Maneja la orquesta con gesto seguro y mirada penetrante, con ese larguísimo brazo derecho armado con una batuta en alto como un temible espadachín. Su look además justifica ese curioso apodo que tiene entre los músicos de la LPO: Vlad el Empalador.
En realidad, el concierto del pasado lunes comenzó mucho antes de lo habitual para algunos abonados de Ibermúsica. El ensayo de la Séptima de Mahler se abrió al público. Y fue una experiencia interesante conocer el atelier de la orquesta durante dos horas. Jurowski trabajó con insistencia los movimientos conceptualmente más complejos de la obra, como son el primero y el último. Detalló con precisión la acústica de las dos “Nachtmusik” y apenas esbozó un poco el scherzo central. Sabía bien lo que hacía. La LPO había inaugurado el pasado septiembre la programación de esta temporada con la Séptima de Mahler en el Royal Festival Hall, como parte del ciclo que Jurowski viene dirigiendo en las pasadas temporadas. Era un reto especial, pues la orquesta londinense no abordaba la obra desde 1993, cuando la dirigió el mítico Klaus Tennstedt en un concierto memorable, que publicó en CD el entonces sello EMI. Y las cosas con Jurowski no salieron bien del todo. Andrew Clements tildó la interpretación en The Guardian como un “work-in-progress, un lienzo donde la pintura está húmeda y en algunas zonas todavía en blanco”.
Habría que puntualizar que el Mahler de Jurowski está pintado más al fresco que al óleo, y que su fuerte no son los procesos climáticos sino los brumosos detalles. Por esa razón, la Séptima no es su sinfonía, por mucho que busque entre sus páginas los ecos sinfónicos de Schoenberg, Berg y Webern. Los encontró, eso sí, en el scherzo central, el movimiento orquestalmente más novedoso de la obra. Precisamente fue lo menos trabajado en el ensayo, pero donde la LPO sonó con más aplomo y personalidad. Ese juego de inquietantes efectos tímbricos donde Mahler vende su alma al diablo a ritmo de vals. Las dos “Nachtmusik” funcionaron francamente bien, a pesar de un leve barullo al inicio de la primera. El director ruso exhibe aquí su excelso dominio de las texturas camerísticas y atención a los detalles. Y precisamente esa obsesión por los detalles, por los árboles en detrimento del bosque, lastró los movimientos extremos de la obra. No resolvió Jurowski mal el mosaico que propone Mahler en el movimiento inicial como falló en su montaje. Cada escena funcionó bien por separado pero en la transición de una a otra se veían las costuras. Se perdía el hilo de la historia. Lo mismo pasó en el movimiento final donde Mahler pone a prueba al público adelantando el desenlace de la obra en un luminoso Do mayor cuando faltan todavía quince minutos para el final, cuando faltan cincuenta páginas de novela (o exactamente 52 de partitura). Llenar de contenido y coherencia cada nueva repetición más o menos modificada de ese ritornello (y faltaban siete más) con los diferentes episodios, exposiciones, desarrollos, recapitulaciones del primer movimiento, etc… es una tarea apta para muy pocos. Me temo que el Mahler de Jurowski es un trabajo en proceso.
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