La maldición de Creedence Clearwater Revival
Cómo ‘Proud Mary’ terminó financiando ‘Amadeus’ (y los creadores de la canción apenas vieron su dinero)
Hay grupos con mala sombra. Y aparte está Creedence Clearwater Revival (para abreviar, CCR), cuya historia es un compendio de engaños, traiciones, rencores. Cambiaron la dirección de la música popular a finales de los años sesenta pero combustionaron demasiado pronto. En tiempos de temas largos, fantasías revolucionarias y el espejismo del rock progresivo, ellos recuperaron los valores del rock and roll clásico: canciones breves y evocativas, con letras realistas o parábolas que reflejaban indirectamente Vietnam, la ascensión de Richard Nixon y los ambiguos mitos sureños.
Con una altísima productividad (siete elepés entre 1968 y 1972), vendieron toneladas… y se rompieron de mala manera. En los casi 50 años transcurridos se dedicaron a insultarse y pleitear. De verdad, son un caso digno de análisis en esos apocados cursos sobre la industria musical ahora tan populares. Si se atreven podría celebrarse con un epígrafe titulado: “CCR: lo que no hay que hacer”.
Primero, no tuvieron sintonía cultural con sus coetáneos. Los cuatro estaban casados y juraron que no se apuntarían a lo del “amor libre”. Aunque encuadrados en el rock de San Francisco, vivían en El Cerrito, una ciudad dormitorio a 30 kilómetros. Eso podría explicar que su primer álbum fuera vapuleado en la revista Rolling Stone, que luego les encuadraran en la tercera oleada de grupos de Frisco. Se indignaron: estaban tocando y grabando rock desde 1959, como The Blue Velvets o The Golliwogs, mientras sus colegas se dedicaban mayormente al folk.
Conviene puntualizar que The Blue Velvets o The Golliwogs eran conjuntos liderados por Tom Fogerty, el hermano mayor de John. Cuando este toma el timón, cambia el nombre, según la moda, a una denominación larga con ecos retro. Lo que no sabían sus compinches es que, aparte de rebautizarse Creedence Clearwater Revival, habían entronizado a un dictador.
Para John Fogerty, un concierto ideal de CCR debía durar 45 minutos y no incluir bises. Una opción minimalista que, sin embargo, chocaba con el espíritu torrencial del momento. Abundaron las meteduras de pata. En el festival de Woodstock, les correspondía actuar después de The Grateful Dead, que inevitablemente se pasaron de tiempo. Herido en su orgullo, Fogerty vetó la inclusión de CCR en el documental y el disco de la banda sonora de Woodstock, una decisión infeliz.
John debería haber consagrado su tiempo a revisar los contratos que firmaban con su discográfica, Fantasy Records, un sello de jazz, que se las metió dobladas. Un buen manager hubiera logrado renegociar los acuerdos con quien era entonces el grupo estadounidense más vendedor, pero Fogerty prefirió ir a cara de perro y en la gresca perdió la complicidad con sus tres compañeros, que desertaron a la trinchera de Saul Zaentz, capo de Fantasy. Los millones de CCR terminaron financiando los negocios cinematográficos de Zaentz, que compraba los derechos de obras teatrales (Amadeus, Alguien voló sobre el nido del cuco) y novelas prestigiosas (El paciente inglés, El señor de los anillos, La insoportable levedad del ser) para convertirlas en películas de éxito, que además ganaban premios Oscar.
Mientras tanto, John Fogerty se subía por las paredes. No tocaba el repertorio de CCR (que dependían de Zaentz), mientras sus antiguos camaradas sí lo hacían bajo la bandera pirata de Creedence Clearwater Revisited (sic). Y las canciones crecían en resonancia gracias a su uso (abuso, incluso) en cine, publicidad, series de televisión. Si quieren comprobar a qué niveles de autodestrucción y estupidez puede llegar una estrella del rock, recomiendo su autobiografía, Fortunate son. Mi vida, mi música (Neo Sounds, 2021).
Ya conocen el desenlace. Zaentz murió en 2014, tras vender sus intereses musicales al grupo Concord. Poco después, aparentemente satisfecho en su honor, Fogerty volvió a firmar con Fantasy/Concord y ahora promete ocuparse de tratar su legado con el mimo merecido.
En septiembre, se rectifica uno de los patinazos de Zaentz, que en 1980 publicó un disco titulado The Royal Albert Hall Concert, que en realidad contenía un directo de la misma época pero grabado en la localidad californiana de Oakland. Se edita finalmente la actuación londinense, Creedence Clearwater Revival at the Royal Albert Hall, con sonido restaurado y remezclado por Giles Martin y Sam Okell. Para contextualizarlo, sale también un documental llamado Travelin’ Band, que junta el concierto del Royal Albert Hall con filmaciones caseras. Ya sé, ya sé: parece un lío, pero se aclarará a mediados de septiembre.
Babelia
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