John Malkovich: “El teatro cambia cada noche. Es el cine el que no cambia nunca”
El actor, célebre tanto por sus interpretaciones sobre las tablas como por sus papeles fílmicos, representa en Madrid la historia real de un asesino en serie que se hizo escritor en la cárcel
Antes de dedicarse a encarnar a decenas de personajes, John Malkovich ya estaba curtido en cambiar de piel. Fue conductor de un autobús escolar y pintor de casas, trabajó vendiendo rollitos primavera, material para oficinas o en una empresa de jardinería. Tanteó los estudios de biología y sociología, aunque terminó abrazando el teatro. En su juventud, junto con la suerte de criarse en una familia acomodada, también hubo violencia y una dieta feroz a base de gelatina. Con 16 años, le apodaban “piggy” (cerdito). Hoy, en cambio, le llaman divo. De alguna forma, aquel consejo que le dio uno de sus primeros profesores de interpretación resume buena parte de su trayectoria: “El mayor pecado es ser aburrido”. O, dicho con sus propias palabras, que recuerda la web Imdb: “En el cine eres un producto. Y, si es así, entonces soy una salsa de tabasco”.
“He tenido una vida maravillosa, con oportunidades increíbles”, agrega el actor (Christopher, Illinois, 68 años) al teléfono. La (pen)última es el espectáculo The Infernal Comedy. Confesiones de un asesino en serie, que representará el 11 y 12 de agosto en el madrileño Centro Cultural Conde Duque, dentro del festival Veranos de la Villa 2022. La obra relata la historia real de Jack Unterwege, un criminal austriaco que, una vez en prisión, se volvió escritor, poeta y dramaturgo. Malkovich sale a escena acompañado por una orquesta y dos sopranos. Y por su propio talento y cierta libertad para improvisar. Tanto que el autor y director de la pieza, Michael Stturminger, escribe en un texto para el estreno: “Cuando es John quien va a interpretar el papel de Jack […], definitivamente, esperamos lo inesperado”.
“La performance que se verá el jueves probablemente no será la misma del viernes. El teatro es vivo, orgánico, efímero. No tiene sentido que procure ser idéntico a sí mismo”, reflexiona Malkovich. Para él, el hechizo se mantiene desde hace décadas, tras cientos de veladas. Varias veces ha contado que sobre las tablas se siente libre, como en casa. Y pese a más de 100 papeles ante la cámara, su principal pasión habita en los escenarios: “En ambos casos se trata de actuar, aunque con las mismas diferencias con que un pianista y un violinista hacen música. No hay uno mejor o peor, pero instrumentos, armonías y notas son distintos. En una buena producción, el teatro es tan simple o tan difícil como aferrarse a un tren que se escapa. Solo tienes que no caerte. El cine es un proceso constante de empujar una piedra por una colina y que no te arrolle”.
Él sabe de ambos. En la gran pantalla, ha dejado huellas como Las amistades peligrosas, las dos nominaciones a los Oscar por En la línea de fuego y En un lugar del corazón, o el filme de Charlie Kaufman en el que se interpretó a sí mismo: Cómo ser John Malkovich. En las tablas, desde que contribuyó a fundar la célebre compañía Steppenwolf de Chicago, en 1976, ha hecho de todo, tanto delante como detrás del telón: como actor, de El verdadero oeste a Muerte de un viajante; como director, ha adaptado piezas de Ernesto Sábato o, próximamente, Roberto Bolaño. Incluso en televisión se llevó un Emmy por Un tranvía llamado deseo y ha encarnado recientemente al Pontífice en la serie El nuevo Papa, de Paolo Sorrentino. Y aunque ha hecho muchos papeles, su idea sobre cómo prepararlos no ha variado: Malkovich nunca fue seguidor del llamado método, de vivir un personaje, llevárselo a casa, entenderle o incluso imaginar su biografía. Él los interpreta. Punto.
Se suele decir que representa, eso sí, sobre todo a tipos tan siniestros como intrigantes. Aunque el actor ha explicado en varias ocasiones que nunca supo muy bien por qué le ofrecen esos papeles. Ni tampoco entiende la fama de frío que le acompaña. Lo que sí se confirma, al teléfono, es su conversación pausada. La voz de Malkovich reflexiona despacio, para, continúa. A veces cuesta entender si su argumento ha terminado o solo se está tomando una pausa.
Ni su charla envolvente, sin embargo, logró convencer a Javier Bardem: el estadounidense confiesa que le ofreció interpretar a Salvador Dalí en la comedia teatral Histeria, que dirigió en España en 2004. “Me dijo que le encantó la propuesta, pero que no se veía haciéndolo”, asegura. He aquí uno de los pocos fracasos profesionales de un hombre que también ha sido rostro de una exposición de retratos fotográficos o compositor musical junto con Alberto Iglesias.
Aunque el trabajo le ha dado todo, la vida ha sido menos generosa con Malkovich. Hijo de una dueña y editora de periódico y un director de conservación ambiental del estado, él mismo contó que de pequeño su padre y su hermano mayor le pegaban. Aunque hace dos años, en una charla con The Guardian, lo relativizó: “Hubo mucha violencia en mi infancia. ¿Y qué?”. Otro golpe se lo perpetró el destino: en apenas cinco años, debió despedirse de tres de sus cuatro hermanos y de su madre. Poco antes, en 2008, también había visto desaparecer prácticamente todos sus ahorros, que el responsable de sus finanzas había fiado a negocios de Bernie Madoff, condenado por uno de los mayores fraudes a inversores de la historia. Y, cuando era apenas un adolescente, Malkovich se obligó a sí mismo a otra pérdida dolorosa: redujo casi un tercio su peso corporal, harto de las bromas gordófobas que le humillaban.
Entre tantas renuncias forzosas, el actor lamenta ahora las que trajo la pandemia: “Me ha reafirmado en que uno debe estar muy atento con lo que cree y no cree. Nuestros líderes no han gestionado especialmente bien la situación, ni tampoco la comunidad científica. Hay que ser cuidadosos con lo que te dicen. Puede que te lleve a cosas buenas; sin embargo, es preocupante la cantidad de controles y la libertad de la que nos han privado”. Pero, considerando la vacunación y la crisis sanitaria, ¿no era un equilibrio necesario? “Le respondo con un episodio. En enero, estaba rodando en Venecia y me echaron de un hotel porque, pese a estar vacunado, aparentemente no tenía las dosis suficientes. Conozco a unas cuantas personas que, con dos refuerzos, han vuelto a contagiarse. En EE UU se dice: ‘Hay que seguir la ciencia’. Pero depende de qué se supone que es la ciencia”.
La pandemia, en todo caso, también llevó a cancelar su anterior actuación prevista en Madrid. Ante tantos obstáculos, explica Malkovich, una obra del tamaño de Just Call Me God se volvió imposible de realizar: “Es colosal. Necesita, entre otras cosas, un órgano gigante. Y para que fuera económicamente sostenible se debían programar al menos 20 o 25 funciones en varias ciudades. Todo eso en un contexto en que no podíamos ensayar, ni volver a seleccionar el reparto ni, durante mucho tiempo, viajar entre EE UU y Europa”. Así ha tenido que llegar ahora The Infernal Comedy para que la estrella suba a las tablas españolas.
Ahí, además de su arte, desplegará su amor por los escenarios. “Hay actores que piensan que podrían aburrirse haciendo lo mismo un día tras otro, pero no es así. Cada vez que cuentas una historia a alguien distinto, ya sea tu primo pequeño o tu padre, el relato varía. El teatro cambia cada noche, es el cine el que no cambia nunca”, agrega Malkovich. E insiste: “El cine siempre dice: ‘Esta es la vida real’. Es muy difícil hacer una película que se abra a otras maneras de narrar, que diga: ‘Soy una película’. Lo que sí varía son las plataformas. Y creo que va en detrimento. Entre otras cosas porque la imagen durante mucho tiempo fue la obsesión de los directores. Aunque no es que me pareciera particularmente sabio darle más importancia a eso que, por ejemplo, a construir la performance con un actor”.
Una vez más, Malkovich mide sus palabras y elige sus reflexiones. Igual que cuando dice, en medio de otra respuesta, “mi tiempo está terminando, pero está bien. Todo llega a un final”.
—Pero tiene usted solo 68 años. No es especialmente viejo.
—Ni joven.
Y añade: “Hay una vida y al final hay una muerte. Quizás trabaje 10 años más, quizás dos días. Seguiré haciendo las cosas que me gustan hasta que no esté aquí, no pueda o pierda interés”. Eso, desde luego, nunca: aburrirse es el mayor de los pecados.
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