No solo traemos hijos al mundo
¿Si no somos ya prisioneras de aquella forzosa cárcel de la domesticidad a qué viene esta insistencia en la crianza?
Leo sobre partos y todo lo que se deriva de ellos: contracciones, dilatación, barrigas desinfladas, pechos doloridos por la subida de leche, hemorroides, bajada hormonal. Leo sobre la maternidad relatos de mujeres solitarias, abrumadas por la experiencia, mujeres estafadas que reprochan al sistema que el mito maternal se les haya derrumbado como los pechos cuando deja de brotar la leche. Leo, en definitiva, relatos ensimismados sobre la experiencia, donde los hombres nunca comparecen, como si no existieran (y los hay); tampoco aparecen las abuelas, que las hay, ni los abuelos (yo veo a muchos paseando criaturas); ni hermanas, ni amigas, ni canguros. Parece que la maternidad se reduce a una mujer aislada observando como una entomóloga su biología, un mirarse hacia dentro que lo convierte todo en fisiología. La teta. La teta ha adquirido un protagonismo insólito. La leche que sube, la grieta, el bebé que muerde y hiere el pezón. La leche a demanda. El niño que ya come jamón y sigue mamando. La madre que se resiste a favorecer la independencia.
Me pregunto si aquellas que reprochan a la sociedad el haber proyectado un relato idílico de la maternidad se han informado solo por el Instagram o por el ¡Hola! Se debate sobre la maternidad idealizada y la maternidad verdadera, el relato de lo ñoño y el que presenta el traer hijos al mundo como un calvario y a la madre como heroína. Relatos contrapuestos pero que comparten una mirada ensimismada, que ni tan siquiera es capaz de comparar su experiencia con la dureza de otras épocas ni con el desamparo de tantas mujeres.
Solo en las sociedades privilegiadas afecta el virus del narcisismo. Hoy, la manera de observar el mundo es orgullosamente generacional, como si ya no nos fuera posible sentirnos apelados por lo colectivo, interesarnos por lo que sucede más allá de la piel que nos recubre. Tengo en mis manos dos pequeños ensayos que siendo de tan diferentes épocas dialogan entre sí: Matar al ángel del hogar, de Virginia Woolf, y Silencios, de Tillie Olsen. Las palabras de Woolf, como suelen, tienen un elemento profético. Habla la escritora de cómo la literatura femenina, aun viéndose constreñida al ámbito doméstico, había producido obras maestras; aun así, Woolf percibe en esas grandes novelas un fondo de dolor y frustración por no poder trascender el universo de las cuatro paredes. Lo que vaticina Woolf y defiende como deseable es una literatura escrita por mujeres que, libres de ataduras, se muestren “menos interesadas en sí mismas y, por otro lado, más interesadas en otras mujeres”. Lo que soñaba Virginia Woolf es que las escritoras pudieran acceder a la narración del mundo bajo su perspectiva, que nunca sería idéntica a la masculina, y escribieran sobre esos territorios que les habían sido vedados, el de la historia, el del ensayo político. Aquello que a fin de cuentas anhelaba Charlotte Brontë cuando se dolía por carecer de “toda facilidad de observación para el conocimiento del mundo”.
En 1971 y al otro lado del océano, Tillie Olsen, mujer de clase trabajadora, madre sin ayudas, escritora que hubo de esperar a sentirse liberada de sus absorbentes obligaciones para publicar a partir de los cincuenta años, reflexionaba sobre ese ángel del hogar al que Woolf, como escritora de clase acomodada, había podido matar y ella, de clase obrera, no. Imagina Olsen un futuro en que las escritoras puedan conciliar creación y maternidad, sin la necesidad de matar a ese ángel “que asume las responsabilidades físicas del flujo cotidiano, del mantenimiento de la vida”.
Aquí se nos muestran dos grandes escritoras. Las dos, a su manera y desde su origen, deseaban para las mujeres un tiempo nuevo en el que pudieran intervenir en el devenir social y político, en el que sus opiniones no fueran devaluadas por su condición femenina. Tal vez sea la admiración que me producen sus reflexiones lo que me lleva a preocuparme por tanta narración ensimismada en un mundo en estado crítico que nos exige pronunciarnos. ¿Si no somos ya prisioneras de aquella forzosa cárcel de la domesticidad a qué viene esta insistencia en la crianza? Lo que los hijos esperan de nosotras, con el tiempo, es tener madres con las que poder conversar: de esta España que arde, del rearme, de los que murieron saltando la valla, de la amenaza climática. El relato de aquel parto con el que los trajimos al mundo queda atrás. Es algo que nos une, pero el amor se fortalece con la conversación mantenida a lo largo de los años.
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