Señores y criadas
El cómo los de arriba se la han colado de nuevo a los de abajo es el misterio aún no resuelto de estos nuevos tiempos
Cuando veíamos Downton Abbey nos entraban unas enormes ganas de prepararnos una tv dinner consistente en: emparedados (que no sándwiches), tabla de quesos, fiambres gloriosos. Verla en Nueva York era curioso, podías percibir la admiración que el pueblo americano, anhelante de una historia aristocrática, profesa a los británicos, como nación con tradiciones de alta categoría.
Nosotros, hablo de mis contemporáneos, habíamos visto de niños Arriba y abajo, y nos pasaba como cuando leíamos algo de Enid Blyton, que hubiéramos deseado merendar pasteles de manzana, escondernos en cobertizos y pasar la niñez en misteriosos internados. Luego ya supimos, bendito sea Roald Dahl, del maltrato a las criaturas y el sueño se esfumó. Arriba y abajo nos acostumbró a normalizar la altivez romántica de los de arriba, y el sentido del deber de los de abajo. Se diría que Dios lo había dispuesto así: unos habían nacido para mandar y los otros, las otras, para obedecer: los de arriba eran exquisitos; las de abajo nos conquistaban con su casticismo. Con Downton Abbey se disparó el presupuesto y todo ese discurso, que encontraba su legitimidad en palabras bíblicas que instaban a los criados a servir como mandato divino, se volvió grandilocuente. Una vez más, se trata de la inigualable capacidad de los británicos para embellecer a sus individuos más detestables, transformándolos en atractivos personajes shakespearianos.
La historia era otra. He cerrado sobrecogida el ensayo histórico del que fuera director de informativos de la BBC, Frank Victor Dawes, Nunca delante de los criados, que se publicó en 1973 coincidiendo con el éxito de Arriba y abajo y cuya traducción ahora en España se da al tiempo que una secuela cinematográfica de Downton Abbey. Dawes, hijo de una criada que comenzó a servir cuando tenía apenas trece años, trató de contrarrestar el malentendido de la ficción y publicó un anuncio en el Daily Telegraph pidiendo a los que hubieran sido sirvientes que le enviaran cartas contándole su experiencia. El resultado fue abrumador. Al buzón del periodista llegaron cientos de valiosísimos relatos, lo cual le animó a investigar sobre las razones de la disminución radical del servicio doméstico después de la Primera Guerra. Plagado de testimonios que narran un régimen de esclavitud enmascarada, en el que se aceptaba, cómo no, la mano de obra infantil, vamos conociendo la resistencia de los señores a modernizar sus instalaciones para que todo fuera fruto del deslome de las sirvientas; el cómo los señoritos disponían libremente de las muchachas, que eran culpadas luego si quedaban embarazadas y expulsadas, abocándolas a la mendicidad o a la prostitución; de las interminables jornadas miserablemente remuneradas.
La marcha de los hombres a la guerra provocó un cambio radical en el sistema productivo: las mujeres fueron llamadas a las fábricas y a las chicas de servicio se les despejó un horizonte en el que, aun siendo infrarremuneradas, no eran objeto del desprecio social. Porque era costumbre en la prensa hacer chanza de las sirvientas, retratarlas como brutas, malhabladas, ladronzuelas, ridículas, rebajándolas a una condición de seres inferiores. Un poco al estilo de las bromas que se hacían con los negros en los Estados Unidos.
La guerra trajo consigo un nuevo orden, pero también alimentó la nostalgia de los privilegiados por sus buenos viejos tiempos. Hasta el Estado intervino para que las mujeres volvieran a servir. El que las casas se quedaran sin sirvientes era para los de arriba un drama descomunal. Algo se recuperó del mundo de ayer, nada añorado por quienes habían pasado las noches de su juventud llorando de cansancio antes de caer dormidas, pero el pasado glorioso no volvió del todo. La Segunda Guerra remató la tarea. Escribe el autor que los sueños del cine, las historias de la radio, la lectura habitual de los periódicos y el acceso a la educación básica de los pobres transformaron las expectativas de muchas jóvenes. La que podía, prefería ser obrera o secretaria. Tal vez con peor sueldo, pero con más consideración.
Termino este libro el mismo día en que dimite ese señorito de Oxford, Boris Johnson, el estrambótico primer ministro que Simon Kuper, periodista del Financial Times, definió en su libro, Chums (Colegas), como miembro de una incestuosa red universitaria oxfordiana, que a falta de otras causas alimentó la nostalgia por el viejo Imperio. Señoritos gamberros, cínicos, clasistas, amorales, sabedores de sus privilegios y defensores férreos de normas de las que se consideran exentos. El cómo los de arriba se la han colado de nuevo a los de abajo es el misterio aún no resuelto de estos nuevos tiempos.
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