Muerte de José Guirao: Poner nombre a los árboles
En cada uno de sus encargos hizo gala de una honestidad, una comprensión y gestión ejemplar de la ‘res publica’, manteniendo su empatía, su discreción, su espíritu negociador y nunca dogmático
La vida me sienta ingrata ante el teclado para escribir un texto sobre José Guirao. Un texto que él no podrá leer (como hacía a menudo con mis artículos para este periódico antes de que se publicaran). Y me viene a la mente la bella historia que Pia Pera cuenta en uno de los libros más conmovedores escritos estos últimos años: Aún no se lo he dicho a mi jardín (Errata naturae). La protagonista va narrando la evolución de su enfermedad a través de la relación con su jardín, al cual no acaba de contar que pronto no podrá seguir cuidando para evitarle el sufrimiento. Ese Guirao jardinero, apasionado por unos árboles que cuidaba y llamaba por su nombre, literalmente —el abeto Andy, Cy, Carmen…—; entretenido con la azada y la pala, disfrutando de los paseos con sus perros, es el que acude hasta mí esta mañana tan triste. Acude, además, para brindarme consuelo.
Aunque no quiere eso decir que la dimensión profesional de José Guirao no fuera brillante y, sobre todo, impecable, si bien no solo por los cargos que ocupó a lo largo de su fructífera carrera, desde director general de Bellas Artes o de Patrimonio en la Junta de Andalucía a director del Reina Sofía o siendo un notabilísimo ministro de Cultura, cesado incomprensiblemente ante la perplejidad del mundo cultural que había acogido su nombramiento con entusiasmo.
En cada uno de estos encargos hizo gala de una honestidad, comprensión y gestión ejemplar de la res publica, manteniendo su empatía, su discreción, su espíritu negociador y nunca dogmático; su mente abierta y generosa con los más jóvenes; su lucidez; esa inteligencia fina y una pasión por la literatura que le unió con lazos sólidos de amistad y afecto a poetas como Valente, Ullán u Olvido García Valdés. De hecho, ninguna de esas altas distinciones —por muchos envidiadas y deseadas— le hizo cambiar su talante, el que amaba a Patti Smith y Rimbaud. Es más, vio llegar y terminar las distinciones con la misma naturalidad elegante —casi estoica a ratos— que cruzaba su vida y sus gustos; sus gestos; con cierta paciencia y tesón, cualidades de los jardineros.
Por eso pienso ahora, cómo el gran proyecto de José Guirao será para la historia La Casa Encendida —en el fondo, cualquiera puede ser ministro o director de un museo—. Allí inventó algo muy parecido al futuro entre la música electrónica —entonces muy alejada del mundo cultural— o el medioambiente. Le delataban sus ojos azules y chispeantes cuando se proponía crear un modelo de gestión que ahora parece normal, pero que hace 20 años era una apuesta, para algunos dudosa. Sin embargo, Guirao apostó.
Apostaron por un equipo muy joven en el cual, con esa intuición extraordinaria que le caracterizaba y hacía de él un jefe perfecto —capaz de dar al tiempo autonomía y respaldo—, cada uno aportó lo que sabía y aprendió lo que no sabía, para hacer del lugar un espacio de encuentro entre los artistas más jóvenes, live art, música electrónica, sus queridos poetas Smith y Rimbaud, skaters, Warhol, medioambiente… Con esa actitud tan alejada del dogmatismo, Guirao convirtió La Casa Encendida en una extraña materialización de su propia visión de las cosas antes de que estuviesen pasando en realidad. Se diría que allí fue sin paliativos el jardinero que ha vuelto a mí esta mañana gris, para consolarme. Plantó las semillas y esperó a que crecieran. Han crecido. En La Casa Encendida, su maravilloso jardín, puso nombre a los árboles para que todos, al llegar, los reconozcamos.
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