Florence Welch ejerce de suma sacerdotisa del amor en una comparecencia efectista y apoteósica en Mad Cool
Kings of Leon disparan en el festival madrileño el precio de la electricidad
Comencemos por un simpático apunte de estilismo. Hace tiempo que los monarcas más melenudos de todo Nashville se han recortado significativamente las greñas. Los estadounidenses Kings of Leon llevan ya casi dos décadas electrizándonos como si nos metieran el dedo en el enchufe, pero puede que ahora el león no sea el espécimen del reino animal que mejor les representa. Su pegada ha pasado a ser de mastodonte. Fue comenzar su concierto de este sábado en el Mad Cool y que los más de 50.000 asistentes nos sintiéramos abocados a un brutal (y fantástico) seísmo decibélico.
Imposible salir indemne de un fenómeno así. Estamos habituados a pensar en el rock como el paraíso por antonomasia de las guitarras, y los hermanos Followill disponen de un par de ellas bien brillantes, contundentes y expeditivas. Pero de la secreción colectiva de adrenalina casi tuvo más culpa la parte rítmica de la formación, que parece salida de unos grandes astilleros. Cada golpe en la caja que propina Nathan Followill y cada nota que pulsa el bajista Jared Followill repercuten físicamente en la boca del estómago y hasta en la yugular de los asistentes. No es solo música: tiene algo de zarandeo. Pero, como resumirían mejor que nadie nuestros viejos amigos Jagger y Richards…, nos gusta.
La predisposición era magnífica. El equipo de los Leon ameniza los minutos anteriores a la comparecencia apuntando por sorpresa a la multitud y registrando sus gestos de sorpresa, euforia o exaltación de la vida en las pantallas gigantes. Es muy divertido y la gente sale guapísima. “Hoy follan todos”, aprovechó una asistente, no sabemos si ilusa o premonitoria, para escribir en su móvil cuando la enfocaban. Pero también pudo influir que veníamos de un concierto hierático de los Pixies, una banda que pretende agrandar su leyenda desde una antipática inexpresividad. Dijo el cantante de KoL, Caleb Followill, que actuar después de ellos era “intimidatorio”, lo que le acredita casi como un diplomático de carrera. En realidad, el líder de los de Boston, Black Francis, no mutó en 70 minutos de concierto ese rictus suyo de funcionario que procede a estampar sellos en la montaña de documentación que le ha encasquetado su jefe de departamento. Y su rock crudísimo y marrullero tampoco se ha movido un milímetro del sitio en 35 años, más allá de que siempre resulten motivadoras las características líneas toscas de bajo de Paz Lenchantin, como en su tiempo las de Kim Deal.
Tampoco era el día más propicio para Leon Bridges, ese joven nostálgico del soul con mayúsculas de los años sesenta que sueña con que un buen día le confundamos con Otis Redding. Cada vez resulta más brillante con la escritura, pero se le nota aún justito de carisma; al menos en este formato festivalero, puesto que era el más colateral de los cabezas de cartel. Así las cosas, hubo que reconcentrar en la familia Followill —los tres hermanos y el primo Matthew— las esperanzas de que la noche del sábado se volviera memorable. Y ellos se aplicaron a fondo. Hasta los 20 minutos no hubo ocasión de escuchar unos arpegios de la Gibson de Caleb sin el arsenal eléctrico arramblando con todo a su alrededor.
La banda conserva algo de esa genética sureña de los comienzos, pero cada vez dirige sus pasos más hacia los estadios. Y en ese apartado, el del rock para enardecer a un público masivo, se desenvuelve con un ímpetu expeditivo. Bastaba con escuchar, por ejemplo, la guitarra cada vez más endiablada de Radioactive, donde Matthew parece una suerte de The Edge yanqui. Los chicos se desvivieron, aprovechando además que ponían fin a su gira europea, pero dejaron la sensación de que, 19 años y ocho álbumes después, tampoco andan tan sobrados de temas emblemáticos, inmortales, imbatibles. Es decir, son buenos pero seguramente no irrefutables.
Florence, torbellino catártico
Si con los Leon se disparó el precio del kilovatio en el mercado mayorista, el siguiente episodio en el Mad Cool supuso una apuesta en toda regla por la energía eólica. Florence Welch, la londinense al frente de Florence + The Machine, es una de esas artistas de las que es imposible apartar la mirada en cuanto se plantifica delante de una multitud. Ha nacido con ese don: es magnética, abrumadora en su teatralidad. Su misma estampa —vestido burdeos con vuelos y capa, la imponente melenaza pelirroja, los pies descalzos— se vuelve mayestática en cuanto alza esa voz de huracán, esa garganta que aglutina dolor, pasión, arrebato y furia sin flaquear en una sola nota. Incluso aunque la oficiante corra y salte de un extremo a otro del escenario como si se dirimiera una clasificación preolímpica. Estábamos más cansados nosotros, meros testigos, que este torbellino prodigioso de la naturaleza.
La catarsis era esto. Y resulta muy liberadora, por apelar a uno de esos temas, el reciente Free, con los que Florence se erige no solo en cantante, sino en símbolo. Nos perdemos la posibilidad de hilar fino, como suele suceder en estos casos, porque no hay manera de que sobresalgan en la mezcla el arpa o el violín. Pero Welch, acaparadora de atenciones, siempre se sobrepone a los pequeños detalles y a cambio nos sumerge durante Dog Days Are Over en una suerte de ritual del amor.
Sugiere la lideresa que la multitud se desentienda de los móviles y redescubra la auténtica dimensión de la vida como una sucesión de momentos únicos: abrazando, por ejemplo, al acompañante de cada cual. Fue tan persuasiva que apenas encontrarán huella de ese momento en las redes sociales. Porque a veces merece la pena sentir y gozar sin necesidad de pregonárselo al resto del género humano.
Inmersa ya en esa suerte de prolongada apoteosis, Dream Girl Evil le sirve a Florence para levitar por las primeras filas entre espectadores que la sujetan, abrazan y protegen como una sacerdotisa. Repetirá la jugada en Big God, quizá por dejar claro que hay algo místico en su relación con un público que le profesa una devoción, en efecto, casi trascendental. Muchos en el recinto no la habían visto nunca antes y, a juzgar por los comentarios cazados al vuelo, debieron de ser muy numerosos los conversos.
Panderos cuadrados para un festival
Sobre el resto del menú, lo mejor sucedió con la llegada al escenario principal de Guitarricadelafuente, incluso a la muy lipotímica hora de las 19.30. Una constatación: lo de este chavalín medio turolense comienza a ser, ahora sí que sí, una cosa muy seria. Comprobar que un crío de 24 años confía en violonchelos, buzukis o panderos cuadrados como munición para un macrofestival representa una osadía felicísima, y emociona escuchar cómo toda una explanada canturrea piezas propias como ABC (la de “Hace falta valor, no hace falta dinero”), de muy evidente filiación tradicional.
Álvaro de la Fuente refrendó el don del quejío auténtico, el de una singularidad que va mucho más allá de su atrevido polo dorado o esas pavorosas alpargatas de color rosa metálico. El lenguaje personal que le admirábamos a aquella Rosalía de Los Ángeles es el que Guitarrica evidencia ahora en ese disco marciano, fascinante y sentidísimo que acaba de marcarse, La Cantera, y que ayer desgranó entre absorto y profundamente emocionado.
Tiene alma el chico, tiene mirada propia, enarbola un desparpajo estilístico del que no paran de surgir buenas ideas y hasta se ha convertido, con la misma naturalidad con que se le revuelven los rizos sobre la cara, en un ilusionante nuevo icono LGTBI. Desde luego, no se mereció la grosería de que le cortaran el sonido a mitad de su última canción, A Mi Manera, mientras la pradera se desgañitaba con esa lectura rumbera de My Way. Por fortuna, la simiente ya ha arraigado y da toda la impresión de que a Álvaro no va a haber quien le calle en estos próximos años.
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