Metallica triunfa a base de oficio en un Mad Cool repleto
El grupo californiano convence a 65.000 personas en un concierto que inaugura el festival madrileño
Hemos pasado del distanciamiento social al pisotón y al “perdona, tío, es que me han empujado y por eso me he caído encima de ti”. También volvemos a ver los conciertos gracias a las pantallas laterales ante la imposibilidad de divisar, por la inmensidad del recinto, a seres humanos tocando instrumentos en un escenario. Esto es rock and roll. Mano alzada con los cuernos: Metallica está en la ciudad. Así eran las cosas antes. ¿O es que no nos acordábamos?
Sigue siendo una experiencia de primer orden vivir un concierto de Metallica, incluso cuando los colmillos de los reyes del metal no se exhiben tan afilados como en sus tiempos de furia. 65.000 personas comenzaron a corear The Ecstasy Of Gold, la composición de Ennio Morricone para El bueno, el feo y el malo que lleva años abriendo los conciertos de los californianos. “Oooo, oooo, ooooo”. Había que escuchar la coordinación armónica del personal. Fantástica. Dos horas después, los mismos miles se dejaban la garganta entonando Master of Puppets, uno de los grandes clásicos del cuarteto impulsado aún más recientemente por las plataformas de escuchas después de protagonizar un momento estelar en la nueva temporada de Stranger Things. Fue el concierto estrella en una primera jornada del festival madrileño Mad Cool repleta de gente, ya que se vendieron todas las entradas. Son cinco días (hasta el domingo 10) con bandas internacionales de primera línea como Muse, Kings Of Leon, The Killers o Jack White.
No fue un recital memorable el del cuarteto. Tampoco flojo. Hubo momentos donde se sintieron los decibelios chocando directamente contra los rostros de un público que dibujaba muecas, unas veces de dolor y otras de felicidad. La imagen palpitante del metal. Pero también fases menos intensas. El arranque fue extraño, sin duda debido a una mala idea. Comenzó el concierto con la banda tocando en una pequeña tarima que se instaló a unos 20 metros del escenario. Solo tenían visibilidad los que rodeaban a los músicos. ¿Unos 1.000? Quizá. Los demás mirábamos las pantallas. Qué remedio. El dislate duró 20 minutos y tres canciones: Whiplash, Creeping Death y Enter Sandman. Otro momento cuestionable fue cuando interpretaron uno de sus temas fetiche, Nothing Else Matters: sonó blandurrio, más Still Lovin You que nunca. Y las introducciones instrumentales (donde algunos de ellos aprovechaban para abandonar el escenario) durante algunas fases del espectáculo crearon un anticlímax que rompía el relato del concierto.
Los cuatro (James Hetfield, Kirk Hammett, Lars Ulrich y Robert Trujillo) se presentaron vestidos de negro. Ni rastro de músicos adicionales ni sonidos sospechosos. Solo ellos (dos guitarras, bajo, batería y voz) sobre un escenario efectivo con un juego de luces al fondo en forma de cuadrados, dos pantallas gigantes a los lados y alguna llamarada ocasional, que siempre gusta. Hetfield, mucho mejor de forma que en su anterior visita en 2019, derrochó carisma con esa imagen de tipo tosco de musculosos brazos tatuados. Citó en varias ocasiones a la “familia Metallica” refiriéndose al público, dijo mucho “Madrrrrrid”, se puso serio cuando realizó un breve discurso sobre la importancia de ayudar a los que tienen impulsos suicidas, y también derrochó buen humor. En una situación de veteranía en la que pueden reírse hasta de sus tropezones, el cantante montó un simpático numerito con el protagonismo de St. Anger, su trabajo más odiado. “Voy a haceros una pregunta”, dijo. “¿St. Anger?”, y subió los pulgares como señal de aprobación. Pocos ovacionaron. Cuando bajó los pulgares la gente aulló dando a entender que no les perdonará nunca haber grabado ese disco. Aun así, tocaron Dirty Window, de aquel trabajo, y a muchos les convenció.
A pesar de que los conciertos de Metallica llevan tiempo convertidos en un encuentro social donde todo el mundo es bienvenido, se mantiene cierto ambiente de orgullo rockero. Ni el reguetón, ni el autotune, ni los sonidos urbanos. Nada va a mancillar el honor de los hijos del metal, sobre todo esos que anoche lucían sus camisetas de Iron Maiden o Motörhead. El grupo les ofreció su repertorio triunfador. Metallica, con todos los miembros camino de los sesenta, debe tener como ejemplo a los Rolling Stones, que apenas varían el repertorio en los últimos años. Va a ser muy complicado que dejen de interpretar alguna de sus diez canciones clásicas: Enter Sandman, Sad But True, Nothing Else Matters, One, Master Of Puppets o Seek And Destroy. Un dato: pasaron de puntillas por su último trabajo, Hardwired... to Self-Destruct, de 2016, ya que solo interpretaron una pieza, Moth Into Flame. Y tocaron una muy celebrada Whiskey in the Jar, tema popularizado por Thin Lizzy.
Todo ejecutado con oficio, que les sobra después 40 años de carrera, y con un buen sonido, al menos en el primer tercio del recinto, donde se posicionó este cronista. Es justo mencionar la notable labor de Kirk Hammett, incisivo en todos sus intervenciones con la guitarra. También cumplió Lars Ulrich, al que muchas veces se le achaca una merma de facultades que repercute en una pérdida de velocidad a la hora de golpear con sus baquetas. No se notó anoche.
La gente estaba tan eufórica al final que se formaron varios corros con el personal lanzándose empellones y patadas. Cuando la música cesó, sudorosos y exhaustos se abrazaron entre ellos. Todos amigos...
Bien Villagers, regular Placebo, desmadrado Yungblud
Del resto de los grupos del primer día de Mad Cool destacaron los Villagers. Se presentaron a las 6 de la tarde, una hora nada agradecida para sus canciones nocturnas para amantes. Tocaron para unos pocos cientos, que disfrutaron del pop bello de estos irlandeses. Una pena que las aulladoras guitarras de Seasick Steve desde el escenario principal se colaran molestamente y rompieran el preciosismo de Villagers. Quizá Wolf Alice, que actuó más tarde, sirvió a algunos como aperitivo para lo rudo que se iba a poner el día, pero el rock noventero de los londinenses aporta poca cosa. El inglés de 24 años Yungblud, sin embargo, montó una fiesta divertidísima. Vestido con tirantes y un traje de pantalón corto provocó que miles de personas bailarán con su efectiva propuesta: ska, hip hip, punk a lo Rancid y mucho cachondeo. Se desgañitó y firmó el récord de “fuck” por minuto en Mad Cool. La gente se lo pasó bomba. Escuchar a Placebo, segundo cabeza de cartel del día, se hizo azaroso. El sonido iba y venía según soplaba la brisa que refrescaba el recinto en ese momento. Independientemente de eso, quizá los mejores tiempos del grupo inglés ya hayan pasado.
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