El festival Grec de Barcelona vibra en su primer fin de semana con Israel Galván y Thomas Ostermeier
El bailaor triunfa con su nuevo espectáculo junto a los niños de la Escolanía de Montserrat y el director de escena alemán provoca un encendido debate sobre la democracia con su versión de ‘Un enemigo del pueblo’
Faltaban pocos minutos para que Israel Galván saliera al escenario del Mercat de les Flors de Barcelona al mediodía de este domingo cuando empezó a correrse la voz en el vestíbulo: “Peter Brook ha muerto”. Y era imposible entonces no recordar que ese escenario existía precisamente por sugerencia del director británico fallecido, que en 1983 representó su versión de la ópera Carmen de Bizet en los talleres municipales de Montjuïc, colindantes con el Mercat, y ofreció al Ayuntamiento de la ciudad que si reconvertía este lugar en un espacio escénico lo inauguraría él mismo con algún espectáculo. ¡Le hicieron caso! Y él cumplió lo prometido: en 1985 el Mercat abrió sus puertas como teatro municipal con el Mahabharata, obra cumbre de Brook.
Treinta y siete años después, no podía haber mejor homenaje a aquella audaz premonición de Brook que un espectáculo de Israel Galván, el bailaor más audaz y transgresor de este tiempo. Un montaje en el que el artista sintetiza siglos y siglos de imaginario popular y lo mismo baila mientras cantan los niños de la Escolanía de Montserrat que se marca un zapateado espectacular con una cantinela de maldiciones de fondo o reconstruye una coreografía inspirada en el Baile de los Seises –una danza que realiza una agrupación infantil tres veces cada año en la catedral Sevilla– a la vez que suenan unas sonatas barrocas para clavicémbalo y una niña repitiéndole una y otra vez: “Tú no sabes tocar los palillos; tú no sabes tocar palmas; tú no sabes bailar sevillanas”. Un juego permanente con la tradición y los símbolos, con ironía y seriedad a la vez, cargado de detalles en cada momento, además de esa manera de bailar única y particular que tiene Galván.
Era la segunda y última representación de Seises, la obra que Israel Galván presentó este sábado en estreno absoluto en el Mercat de les Flors. Uno de los platos fuertes del primer fin de semana del festival Grec, inaugurado por todo lo alto el pasado miércoles con un espectáculo de Nederlands Dans Theater, la emblemática compañía de danza holandesa fundada por Jiří Kylián. La otra gran apuesta del festival para estos primeros días, también con dos únicas funciones el sábado y el domingo en el Teatre Lliure, era la particular versión del alemán Thomas Ostermeier de Un enemigo del pueblo, del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, otra obra cumbre de la historia del teatro europeo, que tampoco decepcionó al público barcelonés.
Cuando esta obra se representó por primera vez en 1883 se montó un buen escándalo. Ocurría casi siempre con las propuestas de Ibsen, entre ellas Casa de muñecas, estrenada en 1879, cuya protagonista es un ama de casa burguesa que abandona a su marido de un portazo en pleno siglo XIX. En el caso de Un enemigo del pueblo, Ibsen se atrevió a poner en cuestión la mismísima democracia, que por entonces empezaba a iluminar Europa después de siglos de monarquías absolutas y autoritarismos, pero que estaba todavía en pañales y era muy frágil. Por eso no parecía conveniente airear demasiado sus defectos. Lo increíble es que casi un siglo y medio después de práctica democrática, el texto sigue suscitando jaleo y ganas de debatir, sobre todo cuando la lleva a escena Ostermeier, uno de los grandes nombres del teatro contemporáneo, director de la prestigiosa Schaubühne de Berlín. Ocurrió el sábado en el Lliure: durante cerca de media hora, en medio de la función, el público fue invitado a discutir sobre quiénes eran los malos de la obra y no hubo un minuto de silencio.
Estrenado en 2012, este Enemigo del pueblo de Ostermeier despista en su primera parte porque parece una actualización sin más de un texto más que conocido, cuyo argumento ya no sorprende a nadie en un mundo más que escaldado de corruptelas democráticas y en general indiferente ante ellas porque se asumen como mal menor. Su personaje principal, el doctor Thomas Stockmann, descubre que las aguas del balneario del que vive su pueblo están contaminadas y quiere hacerlo público, lo que arruinaría a los vecinos, pero las fuerzas vivas del lugar, en connivencia con los medios de comunicación, acaban con la reputación del médico y convencen a los ciudadanos para declararlo “enemigo del pueblo”. Manipulación, demagogia, codicia, ansia de poder… en fin, nada que no sepamos.
Pero ya entrado en el último tercio del espectáculo, Ostermeier nos la juega como se la jugó Ibsen al público de su tiempo. En medio del discurso del pobre y apaleado Stockmann, que a lo largo de la función se ha ganado la simpatía de los espectadores y clama contra la podredumbre del sistema, otro de los personajes de la obra le interrumpe y se dirige al patio de butacas para llamar la atención sobre lo que en realidad está pidiendo Stockmann: puesto que los ciudadanos son tan fáciles de manipular y no saben lo que les conviene, mejor no dejarles decidir sobre las cosas importantes. Es más, hay que aniquilar a todos los corruptos y los que se niegan a la regeneración de la civilización. El público es invitado a votar a mano alzada sobre si Stockmann tiene razón o no teniendo en cuenta este argumento y casi todos los presentes votan a su favor. Pero la bronca está servida: “¿Cómo es posible que votéis a un tipo que pide aniquilar a los tontos y acabar con la democracia?”, dice el antagonista del médico. Se escuchan opiniones de todo tipo: desde una psicoanalista que acusó a las farmacéuticas como instigadoras de todos los males del planeta hasta otra espectadora que sacó a relucir el alza de precios de la luz como síntoma de la degeneración actual del sistema. No está mal para una obra escrita hace 140 años.
Ostermeier estrenó su versión en 2012 y desde entonces se ha representado en una cuarentena de escenarios de todo el mundo y siempre ha suscitado interesantes debates. El catalán Àlex Rigola hizo algo parecido en 2018 en el desaparecido teatro Pavón Kamikaze de Madrid, aunque su propuesta se limitaba a una votación del público, sin debate posterior. Ante la de Ostermeier este sábado en Barcelona, la opinión de los espectadores fue unánime: sí a la democracia, no a la demagogia. Pero ¿es eso posible?
Babelia
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