La embajada más antigua del mundo es española y guarda grandes secretos y joyas artísticas
La sede diplomática ante la Santa Sede, en el corazón de Roma, cumple 400 años en los que ha ejercido una influencia internacional y local extraordinarias
Las paredes del comedor de gala de la embajada española en Roma ante la Santa Sede lucen tres fabulosos tapices de lana y seda del siglo XVIII. Representan escenas de las aventuras de Telémaco, elaborados en la Real Fábrica de Tapices, sobre cartones de Rubens. Se supone que recrean la llegada del hijo de Ulises a la isla de Ogigia, recibido por Calypso, un gran banquete y, finalmente, el desencuentro y la huida precipitada al percatarse de las pérfidas intenciones de Calypso. La proverbial y viajada maldad del gremio señala que son, también, un ilustrativo resumen de la carrera diplomática: la entrega de credenciales, la vida mundana en el lugar asignado y la patada en el trasero cuando llaman de la capital para asignar nuevo destino, vete a saber dónde. Algo que recuerdan bien los 155 embajadores distintos que han lidiado en los últimos 400 años con los asuntos de España ante la Santa Sede, la legación más antigua del mundo.
Cualquier gran época tiene su guerra fría. Y la de entonces se libraba en el centro de la península Itálica. Una batalla por el control e influencia en el mayor centro espiritual de Occidente, que entonces se encontraba en Roma y pertenecía al vaporoso estado Pontificio. Italia y España se encontraban a un lado y otro de esa contienda. También físicamente, en un palmo de tierra. Porque el epicentro de aquella batalla política, económica y religiosa estaba a medio camino de una pequeña ladera romana. Arriba, los franceses. Y abajo, en lo que sería ya una conquista definitiva, los españoles. Fue cuando los Reyes Católicos decidieron trasladar ahí la sede permanente de su embajada ante la Santa Sede. Un movimiento que permitió rebautizar una de las plazas hoy más famosas de Roma —hasta entonces se llamaba Piazza Trinitatis— y desplegar ahí lo que en términos comerciales se conocería hoy como la tienda de bandera.
Isabel Celaá, la titular actual, presidió el martes otro capítulo de los actos de conmemoración que se inauguraron a comienzos de año con una instalación del pintor Esteban Villalta Marzi. La exministra de Educación llegó hace apenas unos meses. Pero la lista de embajadores es larga: de Garcilaso de la Vega (padre) a Ángel Sanz Briz, conocido como el ángel de Budapest, que murió en el palacio en 1980 y cuyo nombre figura en el Jardín de los Justos por salvar a más de 6.000 judíos emitiendo pasaportes falsos cuando era cónsul de España en Hungría. Al principio, se llamaban oradores, pontífices que tendían puentes entre un estado y otro. Y uno de los primeros elegidos fue Gonzalo de Beteta, a quien los Reyes Católicos mandaron en 1480 a Roma, procuraduría desde hacía ya 15 siglos de esos asuntos a medio camino entre el cielo y la tierra. En 1622 se instaló el duque de Alburquerque, el primero que lo hizo ya con sede fija. Y la decisión conllevó alquilar y luego comprar el entonces llamado palacio Monaldeschi, casa desde aquel momento de la embajada española. De este modo, Francia y España quedaron separadas en el centro de Roma por una escalinata entre la Iglesia de Tirinità dei Monti y el nuevo emblema español.
La aventura diplomática corría entonces de la mano —y del bolsillo— del embajador de turno. Había que ser noble o un gran aristócrata. Una inversión en toda regla que otorgaba una suerte de pasaporte al virreinado de Nápoles, como recuerda paseando por las estancias de la sede Letizia Rodríguez, secretaria personal de embajadores en los últimos 36 años y una de las personas que mejor conocen este palacio barroco. El conde de Oñate compró el edificio en 1647 por 22.000 escudos romanos de la época (con cuatro escudos vivían cuatro personas durante un mes). Y luego mandó remodelarlo completamente a Francesco Borromini. El artista diseñó la galería de entrada, la bóveda del salón principal, el patio y la imponente escalera de forma cuadrada, que rompía con sus tradicionales esquemas. De este modo, y tras una importante inversión, se convirtió en algo así como una corte real, en la que el embajador se sentía a pleno derecho como un monarca y hasta se permitía saludar a las visitas tumbado en el zampanaro, una suerte de cama.
La dimensión política y propagandística de la sede fue descomunal. Más allá de bautizar con el nombre de España a la plaza —solo otros dos palacios lograron lo mismo: el de Venecia y el de Florencia—, la embajada se convirtió en un fabuloso centro cultural —Velázquez pintó La fragua de Vulcano en lo que fue la panadería y hoy es la lavandería— y de mecenazgo cultural. Fue principalmente durante el siglo XVII y el periodo de los cardenales embajadores (Francesco y Troiano Aquaviva) que atrajeron huéspedes como Casanova y, entre otras cosas, se construyó la capilla que alberga todavía las delicadas reliquias de San Letancio, el cuerpecito incorrupto de un niño de unos nueve años (acaba de ser revisado por un patólogo que ha confirmado que todo siguen en orden), mártir de Cartago en el año 180. Las reliquias, obsequio del papa Clemente XI, podrían parecer algo inquietantes hoy, pero entonces constituían un extraordinario no va más. También hoy lo parecen en medio de una sobriedad que solo rompe las ocasionales fiestas que organiza el consejero cultural de turno, tradicionalmente ubicado en las dependencias de esta embajada.
La mayoría de las estancias —con la leyenda del fantasma Fray Piccolo incluido— están forradas con la tela que todavía teje una fábrica de Caserta (Campania) para el Palacio de Buckingham y la Casa Blanca. El patrimonio acumulado entre esos acolchados rojos es incalculable, aunque haya pocas dudas de que las dos obras esculpidas por un joven Bernini en 1619, Alma condenada y Alma salvada, son la cumbre de la embajada. Los dos bustos reposan en una estancia a la que se accede a través de la colección de 36 tapices flamencos, francesas e italianos —tres de ellos de 1522— depositada en 1921 por Antonio de Orleans Borbón, duque de Galiera, con esta nota: “Para sustraerlos de acreedores de mala fe”. Es decir, para que no se las embargasen por deudas.
La unidad de medida de la Iglesia es el siglo, pero la embajada ante la Santa Sede seguirá celebrando en los meses que restan del año su cuarto centenario. Cuando todo pase, sus muros continuarán viendo pasar a todo tipo de diplomáticos y embajadores, que quizá se sentirán como monarcas, pero a los que convendría observar detenidamente aquel tríptico de Telémaco y Calypso para recordar que en Roma la mayoría solo está de paso.
Babelia
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