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“Como abogado no te alcanza para vivir, por muchas horas que hagas”: la diáspora venezolana se encuentra con la escritora Melba Escobar

Emigrados de Venezuela en Barcelona reflexionan sobre el derrumbe de su país a partir del nuevo libro de la escritora colombiana

La escritora Melba Escobar charla con Javier Cárdenas (centro) y Joan Moncada (der.), 'riders' de Glovo en Barcelona.
La escritora Melba Escobar charla con Javier Cárdenas (centro) y Joan Moncada (der.), 'riders' de Glovo en Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI
Cristian Segura

Cuando éramos felices y no lo sabíamos es el título del último libro de la escritora colombiana Melba Escobar y es la frase que Gabriela Arriens escuchó tantas veces en Venezuela. “Eso se dice mucho allí, un venezolano lee ese título y le resulta familiar, claro”, afirma Arriens, residente en Barcelona desde hace nueve meses. En su país es propietaria de un hotel en una zona turística, pero la falta de clientela la llevó a emigrar. Su hija, Valeria, que marchó hace años para instalarse en Málaga, le costeó el billete de avión.

Escobar (Cali, Colombia, 46 años) escribió en 2020 una crónica periodística del día a día de los venezolanos, de los pobres de solemnidad y de la clase media que lo perdió casi todo. Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Ariel) acaba de llegar a las librerías españolas. Aparecen voces muy diversas menos las oficiales del régimen de Nicolás Maduro, que no quisieron atenderla. Escobar realizó cuatro viajes a Venezuela entre 2018 y 2020 en los que aparece el dolor, la corrupción, el ingenio para sobrevivir y la esperanza, algo que la mayoría no pierde. “Cuando los niños mueren de desnutrición”, reflexiona la autora, “cuando no existen medicinas para tratar las enfermedades, cuando hay fusilamientos extrajudiciales de los que nadie nunca dirá nada, cuando el salario de un mes de trabajo alcanza para una bolsa de leche y una bandeja de pollo, seguimos pensando en bañarnos con agua caliente, en comer con cubiertos”.

La escritora Melba Escobar.
La escritora Melba Escobar.MASSIMILIANO MINOCRI

EL PAÍS propuso a Escobar, que vive en Barcelona, un diálogo sobre el libro a partir de testimonios de la nutrida comunidad venezolana en la capital catalana. En torno a una mesa de un restaurante venezolano del distrito del Eixample, devorando platos de pescado frito, se citaron Arriens, su amiga Daisy Ñáñez y sus hijos. La última vez que Ñáñez pisó su patria fue hace nueve años, allí le queda una hermana: “Ella dice que no vuelva, que no me gustará lo que veré”. Algo parecido cuenta una de las entrevistadas por Escobar en su trabajo: “Mi suegra vive en Chile y quisiera regresar, pero por su salud es mejor que siga allá. Además, de regresar, no va a saber dónde está. El país que conoció no existe, no podría volver a tomar un autobús para visitar a sus amigas, subirse al metro atiborrado, bajar a la esquina a tomar café como antes, salir de noche”.

A Javier Cárdenas, de 29 años, unos conocidos le sugirieron que se viniera a Barcelona a trabajar de repartidor, y así lo hizo a principios de este año: “Aquí puedes hacer algo tan básico como comprar lo que necesitas, allí no es posible, los precios están malísimos, y además, te da para ayudar a tu familia”. Como rider, Cárdenas amistó con Joan Moncada, de 24 años y licenciado en Derecho en Caracas. “Como abogado no te alcanza para vivir, por muchas horas que hagas. En España también trabajas 12 o 14 horas, y no puedes parar, pero rinde económicamente”, comenta Moncada, y hace hincapié en “la calidad de vida y la seguridad” de su país de adopción, eso también lo tiene presente cada día. La gota que colmó el vaso, lo que le hizo salir de Venezuela, fue un robo violento que sufrió. Escobar revela lo que sucedió con Daniel, uno de los protagonistas del libro, poco después de escribirlo. Daniel era el conductor de la periodista en uno de los viajes. Una noche, conduciendo bebido, rayó un vehículo. El propietario lo mató a balazos.

Juan Carlos González (izq.) de Venezuela, y Javier Mantilla de Colombia, con gorra, en Barcelona.
Juan Carlos González (izq.) de Venezuela, y Javier Mantilla de Colombia, con gorra, en Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI

Alberto González llegó a España en 2019 huyendo de la policía. Participó en una de las manifestaciones de la oposición y le fueron a buscar a casa, pero él no estaba. Su madre le advirtió. Ya habían apresado y torturado a amigos suyos, y decidió que era momento de abandonar Venezuela. Es repartidor y departe con su amigo de infancia Felipe Rodríguez frente a la Sagrada Familia, punto de encuentro habitual de los riders venezolanos, el grupo más numeroso en este sector. Rodríguez migró con 17 años a Perú, allí lavó coches y fue vendedor ambulante de limonadas, y por eso le resulta familiar un pasaje del libro de Escobar en el que una maestra venezolana que se fue a Perú, llama a su familia para anunciarles que había conseguido comprar una olla para hacer arroz: “Con casi treinta años, es la primera vez que consigue comprar algo con su salario”.

Sobrevivir con sueldos que a duras penas permiten adquirir un billete de autobús, pasa factura psicológica. “Salud mental es poderte comprar una franela [camiseta], tomarte una cerveza, irte a la playa, eso es también salud mental”, afirma una maestra entrevistada por Escobar. “Si además de no poder hacer nada de eso, no puedes ni siquiera pagar el transporte para llegar a la escuela ni poner comida en la mesa, pues yo también me habría ido”. Poder tomarse unas cervezas el domingo en la playa y descansar, en vez de dedicarlo a hacer colas para llenar bidones de agua o de gasolina en lugares deprimidos como Maracaibo: ese es un lujo, afirma Cárdenas, que puede permitirse en Barcelona.

Un cartón de leche o unos zapatos

Rodríguez confiesa un capítulo de su vida difícil de olvidar: la primera ocasión en la que fue un supermercado en España y descubrió que podía comprar alimentos y a precios asequibles: “Ahora en Venezuela puedes encontrar de todo, importado, pero a unos precios a los que solo acceden unos pocos privilegiados” Allí tienes que elegir entre comprar un cartón de leche o unos zapatos”, prosigue Rodríguez, “aquí, en cambio, puedo comprar las dos cosas”.

Juan Carlos González, venezolano y repartidor, merienda en un banco con tres compadres colombianos mientras esperan al siguiente pedido. Las relaciones entre Colombia y Venezuela, países vecinos, son uno de los apartados más importantes en el libro de Escobar. Javier Mantilla es de Bucaramanga, cerca de la frontera, y acogió en su casa a varias familias venezolanas que huían del hambre, ahora amigos suyos. Otro colombiano apostilla que unos conocidos suyos fueron asesinados por venezolanos. Eso es porque de Venezuela, añade González, “marcha el honrado y el que roba”: “En Venezuela te matan por un kilo de arroz. Es por eso por lo que hasta los delincuentes emigran”.

“Sin ánimo de ofender, pero para nosotros colombiano era quien venía a recogernos la basura”, le dijo una conocida venezolana a Escobar. “Ahora somos los venezolanos los que recogemos la basura”, apostilla González. Ninguno de los entrevistados se plantea volver a vivir a Venezuela.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario 'Avui' en Berlín y en Pekín. Desde 2022 cubre la guerra en Ucrania como enviado especial. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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