La salud mental de los refugiados: cómo abrirse para cerrar las heridas
Perseguidos y tras abandonar sus países a la fuerza, muchos desplazados forzosos se enfrentan a daños psicológicos muy graves. Los planes de respuesta a estas emergencias humanitarias se han intensificado en los últimos años para atender a estas personas que han encontrado la protección, pero no siempre la paz
Nostalgia, pena, duelo, ansiedad, depresión; y trauma. A salvo en sus países de acogida, uno de cada dos refugiados sufre algún problema de salud mental, según Pieter Ventevogel, jefe de Salud Mental y Apoyo Psicosocial de Acnur, lo que se traduce en insomnio, en desconfianza, en cambios de carácter, en miedo por revivir situaciones pasadas que permanecen alojadas en su cuerpo y en su cabeza. “Y no solo eso. Los problemas son mucho más amplios”, afirma Ventevogel, psiquiatra de formación. La salud mental se resiente de diferentes formas. Desde el pánico que provoca una guerra a la mella psicológica que causa la persecución por razones de orientación sexual o la desolación de ver cómo una catástrofe natural destruye una comunidad entera. “Todos los refugiados se enfrentan a la pérdida en cualquiera de sus formas. Todo esto afecta a su salud. Hay casos en los que les cambia la vida por completo de un día para otro”, asegura Ventevogel.
Fue lo que le sucedió a Marharyta Arbelai Besserra, que hasta el inicio de la guerra en Ucrania ejercía de profesora de inglés y español en Kiev. Al día siguiente del primer bombardeo decidió abandonar el país junto con sus padres y sus dos hijos menores: “En dos horas recogimos la vida de cinco personas en cuatro maletas”, recuerda por teléfono desde Alicante, donde se asentó con su familia hace tres meses gracias a la ayuda de una amiga ucraniana que llevaba tiempo viviendo allí. Se alojó tres semanas junto con sus padres y sus hijos en casa de esta mujer casada con un español. Licenciada en Interpretación por la Universidad Nacional de Kiev, encontró trabajo al poco tiempo como traductora en la Ciudad de la Luz, el centro de recepción de otros refugiados ucranianos en Alicante. Primero con Cruz Roja y a los dos día la contrató la Administración a través de Tragsa. Gracias a su salario, a las ayudas que reciben en forma de alimentos y comida y a la generosidad del propietario de la casa donde residen, que les cobra una renta pequeña, puede mantener a sus dos hijos y a sus padres, mayores de 65 años y que no hablan español.
A salvo en Alicante, la incertidumbre por no saber cuándo va a terminar la guerra y lo que le pueda suceder al resto de su familia y amigos que se quedaron en Ucrania le afecta sobremanera. Su salud mental se ha resentido desde que salieron de su país: “Voy a seguir luchando por mi familia, pero las fuerzas no son eternas”, cuenta. Hace un mes, debido al estrés, el cansancio y la ansiedad acumulados, sufrió un colapso: “Una persona me ofendió y no pude retener las lágrimas. Al día siguiente me dio fiebre y tuve que estar en cama varios días”, recuerda Arbelai Besserra, que a su propio trauma le suma el de tratar con un centenar de refugiados que llegan cada día en busca de protección a la Ciudad de la Luz. “Necesitan apoyo psicológico. Algunos son más fuertes y otros se presentan decaídos. Los hay emocionalmente destrozados. Les doy un abrazo, los animo y les proporciono enlaces de webs para que busquen trabajo y vivienda”, cuenta esta mujer, muy creyente desde la infancia. “Lo que hago no es un trabajo, sino un ministerio; sirvo a la gente”, explica.
Aparte de la atención más perentoria que Arbelai Besserra brinda a sus compatriotas, la que tiene que ver con ayudar en la interpretación y traducción para que los refugiados tramiten la solicitud de protección, la tarea que realiza se acerca mucho a lo que los expertos denominan crear comunidad. Como precisa Ventevogel, se trata de “estar socialmente conectado, facilitar un espacio de apoyo y entendimiento”. Esta refugiada ucraniana, desde su labor como intérprete, conoce sus historias, los escucha para transmitir la información. Les da confianza. A su lado se sienten a salvo. El inicio de la recuperación psicológica que muchos tendrán que emprender en los siguientes meses.
Espacios seguros para los refugiados
Esa es la primerísima fase, la de llegada. Después le seguirán la de asentamiento y a continuación la de convivencia e integración. Ventevogel, el experto de Acnur, señala que los Gobiernos y las autoridades deben fomentar la salud mental, encargarse de escolarizar a los niños, facilitar la organización de actividades comunitarias, pero también atribuye un papel importante a las asociaciones locales: “Se trata de crear espacios donde los refugiados se sientan en confianza, donde encuentren ese sentimiento de pertenencia”, afirma Ventevogel, que atiende por teléfono desde Ginebra (Suiza).
Esos espacios pueden ser clubes de fútbol, cursos de cocina, clases de idiomas o de música donde, de forma natural, los refugiados se relacionan y se abren. Vuelven a su país por un rato. O esos espacios pueden ser grupos del colectivo LGTBI, como el que ayudó al venezolano Samuel Maiorana, perseguido en su país por ser gay, a superar la homofobia interiorizada que sufría: “No me aceptaba a mí mismo. En España, donde hay leyes que nos protegen, no era capaz de caminar de la mano con mi pareja, ni siquiera de agarrarle del hombro”, asegura. Todavía le cuesta pero, tras haber asistido a estas terapias grupales y a sesiones individuales con psicólogos, “mi pareja y yo ya nos presentamos como novios”. Y añade: “Tuve un subidón de empoderamiento”.
Maiorana recuerda que, en el proceso de solicitud de asilo en España, le resultaba imposible contar a los funcionarios que la razón por la que le perseguían en su país era su orientación sexual: “Al final acababa por resumir mi historia en tres líneas”, recuerda, cuando su historia daba para tres cuadernos. Cuando trabajaba como abogado en un centro penitenciario en su ciudad natal, en Barquisimeto, lo acosaron. Cuando se fue a dar clase a la Universidad Fermín Toro, lo acosaron. Cuando asistió a una marcha pacífica, lo arrestaron y vejaron… “Al final, cuando estás en España, dices que eras perseguido por motivos políticos. Es muy difícil contar por lo que has pasado”, asegura este venezolano de 38 años, que vive con su pareja, también venezolana, en Madrid.
Tras completar un máster en Migraciones en la Universidad de Comillas (Madrid), se emplea como coordinador de hospitalidad en la Compañía de Jesús, una orden religiosa que acoge a refugiados que han quedado fuera del sistema. “He estado en los dos lados del escritorio. He solicitado protección y ahora atiendo a los que la necesitan”, cuenta este aficionado a la lectura y la meditación. “Muchas de las personas a las que atiendo han venido a España por lo mismo que yo, pero no se atreven a decirlo”, asegura. Ventevogel apunta que no resulta conveniente animarlos a compartir sus sentimientos, sino brindarles un espacio seguro y de confianza para que si ellos lo estiman oportuno se abran y cuenten su situación e incluso sus problemas psicológicos.
El cambio en la forma de abordar la salud mental
Ventevogel señala el cambio que se ha producido en las últimas dos décadas a la hora de atender la salud mental de los refugiados, que en su mayoría se asientan en países de renta baja, con pocos recursos: “Se trata de crear programas de formación para sanitarios, trabajadores sociales, voluntarios e incluso otros refugiados para tratar al mayor número de desplazados posible”, explica. Al no poder acceder a terapia en algunos casos, al menos se garantiza una atención básica en el terreno.
Los psiquiatras y psicólogos supervisan la atención, pero en muchos casos los que atienden emocionalmente a los refugiados son otros refugiados o los trabajadores humanitarios y voluntarios que se encuentran en los asentamientos o en los lugares de recepción de desplazados forzosos, como los países limítrofes con Ucrania: “En los planes de respuesta a esta emergencia se está considerando la salud mental. Tiene mucho protagonismo”, afirma Ventevogel, en contraposición con el lugar que ocupaba el tratamiento emocional en el pasado.