¿Se puede evitar que un hijo sea desgraciado?
Lo más difícil de la maternidad no es traer al mundo una vida, sino lo que viene después: ese aceptar en silencio las decisiones de quien en su día fue tan tuyo
Hay historias que merecerían ser contadas. Los dichosos años ochenta se han narrado desde el punto de vista de los hijos, ahí están nuestros deseos, nuestra necesidad de romper con los principios paternos y de no reproducir la vida doméstica de las madres. Pero falta por contar lo que sintieron ellos, esa generación que afrontó la juventud convulsa de unos hijos que celebraban la llegada de las libertades. La irrupción del compromiso político, la apertura sexual, las drogas. ¿Cómo vivieron nuestros padres el espectáculo callejero de las drogas? ¿Cuánto temieron la posibilidad de encontrarse a sus hijos medio colgados en una esquina? ¿Cómo se sentían cuando escuchaban ese discurso desahogado y alegre sobre las adicciones? A mis 20 años yo hacía reportajes con el magnetofón al hombro: pude escuchar las voces de aquellas madres de barrio contra la droga. Ahí estaban, desesperadas, pero resistentes, indignadas por saber que su discurso se perdía entre tanto pedante que banalizaba los coqueteos con la heroína. Quedan para la historia las palabras del venerado alcalde de Madrid, Tierno, animando a que se colocara el que aún no lo estuviera, y esos debates televisivos en los que algún filósofo radical en la defensa de las libertades demostraba nula empatía hacia la madre de un drogadicto.
Cuando cumples años, si es que la vida no te hace más idiota, tienes la posibilidad de deshacerte de la egolatría juvenilista y admitir que hubo un tiempo en el que la arrogancia te impedía ser consciente de que los miedos de tus progenitores estaban justificados. Los padres y madres del presente han incorporado otros temores a los de antes; a las adicciones conocidas se han sumado las que provoca la tecnología. Eso sí, la figura del papanatas que defiende a toda costa la última tendencia es eterna. Cuando en un centro de menores te encuentras con una chavala que agredió a su madre por quitarle el móvil te das cuenta de que todas las dependencias producen una estrechez de la mente, que perfilan personalidades egoístas que solo pueden albergar una obsesión que no deja sitio para observar el dolor que provoca.
He leído estos días con tristeza la desgraciada historia del hijo de Paul Auster y Lydia Davis. Como saben, el joven fue acusado de homicidio involuntario por dejar la heroína que él consumía al alcance de su bebé de diez meses. Daniel Auster, que estaba desde entonces bajo libertad vigilada, ha muerto por sobredosis. En el aire queda la sospecha del suicidio como único alivio al mal que provocó su negligencia. Aunque unas adicciones se sustituyen por otras, porque siempre están los que se lucran con la tendencia humana a engancharse, encuentro que hay un discurso menos cínico con respecto a este asunto. Imposible no concebir el alcoholismo como una desgracia que hunde la vida y lacra la creatividad o la drogadicción como un aniquilamiento de la voluntad. Parte de la impresión que me ha producido esta historia neoyorkina está íntimamente relacionada, lo confieso, con aquellos miedos que padecí a una mala deriva de los hijos adolescentes. Hay tantos factores que una buena educación no controla, yo qué sé, la fascinación sincera de una adolescente por un ambiente tóxico, el enamoriscamiento por una persona indeseable, el deseo de experimentar. Un adolescente es un aventurero temerario. Y qué complicado es encontrar el punto justo entre sobreproteger y despreocuparse.
Fascinada como suele estar la ficción y los críticos por el punto de vista del joven maldito, poco espacio queda para escuchar a quien sufre las consecuencias del hijo incontrolable. Lydia Davis escribía en uno de sus cuentos algo que parece referirse a su hijo, a los hijos: “Si eres solo un poco egoísta, te ocupas de ellos, les prestas atención. Sabes lo que hacen con sus amigos, les haces preguntas, pero no muchas y solo hasta cierto punto, porque nunca hay tiempo; luego llegan los problemas y tú no los ves venir porque estás muy ocupada; roban, y te preguntas cómo ha llegado esa cosa a tu casa; te enseñan lo que han robado y, cuando les preguntas, mienten; cuando mienten, les crees siempre, porque parecen tan cándidos y sabes que te llevaría mucho tiempo conocer la verdad”.
Lo más difícil de la maternidad no es traer al mundo una vida, aunque la literatura se haya centrado ahora empecinadamente en este relato, sino lo que viene después: ese aceptar en silencio las decisiones de quien en su día fue tan tuyo, sean esas decisiones un camino hacia la felicidad o hacia la ruina.
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