‘La Regenta’, la obra maestra que Oviedo no perdonó a Leopoldo Alas
Ricardo Labra analiza en su ensayo ‘El caso Clarín’ la compleja y traumática relación entre la capital asturiana y el escritor que la convirtió en Vetusta
En los primeros meses de 1885, recién llegado a las librerías el primer tomo de La Regenta, un universitario ovetense de familia ultracatólica fue sorprendido por su padre mientras leía la novela de Leopoldo Alas, Clarín, y el joven no encontró otra forma de escabullirse que improvisar un bulo. Era falso que el autor hubiera regalado ejemplares a sus alumnos, pero al obispo Martínez Vigil le bastó que corriera esa mentira para condenar públicamente aquel libro “saturado de erotismo, de escarnio a las prácticas cristianas y de alusiones injuriosas a respetabilísimas personas”. Tras aquella primera lectura ideológica que calificaba a su autor de “salteador de honras ajenas”, el legado de Clarín estuvo más de medio siglo proscrito en su ciudad. Destruyeron su busto y fusilaron a su hijo, el rector Leopoldo García-Alas, en 1937. Pasados 136 años el escritor y su gran novela, considerada una de las mejores de la literatura española, no se han recuperado aún de aquella sombra de complejos, tabúes y miedos que persiste en el Oviedo que inspiró la Vetusta de la ficción. El escritor Ricardo Labra lo cuenta ahora en El caso Alas ‘Clarín’ (Luna de Abajo), un estudio que arroja luz y nuevos detalles sobre ese triángulo tóxico y fosilizado que se estableció entre Clarín, La Regenta y Oviedo.
“Pocas novelas de otras literaturas han tenido una relación tan compleja y dialéctica con la ciudad que reflejan como La Regenta con Oviedo”, explica Labra. “Clarín estudió a fondo la ciudad”, admite, “y si hoy todavía, al leer la novela, se reconoce Oviedo, uno se pregunta qué no pasaría entonces, aunque su retrato es un daguerrotipo, una obra de arte, y en este sentido Oviedo se convierte en el palimpsesto de la novela”. Que Oviedo no es Vetusta es lo que le repetía en una ocasión el erudito tradicionalista Jesús Evaristo Casariego a la nieta de Clarín, Cristina Alas, quien zanjó la cuestión con un rotundo “no, Oviedo fue mucho peor que Vetusta. ¿Quién le iba a decir a Clarín que iban a hacer lo que hicieron con su hijo?”. La primera conclusión del trabajo de Labra, que rememora aquella anécdota, es que si La Regenta se leyó primero en la capital asturiana como una novela-clave donde identificar familias y lugares, y esto condicionó su recepción, desde entonces, “en su intento de escapar del libro, la ciudad no ha hecho otra cosa que quedar más atrapada en ella”.
En el afán por rastrear la relación de los tres espacios de poder local ―la catedral, la Universidad y el Ayuntamiento― con La Regenta, Labra encontró en el conjunto escultórico dedicado a Clarín en el Campo de San Francisco, el gran parque de Oviedo, un elemento central que explica el trauma de Vetusta y su correlato. El monumento fue idea de un grupo de intelectuales locales, pero el proyecto tuvo que esperar a la instauración de la II República para su inauguración, más política que literaria, el 4 de mayo de 1931. La efigie de Clarín, obra de Víctor Hevia, se completaba, en la parte posterior de las piedras, con un bajorrelieve de Manuel Álvarez-Laviada en el que el escultor había tratado de plasmar el ansia reformista y modernizadora de Leopoldo Alas con la alegoría de un cuerpo femenino despojándose de ropajes.
Se titulaba La verdad libre de toda hipocresía y, al igual que La Regenta, trajo el escándalo. Una parte de la sociedad ovetense juzgó que la alegoría era una imagen libidinosa y los padres prohibieron a sus hijos acercarse al monolito y contemplar la trasera. Ese veto, dice Labra, fue “premonitorio”. No habían pasado seis años cuando su hijo el rector fue detenido y fusilado en plena Guerra Civil. El proceso ha sido muy estudiado, y este nuevo ensayo ofrece testimonios suficientes para concluir que “no solo lo fusilaron por ser una persona comprometida con la causa republicana, sino, sobre todo, por ser hijo de Leopoldo Alas”. La propia víctima, en la cárcel de Oviedo, confió a un amigo: “Matan en mí la memoria de mi padre”. Pero los enemigos de Clarín no quedaron sathhhisfechos. El ensayo de Labra determina por primera vez que fue en los últimos días de febrero, tras la muerte del hijo, y no antes como se pensaba, cuando un “sector de la oligarquía ovetense” colocó una cabeza de burro sobre el busto del escritor y después destrozó el monumento. “A Clarín no se le podía matar más que simbólicamente, y eso fue lo que se hizo doblemente en Oviedo con saña y brutalidad; primero borraron su imagen en carne, en la persona de su hijo, y luego en piedra”, relata Labra. Las peripecias del busto no se acabaron ahí. La ausencia del monumento resultó un problema en el Oviedo de los años cincuenta. “Ningún alcalde deseaba formar parte de la barbarie que llevó a cabo su destrucción, ni mucho menos ser cómplice del magnicidio de su hijo”.
Así las cosas, el alcalde Ignacio Alonso de Nora encargó a Víctor Hevia otro busto, pero no se atrevió a instalarlo en la calle y la efigie fue víctima de un laberíntico expediente que duró 13 años, desde el 9 de diciembre de 1955 hasta 1968. El caso Clarín analiza por primera vez con lupa toda esa documentación municipal, los cinco años de silencio administrativo y el primer intento de la corporación de salvar la cara sin incomodar a los sectores más conservadores cediendo el busto a la Universidad de Oviedo. Al final, cuando se pretendía colar la restitución de Clarín dentro de un festival literario dedicado a más autores, el Ministerio de Información y Turismo intervino. “La orden vino de arriba”: Clarín volvería al Campo de San Francisco y habría homenaje. El Ayuntamiento cumplió la otra parte y cedió a la universidad una copia del segundo busto, que todavía hoy preside el vestíbulo de la Facultad de Letras en unas escaleras de mármol que, justicia poética o guiño macabro, sufragó en su día, cuando el edificio se construyó para seminario, aquel obispo que había sido el primero en condenar La Regenta.
Ricardo Labra admite que se enfrentó a su investigación, apadrinada por el hispanista Jean-François Botrel, como quien entra “en la tumba de Tutankamón”, y que en el monumento a Clarín encontró su “piedra Rosetta” que explica todo. También, lo que queda por reparar. El autor insiste en que la reposición fue parcial porque nunca se repuso aquella Verdad libre de toda hipocresía que tanto escandalizó. Labra sugiere que el Ayuntamiento bien podría pedir hoy a otro artista una lectura del espíritu Clarín para completar el conjunto escultórico y cicatrizar esas heridas. Sin ese matiz, el homenaje al sentido profundo del escritor y su obra se diluye en el Campo de San Francisco, en una suerte de “blanqueo” al novelista y su obra que parece extenderse por la ciudad, donde la estatua de Ana Ozores es más selfi para turistas, fosilizada en dama de época, que testigo de los vicios morales de las sociedades provincianas replegadas sobre sí mismas. Ninguna placa recuerda tampoco el lugar donde Clarín escribió La Regenta, en el número 34 de la calle Uría, ni su última residencia, al final de la calle Campomanes. Tampoco hay referencia en la Biblioteca de Asturias al Archivo Clarín, que sus descendientes legaron recientemente.
Contemplado así, el clima parece no haber cambiado tanto desde la muerte del escritor, en el año 1901, cuando las grandes loas y funerales públicos se acompañaron de un clamoroso silencio sobre La Regenta. Es algo parecido a lo que sucedería siete años después, en 1908, cuando la Universidad de Oviedo celebró el tercer centenario de la institución y el rector, Fermín Canella, decidió no citar a Leopoldo Alas en la relación de universitarios ilustres en el acto oficial celebrado en el viejo caserón de la calle San Francisco. Un artículo de la época completa la estampa: “En aquel momento, rompiendo el religioso silencio que precede a los momentos solemnes, una vibrante voz juvenil gritó ‘¡Viva Clarín!’, y el pueblo allí presente, entre el que abundaban estudiantes y obreros, contestó clamorosamente con un entusiasta ‘¡Viva!”. Ricardo Labra pone el apunte final: “El acto siguió como si nada hubiese sucedido, el vuelo de una golondrina no hace primavera”.
Babelia
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