Mavi Doñate: “En China no echan de menos una democracia o los derechos humanos porque nunca los tuvieron”
La periodista cuenta el gran cambio que ha vivido el gigante asiático durante los seis años de su corresponsalía con RTVE en Pekín
Vivir en China y cubrir sus noticias durante seis años es suficiente para cambiarte la vida, especialmente durante una pandemia que cerró el país mientras afianzaba su nacionalismo y posición internacional de forma fulminante. Mavi Doñate (Zaragoza, 1971), corresponsal de TVE, ha experimentado en carne propia ese gran cambio de China y cuenta su experiencia en Bajo la mirada del dragón despierto (Plaza y Janés).
Pregunta. ¿Qué le sorprendió más al llegar?
Respuesta. El sistema entero. En París ha sido noticia que un fotógrafo haya muerto de frío sin que nadie le atienda, en China la noticia habría sido que le ayudasen. No es un pueblo muy solidario.
P. ¿Ha contado los días, como los 55 días en Pekín?
R. No. Allí siempre parecía que había llegado ayer. Pekín es una ciudad totalmente tecnificada, llena de rascacielos, con un ir y venir en las calles de gente, un caos, las aceras llenas de puestos de comida, motos, bicicletas y la riqueza, los contrastes. Ves unos cochazos que no se ven en Madrid y una bolsa de gente que no llega a 200 euros al mes. Parece una película futurista de Batman con rascacielos y al lado casitas de una planta sin baño. Un poco Blade Runner.
P. ¿En qué cambió China en esos seis años?
R. Es mucho más tecnológica, más cerrada y cambia constantemente. La tienda en la que compras el arroz a los dos meses es un centro de estética y a los cuatro meses otra cosa. Vive una reinvención y un cambio constante.
P. ¿Hay allí aire para respirar y pensar?
R. No. Pero a la gran mayoría no les importa. Una chica de 30 o 40 años, por ejemplo, sabe que sus padres y abuelos pasaron hambre y que ahora pueden comer, viajar y comprarse el último modelo de iPhone. No echan de menos una democracia o derechos humanos porque nunca los tuvieron. Viven bien.
P. ¿Creen en el régimen o simplemente se resignan?
R. Hay una generación joven que está convencida de que el Partido Comunista es lo mejor, y que no hay otra posibilidad. Hay 95 millones de los 1.400 que pertenecen al partido, y este está infiltrado en todos los órdenes de la sociedad, desde el barrio y la comunidad de vecinos, hasta las altas instancias. En los últimos años, han apretado las tuercas: más censura, más control y más nacionalismo. Saben que son una potencia, se lo creen, y hacen alarde de ello. Cuando yo llegué en 2015 no era así. Querían ocupar un lugar en el mundo, pero ahora hay un viraje. Todos los engranajes están destinados a que se crean que lo que tienen es lo mejor, como en la España de Franco. Se necesita ser muy valiente e incluso insensato para echar a perder tu vida si sabes que puedes desaparecer, que te pueden encarcelar y hacer la vida imposible. El que no está convencido tiene que sobrevivir. Pero la mayoría lo están.
P. ¿Ha tenido miedo?
R. He pasado más impaciencia que miedo. He sentido cansancio, enfado al ver cómo el control y la imposibilidad de hacer cosas se intensificaba. Pero no miedo.
P. Y España, ¿cómo ha cambiado en su ausencia?
R. La polarización de la sociedad, ver cómo emergen los radicalismos políticos. Por otro lado, viniendo de allí, donde los jóvenes no separan la vista del móvil y hay más desconfianza, aquí en Europa he notado más humanidad, también una sociedad más lenta. China tiene un proyecto, te guste o no, y nosotros estamos un poco perdidos. No sabemos hacia dónde vamos.
P. ¿Por qué eligió periodismo?
R. Para contar la realidad que veo, investigarla, verla con otros ojos. Siempre he sido curiosa. Desde pequeña me gustaba ver a Rosa María Calaf, a Nuria Ribó, a Carmen Sarmiento, quería ser como ellas... Y no fue fácil. En Zaragoza no había dónde estudiar Periodismo. Mi padre trabajaba en El Heraldo de Aragón en distribución y veía que los periodistas salían a las dos de la mañana y se iban fumando de bares y le parecía que no era una profesión muy decente (ríe). Tuve que pelearlo, no lo veían. Luego estudié en Pamplona. Empecé en la Agencia Efe, luego Europa Press y como había hecho prácticas en Radio Exterior y estaba en su base de datos me convocaron a unas plazas, aprobé y entré en TVE. Cuando me ofrecieron ir a China viví tal shock que una amiga me dijo: “te vas a China, no te mueres”. Pero mi familia y mi pareja me animaron. Y allá me fui. La llegada fue tremenda: los reconocimientos médicos que debes hacer para que te den el visado se hacen en un sitio que parece del doctor Mengele.
P. ¿Qué es lo más impresionante que ha cubierto?
R. Los viajes a Corea del Norte, ya no tanto por los desfiles militares en los que no sabes si el misil que te enseñan es de cartón piedra, sino por los que desfilan: todos vestidos de trajes regionales, con unos rostros en los que notas la desnutrición y unas caras de película distópica, no sabes si son de terror, de éxtasis, de pavor o de felicidad. Cuando llegaba a China después de Corea del Norte respiraba libertad.
P. ¿Ha comido pangolín?
R. No, ni pangolín, ni murciélago, ni rollo de primavera. He comido una cocina china fantástica. En África se come pangolín y canguro. El problema es si esos bichos han pasado controles sanitarios. No sabemos si la covid salió de ese mercado donde se vendían zorros, civetas, animales salvajes hacinados… Y no lo sabremos. China no lo permitirá.
P. Lo del pangolín lo entendemos. ¿Pero los rollitos?
R. La comida china que ha llegado a Occidente no es la que se come allí. Allí no hay rollos de primavera, como mucho en Hong Kong, pero son más vietnamitas. Es una invención de una supuesta comida asiática en general. La comida china es muy parecida a la nuestra: mucha verdura, ternera, pescado fantástico, muy rica, variada y sana preparada en el wok. A veces se come mejor que en España.
Doñate dejó China y se instaló en París, donde hoy busca restaurantes chinos. De allí también trajo un marido, el mismo con quien había pasado media vida y con el que se casó en 2018 por imperativo legal (chino).
Babelia
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