Ni en Roma ni en Grecia. El origen del mundo Occidental está en los instrumentos de navegación
Milenios de interacción han sido ahogados por ideas que organizaban el mundo en civilizaciones separadas, escribe Josephine Quinn, la primera mujer que imparte Historia Antigua en la Universidad de Cambridge. ‘Ideas’ adelanta un extracto del libro

Todos los años, cada mes de noviembre, me siento en el sofá de mi despacho universitario para leer el lote de solicitudes de acceso a cursos de grado, y siempre me acabo encontrando con la misma frase compuesta casi exactamente de las mismas palabras: “Me gustaría estudiar el mundo antiguo porque Grecia y Roma son las raíces de la civilización occidental”.
Entiendo por qué algunos de mis posibles futuros alumnos ven las cosas así. Respetables fuentes de referencia, desde la Encyclopedia Britannica hasta Wikipedia, describen el desarrollo de una cultura occidental característica y bien delimitada basada en las ideas y los valores de Grecia y Roma, que se perdieron durante la Edad Media, pero se redescubrieron en el Renacimiento. En ocasiones, esta historia también incluye los pueblos y la literatura de la Biblia, pero cuando se mencionan otras “civilizaciones” antiguas es solo para ser reemplazadas por el mundo clásico en la marcha inexorable de la historia y la cultura occidental. Los predecesores de los griegos y romanos pueden resultar interesantes, incluso impresionantes, pero no son “nuestros”. Cualquier contribución que hiciesen fue superada por las de Grecia y Roma, responsables de todo tipo de cosas buenas, desde la filosofía a la democracia y el hormigón. Sus vecinos son ignorados, al igual que las relaciones posteriores entre los europeos occidentales y los pueblos al norte, sur y este.
Se podría imaginar que, como profesora especialista en los clásicos, estaría de acuerdo con esta forma de pensar. Los estudios grecorromanos siempre me han parecido ricos y gratificantes, y el lugar que ocupan los griegos y los romanos en el centro de las ideas sobre “Occidente” es una de las razones por las que mi campo sigue existiendo. Pero tres décadas de docencia e investigación me han convencido de que una narrativa centrada en Grecia y Roma empobrece nuestra visión del pasado y la comprensión de nuestro propio mundo. La verdadera historia detrás de lo que ahora se llama Occidente es mucho más amplia e interesante. Las historias de los griegos y los romanos tenían raíces en otros lugares y pueblos más antiguos, y gran parte de sus ideas y tecnologías eran de otros sitios: códigos de leyes y literatura de Mesopotamia, esculturas de Egipto, irrigación de Asiria y el alfabeto del Levante. Conocían todo esto, y lo ensalzaban.
Los griegos eran conscientes de que compartían el Mediterráneo con otros pueblos (cartagineses y etruscos, íberos e israelíes) y convivían con imperios más poderosos hacia el este. Sus leyendas vinculan a sus héroes con las reinas, reyes y dioses de tierras extranjeras, tanto reales como imaginarias: fenicios, frigios, amazonas… Igualmente, el mito fundacional de Roma la convirtió en un lugar de asilo para refugiados, mientras que el poeta romano Catulo se imaginaba viajando con amigos a India, Arabia, Partia, Egipto e incluso a “las tierras de los bretones, en el fin del mundo”.
Por otro lado, los griegos y los romanos rara vez comparten lo que en la actualidad se denominan valores occidentales. De hecho, gran parte de lo que estos antiguos daban por sentado parecería extraño hoy en día, o incluso inaceptable. La democracia ateniense era solo para los hombres, hombres que alababan la seducción de niños mientras sus mujeres permanecían en silencio y ocultas tras un velo. Los romanos abrazaron la esclavitud a gran escala y asistían a las ejecuciones públicas por pura diversión.
No existe una conexión privilegiada entre los antiguos griegos y romanos y el “Occidente” moderno: los Estados nacionales de Europa occidental y sus colonias en ultramar. La capital del Imperio Romano se trasladó a mediados del primer milenio después de Cristo a Constantinopla, y permaneció allí durante más de 1.000 años. Mientras tanto, los musulmanes combinaban el aprendizaje del griego con la ciencia de Persia, India y Asia Central y las nuevas tecnologías fluían por África, Arabia y el océano Índico, al mismo tiempo que los marineros en los mares del norte y los jinetes en la estepa canalizaban bienes e ideas desde China hasta Irlanda. Este es el enorme mundo que se extiende desde el Pacífico hasta el Atlántico y que las incipientes naciones de Europa occidental heredaron en el siglo XVI, cuando se adentraron en uno nuevo. Sin embargo, estos milenios de interacción han sido olvidados en gran medida, ahogados por ideas desarrolladas en el periodo victoriano que organizaron el mundo en “civilizaciones” separadas y a menudo diametralmente opuestas.
Lo que voy a contar es una historia diferente: una que no comienza en el Mediterráneo grecorromano y luego resurge en la Italia del Renacimiento, sino que rastrea las relaciones que construyeron lo que ahora se llama Occidente desde la Edad del Bronce hasta la era de la exploración, cómo las sociedades se encontraban, se entrelazaban y se separaban. Son las conexiones, no las civilizaciones, las que impulsan el cambio histórico. (…)
Todos los seres humanos están estrechamente relacionados entre sí; más que, por ejemplo, la población de chimpancés del mundo, mucho más pequeña que la humana. (…) Nuestros antepasados viajaban con frecuencia, recorrían largas distancias y se encontraban con gente nueva. La migración, la movilidad y la mezcla están arraigadas en nuestra historia. En palabras del genetista de Harvard David Reich, un árbol “es una analogía peligrosa para las poblaciones humanas. La revolución del genoma nos ha enseñado que se han producido grandes mezclas de poblaciones altamente divergentes. En lugar de un árbol, sería más apropiado hablar de una enredadera que lleva mucho tiempo ramificándose y entremezclando sus tallos”.
No son los pueblos los que hacen la historia, sino las personas, y las conexiones que crean entre sí. La sociedad humana no es un bosque lleno de árboles, con subculturas que se ramifican a partir de troncos individuales, sino que es más bien como un lecho de flores, que necesita una polinización regular para volver a germinar y crecer. Las culturas locales diferenciadas van y vienen, pero son creadas y sostenidas por la interacción, y una vez que se establece el contacto, ninguna región está realmente aislada. Nunca ha habido una cultura occidental o europea única y pura. Lo que se denominan “valores occidentales”: libertad, racionalidad, justicia y tolerancia, no son única u originalmente occidentales, y el propio Occidente es en gran parte un producto de vínculos muy duraderos con una red mucho más amplia de sociedades, al sur, al norte y al este. (…) Las transformaciones pueden ocurrir en momentos de gran agitación y antagonismo (migración, guerra y conquista) y la gente puede aprender más de sus rivales, incluso de los acérrimos.
Cerca de cuatro milenios separan las dos revoluciones que enmarcan mi investigación: la aparición de los instrumentos de navegación en mar abierto en el Mediterráneo, que permitió el primer enlace rápido hacia el oeste, y el desarrollo de una nueva navegación que amplió drásticamente el horizonte occidental. Durante gran parte de este periodo, Europa se mantuvo en la periferia de las redes culturales, comerciales y políticas más amplias, hasta que los estados marineros del lejano oeste comenzaron a crear un nuevo mundo atlántico bajo el poder cristiano, un mundo que estaba aún más conectado a distancias aún más largas, pero que fomentaba nuevas ideologías de distancia y separación. Los humanos viajaron motivados por el comercio, la diplomacia, la prosperidad, la aventura y el saqueo. No estaban limitados por ideas sobre civilizaciones, sino por las barreras reales de los desiertos, las montañas y los mares, y, negándose a permanecer aislados, las superaron.
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