La obsesión fanática de Dalí con Freud conquista Viena
La galería Belvedere reúne un centenar de piezas, entre lienzos, dibujos, filmes y cartas, para exponer la influencia del padre del psicoanálisis en el trabajo del artista catalán
El encuentro se produjo en Londres en el verano de 1938 gracias al escritor Stefan Zweig. Salvador Dalí tenía 34 años; Sigmund Freud, 82. El pintor catalán había viajado a Viena en tres ocasiones para conocerle, sin éxito. En la capital austriaca comió tarta de chocolate en el hotel Sacher, paseó melancólico por el Graben y estudió El arte de la pintura de Vermeer, pero la cita con el tótem de la psicología se le resistía. Tras el Anschluss, la anexión de Austria al Tercer Reich, Freud huyó a Londres mientras los nazis se preparaban para convertir su casa en el número 19 de la calle Berggasse en un edificio de concentración de judíos, sala de espera para la deportación final. Era junio de 1938. Un mes después llegó Dalí.
La exposición Dalí-Freud. Una obsesión, de la galería Belvedere en Viena, disecciona con un centenar de piezas, entre lienzos, dibujos, filmes y cartas, la influencia que ejerció el padre del psiconálisis en la obra del artista hasta el momento de su entrevista en Londres. Desde la lectura de La interpretación de los sueños, Dalí fue un freudiano visceral. Inauguró su serie de grandes obras surrealistas con Los primeros días de la primavera (1929), un lienzo en el que retrata a Freud.
“Para Dalí, Freud legitima su personalidad. A través de su cuerpo teórico, comprende sus fantasías, miedos, deseos, frustraciones. Y lo anima a transformarlas en imágenes que han pasado a formar parte de nuestro patrimonio artístico”, explica Jaime Brihuega, comisario de la exposición, que ha trabajado casi una década en el proyecto. Un bestiario de fobias y traumas que se originan en su infancia, con un padre autoritario y una identidad borrosa ―con un nombre prestado de su hermano muerto, el otro Salvador Dalí―, y que abarcan desde una confusa orientación sexual hasta las dudas por “la flacidez de su pequeño pene”, dice el historiador del arte, que añade: “Esto lo contaba el propio Dalí”.
Liberado de sus aprensiones, los surrealistas acogen al español en su cenáculo parisino. Tiene un universo visual maduro, paisajes de alucinaciones psicóticas y delirios paranoides, pero quiere más, rompe el huevo, desarrolla su propia teoría en torno al subconsciente, el método paranoico-crítico. La ilustración perfecta de su tesis es Metamorfosis de Narciso, la obra que llevó consigo a Londres para que la viera Freud. El Belvedere lo reproduce en un mural de gran formato, pero en esta exposición se echa de menos el original, propiedad de la Tate Modern de Londres.
El salón exhibe los dibujos histológicos de Ramón y Cajal, de una belleza que deslumbró a Dalí en el preludio de su inmersión en el surrealismo, y los coteja con el trabajo de Freud. En el catálogo, Brihuega bucea aún más en los antecedentes y establece una relación visual única, la influencia de un folclorista como Julio Romero de Torres en un surrealista como Dalí. El pintor cordobés fue su profesor en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y Dalí halló en su cuadro La saeta un referente que inspiró numerosas secuencias de Un perro andaluz, el filme que rodó con Luis Buñuel, y el lienzo El hombre invisible.
Tras la reunión de Londres en 1938, la huella de Freud, que se solapa con el periodo más valioso y creativo de la carrera de Dalí, se debilita. El pintor se transforma en el Avida Dollars (sediento de dinero), como le apostrofó Bretón por su anhelo por comercializar su obra, de venderse a sí mismo. “Me estoy volviendo ligeramente multimillonario”, respondió Dalí. Curiosamente, el artista vio el diván, pero no le pidió a Freud que lo psicoanalizara. No le importaba. Tras casi dos décadas de admiración, quiso que interpretara sus escritos sobre la paranoia, no sus sueños.
Crónica de un encuentro surrealista
Dalí supo del destierro de Freud mientras cenaba caracoles en Francia. “El cráneo de Freud es un caracol”, gritó Dalí en el restaurante, “y su cerebro, uno de los más sabrosos e importantes de la época”. Sin dudarlo, preparó el viaje a Primrose Hill, al norte de Londres. Allí Freud recibió una carta de Zweig, factótum de las artes, también en el exilio: “Hay alguien más que quisiera acompañarme la semana próxima, uno de sus mayores admiradores, que a pesar de todas sus pequeñas locuras, es quizás el único genio de la pintura moderna”.
Edward James, marchante de Dalí, el poeta rico que estaba enamorado de él, fue con ellos. Dalí quería hablar de su propio método científico y Freud contemplar el Narciso. James: “El anciano nos susurró a Zweig y a mí: ‘este chico parece un fanático. No es de extrañar que haya guerra civil en España”.
Unos días después, el neurólogo escribió a Zweig: “Me inclinaba a considerar a los surrealistas, quienes aparentemente me han elegido como su santo patrón, como unos excéntricos incurables. El joven español, sin embargo, me ha hecho reconsiderar mi opinión. Sería muy interesante investigar analíticamente cómo una imagen como esta llegó a ser pintada”. No sucedió. Freud murió al año siguiente, en 1939. Durante el encuentro, Dalí esbozó su retrato. Le pidió a Zweig que se lo entregara. El novelista nunca lo hizo. En el papel se intuía la sombra de la muerte.
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