Muere el poeta Ángel Guinda: la vida discreta y la pasión por la poesía
Son muchos los poemas que, a lo largo de su trayectoria, se han nutrido de la sombra de la muerte, de cierto pálpito premonitorio. Esa sombra saltó del verso a la realidad el pasado sábado
Hay dos frases, procedentes de la obra poética de Ángel Guinda, que siempre me han conmovido de manera especial: “Un niño cruza el mundo con un féretro al hombro y ese niño soy yo”. Es casi el comienzo de su libro Espectral (2011). La otra es un verso estremecedor de su libro (Rigor vitae) (2013): “El silencio comienza a traducirme”. Son muchos los poemas que, a lo largo de su trayectoria literaria, se han nutrido de la sombra de la muerte, de cierto pálpito premonitorio. Esa sombra saltó del verso a la realidad el pasado sábado, 29 de enero. A Ángel Guinda el cáncer le ganó la partida. Había nacido en 1948 en Zaragoza y desde 1987 vivía en Madrid, ciudad en la que, sin perder pie en Aragón, construyó la mayor parte de sus libros.
Su obra, que abarca algo más de una veintena de poemarios, tres volúmenes de aforismos y una decena de traducciones, deja una impronta de rigor, de originalidad y de hondura. Poeta alejado de los círculos literarios más convencionales aunque integrado en una docena de antologías no canónicas, es una muestra más de esa “historia otra” de la poesía española en la que encontramos nombres como Miguel Labordeta, Julio Garcés, Aníbal Núñez o Javier Egea, entre otros. Ha sido un poeta lateral por escribir al margen de las tendencias dominantes, y lateral por haber madurado, pese a residir en la capital, a caballo de una realidad literaria como la aragonesa. Fue, además, un escritor que no dio la espalda al conflicto social y perseverante en una opción estética que integró sentimiento y razón lingüística, corazón y palabra. Desde finales de la década de los setenta, Guinda mostró una fuerte vocación por otorgar al poema una función. Así, escribió, en distintas etapas de su trayectoria, varios manifiestos, Poesía y subversión en 1978, Poesía útil en 1994 o Poesía violenta en 2012, lo que le reveló como un perseverante animador cultural, además de ejercer en distintos momentos como editor y creador de revistas.
La poesía de Guinda se nutre de un sabio y poliédrico mestizaje: la experiencia de lo cotidiano, de lo cívico incluso, se entrevera con el destello metafísico, con el aforismo, con la reflexión sobre el sentido del poema, con fugaces prospecciones en la memoria y con juegos verbales que bordean la greguería. Todo ello es visible, con intensidades distintas, en la mayor parte de sus libros, desde el iniciático Vida ávida (1980) hasta los poemas últimos publicados en revistas, pasando por títulos como Biografía de la muerte (2001), Toda la luz del mundo (2002) o Claro interior (2007). En cualquier caso, fue a lo largo de la segunda década del siglo XXI cuando su lírica adquirió el máximo grado de madurez. Libros como Espectral (2011), una colección de poemas en prosa, o Caja de lava (2012), más cercano al poemario convencional, mostraron a un poeta plenamente dueño de sus recursos, poseedor de un lenguaje dúctil que no eludía el juego ni la imagen imprevista. Ni la ironía. Pero a lo largo de su obra siempre destacó la indagación en las zonas oscuras de la conciencia, el diálogo con la muerte. Guinda siempre la concibió como una suerte de personaje de sus versos y supo hermanarla con un vitalismo hecho de luz, de claridad y deslumbre. El anverso y el reverso, el haz y el envés de la existencia siempre encontraron en sus poemas un espacio de encuentro, una zona de intersección. Ocuparon y ocupan un espacio creciente en libros como (Rigor vitae) (2012) o Catedral de la noche (2013) y en su último Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones (2020).
A su muerte, tal y como ha afirmado Trinidad Ruiz Marcellán, la editora del casi legendario sello Olifante, ha dejado a punto una antología de poemas de amor y un libro inédito que esperamos no tarden en llegar a las librerías. Ángel Guinda fue una suerte de sacerdote de la poesía y de la belleza y un hombre afable, generoso y comprometido con su tiempo. Poeta ante todo, pero también crítico de arte, teórico del misterio, poliédrico ensayista, traductor y activista cultural, en 2010 el gobierno de Aragón le otorgó el Premio de las Letras Aragonesas, la máxima distinción de la comunidad autónoma a un escritor. Lo recuerdo ahora, en una larga conversación entre los muros del monasterio de Veruela, en el casi remoto verano de 2011, o en Trasmoz, a la sombra del Moncayo o, un par de años después, en un almuerzo lleno de proyectos, en la madrileña taberna El Alambique. O rodeado de amigos casi siempre. Descanse en paz.
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