Antonio López pinta por primera vez Barcelona
El artista retrata la ciudad en tres obras, una desde Montjuïc, otra desde el Park Güell y una tercera en la que destacará la silueta de la Sagrada Familia
Antonio López (Tomelloso, 86 años) está pintando Barcelona, un viejo sueño que persigue desde años. Ya lo dijo en abril de 2018, cuando visitó la ciudad para exponer 12 de sus obras en el Palau de la Música: “Es una ciudad para ser pintada, pero hasta ahora no he encontrado el emplazamiento”. Han pasado casi cuatro años y el pintor hiperrealista, que trabaja de forma lenta y meticulosa, como un orfebre haciendo filigranas de joyería, ha encontrado su lugar: en la montaña de Montjuïc, a las puertas del Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) desde donde se ve una de las vistas más impresionantes de la ciudad, con la avenida de la Reina Maria Cristina, la plaza de España y la ciudad que acaba a los pies del Tibidabo.
“Ya tenía intención de pintar Barcelona. Había iniciado obras en Bilbao y en Sevilla y quería comenzar con Barcelona, para añadirla a lo que yo había trabajado toda mi vida en Madrid y Tomelloso, que es mi pueblo. Vine varias veces para mirar y encontré varios puntos que me interesaron. Uno es este, porque es un esplendor ver la ciudad cuando la ilumina el sol y cómo se muestra hasta la lejanía de aquellos montes. Me parece algo maravilloso y magnífico”, explica antes de comenzar a pintar tras sacar un enorme caballete y el lienzo que le han guardado en las reservas del museo desde el día anterior.
El lugar escogido por Antonio López para pintar esta obra es donde se dan cita las personas que esperan para entrar al museo y los que solo suben para poder hacerse fotos con Barcelona a sus pies; una zona donde es frecuente ver a otros pintores, a músicos callejeros que amenizan la espera y puestos ambulantes que venden recuerdos de todo tipo. La dirección del museo, cuando supo de sus intenciones, le ofreció hacerlo desde alguna de las terrazas del Palau Nacional, pero él prefirió la puerta: “Me gusta esta altura y la vista que hay desde aquí”, justifica.
Llegó el lunes por la tarde desde Madrid en compañía de su hija María. El martes comenzó antes de las 11 de la mañana este cuadro en el que después de una sola jornada ya se adivinan algunos de los elementos del paisaje: las torres venecianas que se construyeron en 1929, algunas de las esculturas que hay en un primer plano y los edificios más altos que sobresalen en el paisaje. Y, al fondo, la montaña del Tibidabo y el cielo; aunque todo son líneas y manchas de color. En el lado derecho de la tela ha anotado con lápiz: “Empecé el 25 de enero de 2022″.
El artista se sorprende tras saber que las cuatro columnas que ya ha insinuado en el centro de su obra se realizaron en 2010 después de que una campaña popular restituyera las que levantó Puig i Cadafalch en 1919, pero que la dictadura de Primo de Rivera derribó en 1928 por representar las cuatro barras catalanas. “¿Pero son las mismas o nuevas?”, pregunta. Cuando se le dice que nuevas y de piedra artificial, comenta: “Pues están muy bien incluidas, en el eje de simetría”.
Pero no es el único cuadro que ha comenzado el pintor de Barcelona. “Vi una fotografía que me puso sobre la pista realizada desde los jardines del Park Güell, en los que sobre los bloques se veía el mar y el cielo. No es tan espectacular, pero sí muy interesante porque incluye el mar que identifica a esta ciudad. Por eso he decidido hacer las dos vistas. También lo comencé ayer [martes] por la tarde. Son dos cuadros que van a formar una unidad, con un tercero en el que haré una especie de zum sobre un fragmento de la ciudad de la zona de la Sagrada Familia”, explica de forma pausada, antes de comenzar la segunda jornada, mientras su hija busca las gafas que se han quedado olvidadas en el coche que los ha llevado hasta Montjuïc, aunque él, para no perder tiempo, comienza a tomar nuevas medidas y trazar los primeros apuntes usando las gafas de ella.
Lo hace con un medidor de madera que apoya en la mejilla y con ayuda de un compás, mientras sostiene el lápiz en su boca. Luego traslada sobre la tela las distancias entre los edificios y los puntos a los que luego dará forma y color. El artilugio llama la atención a un grupo de alumnos adolescentes que esperan para entrar al museo y lo rodean. ¡No os acerquéis tanto, no lo molestéis!, dice uno de ellos. Antonio López no se inmuta, abstraído por su trabajo. Ni con ellos ni con los turistas que no paran de hacerle fotos, aunque ninguno identifica a este pintor reconocido con premios tan importantes como la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1983), el Príncipe de Asturias de las Artes (1985) y el Velázquez de Artes Plásticas (2006), entre otros muchos, y con obra en museos de todo el mundo. Pedro, un joven universitario que iba solo a visitar el museo, pregunta: “¿Quién es?”. Y cuando se entera: “¡Lo sabía, lo sabía, pero no me lo podía creer!”, y se sienta para observarlo de cerca.
Tras el compás prepara su paleta, que sostiene con la mano izquierda junto con media docena de pinceles. Luego comienza a perfilar y matizar lo del día anterior y a cubrir con nuevos tonos de verde y azul la montaña y el cielo; cambiando del pincel fino al grueso y al lápiz, una y otra vez.
Por suerte, esta zona de Barcelona es más tranquila que la Puerta del Sol de Madrid, donde en julio de 2021 volvió para continuar una obra que había comenzado 11 años antes (en 2019 el artista confesó que tenía más de 70 a medias). Ante el tumulto de gente, uno de los guardias urbanos le pidió los permisos para poder estar allí al grito de: “Yo no tengo que saber quién es, puede ser Van Gogh, puede ser quien sea”. Antonio López, quitando hierro al tema, se limita a decir: “No tuvo ninguna importancia”.
En cuando a la previsión para acabar estos trabajos, asegura el artista: “No se me pasa por la cabeza siquiera pensarlo. Ya es bastante problema elegir bien el lugar y empezarlo porque Barcelona es una ciudad muy grande y es difícil elegir bien cuando no vives en ella como es mi caso. Y por eso tengo que condensarla en dos o tres trabajos nada más”.
La mañana de enero, como las de las últimas semanas, es fría en Barcelona. “Cuando se trabaja no se tiene frío”, asegura Antonio López esbozando una sonrisa y continuando su meticulosa labor. Cuando hoy se marche de la ciudad, el MNAC le guardará la tela hasta que vuelva, no se sabe cuándo. Será tras cerciorarse que serán días despejados como estos dos y en un momento del año con la misma luz. Tras una hora pintando, Pedro, el joven universitario, sigue sentado a escasos cinco metros del pintor, embobado y sin quitarle el ojo. Cuando cruza la mirada con el periodista, repite con los labios: “¡No me lo puedo creer!”.
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