Azul ‘patinir’, el color que consuela en tiempos oscuros
‘El paso de la laguna Estigia’, de Patinir, es una obra del Museo del Prado que enseña a mirar la pintura de forma diferente, pero que también puede consolar
Hace años la sala de los flamencos en el Museo del Prado estaba casi vacía. Los pocos visitantes se concentraban frente a El Bosco, aunque no hubiera nacido aún la boscomanía, ni hubiera diseñado sus modelos McQueen, ni la firma Dr. Martens las botas con estampado del Jardín de las delicias. Pero El Bosco era, incluso entonces, en aquel Prado de otro tiempo, una especie de tímido hit que conservaba la esencia primigenia de maravilla que tuvo entre sus contemporáneos: al llegar frente a los invitados de la corte se abrían las tapas del tesoro, las que lo encubrían, y comenzaba el exceso. Comenzaban las conversaciones de los asistentes a la reunión: el mundo completo ante los ojos del asombro. Poco importaba que las historias en la superficie del lienzo fueran imaginarias —animales nunca vistos, razas variadas, extrañas formas…—. La pintura era el deseo acuciante de mirar y, luego, si había lugar, de contar. Que empiece el relato ante el lienzo, las asociaciones en la memoria.
No tan lejos de aquel magnetismo, un cuadro casi modesto frente a la elocuencia de El Bosco esperaba a esas otras miradas que, tal vez, buscaban otro tipo de asombro: el de los ojos. Ese cuadro, El paso de la laguna Estigia, de Patinir, pintado a mitad de los años veinte del 1500 en Flandes, nos quería —y nos quiere— más que de cuerpo entero, de ojo entero —sin excusas, sin escapatoria—. Ese cuadro, desapercibido e invisible a ratos, Pantone de azules en bastantes casos complicados de nombrar, tonos hasta inventados, sin nombre previo: azul patinir, abría —y abre— a los visitantes más aguerridos una posibilidad que, parece, empieza a estar un poco en desuso, mal vista: mirar.
Mirar. Poca cosa, parecen indicar ciertas propuestas excesivamente conceptualizantes desde algunos museos. Parecería que la contemplación no puede entenderse con el análisis que propician algunas obras hoy. Todo debe ser análisis, político en el sentido más literal del término. Mirar no vale, si bien —lo dijo en la década de los sesenta el pintor abstraccionista Ad Reinhardt, expuesto estos días en la Fundación Juan March de Madrid—, “mirar no es tan fácil como parece”.
De modo que el visitante se coloca frente al cuadro de Patinir y mira. Es menos sencillo de lo que hubiera pensado. Trata de entender el mensaje que cuenta, repasar la lógica de la obra —la pintura clásica también invoca el análisis— y de pronto es cautivado por ese Pantone de azules diversos y sin nombre aún del cuadro, con esos azules transparentes que compiten en audacia con el azul de ultramar en La anunciación de Fra Angelico, el tono más buscado y más caro en el Renacimiento, creado a partir del lapislázuli que llegaba desde Oriente hasta Italia, pigmento consignado en los contratos de los artistas con sus patronos. Durante largos años el precio de las pinturas estuvo supeditado al valor de los materiales empleados, tal y como se especificaba en dichos contratos: en ellos se exploraba el uso de los materiales más preciados —oro y azul de ultramar—, en tanto síntoma del precio final de la pieza.
El visitante mira el cuadro y, aunque no sepa nada del azul de ultramar, reconoce este Pantone milagroso. Lo disfruta. Le consuela en los momentos de desasosiego, en los tiempos de epidemia cuando abre el Prado, y se queda horas mirando esa laguna para soñar con el océano inaccesible. Va a menudo a ver el cuadro para que le consuele de la lejanía del mar; o para recordar a su madre, que le enseñó a mirar de niño como una forma intuitiva y sofisticada de los tan comentados cuidados. Igual, frente a Patinir, el visitante llora, ahora que las lágrimas, en plena era en las emociones, se vuelven a mostrar inesperadas e impudorosas, al menos para la que hasta hace poco era una sociedad higiénica, del análisis, que entiende el arte solo como un modo de aseveración política.
Y es aquí donde surge el territorio fascinante de la paradoja en ciertos museos de una sociedad que, por otro lado, vive obsesionada por esos cuidados, que parece haber inventado —o descubierto— y que, siempre en su aporía, excluye las formas clásicas de consuelo por despolitizadas, a pesar de su clara relación con las aireadas emociones. El tema no es banal y lleva años formando parte del discurso teórico. Uno de los primeros autores que discutió el asunto fue James Elkins en Pictures and Tears. A History of People Who Have Cried in Front of Pictures (Routledge, Nueva York y Londres, 2001), que planteaba un dilema: pocos lloraban ya frente a las obras de arte. Su discurso, en primera persona como estrategia de implicación narrativa, lleno de sus recuerdos personales para implicar al lector, se hacía en sí mismo intencionadamente vulnerable.
Las posiciones iban cambiando luego en la aproximación de las emociones. 10 años más tarde, Lauren Berlant publicaba Cruel Optimism (Duke University Press, 2011), donde unía la condición afectiva a la política: el presente histórico es percibido de una manera afectiva antes que de ninguna otra. Por su parte, Sara Ahmed, en su “giro afectivo” advertía: hay que estar alerta con ciertos discursos afectivos, a veces sirven al discurso hegemónico.
Pero el visitante se obstina en mirar a Patinir y en encontrar consuelo frente a esa obra que le recuerda a un océano que nunca se extingue. Quizás también puede ser político un museo que consuele. Quizás consolar sin más, sin discusión ni giro afectivo, sea otro modo de ser políticos, ahora que las lágrimas son, en público, la estrategia de reivindicación de la fragilidad, que es tanto como decir la oposición al otro discurso político, a su modo al servicio del discurso hegemónico en tanto programático e impuesto, otra vertiente más del neocapitalismo.
¿Cómo se deben negociar los cuidados en los museos? ¿Qué se ha ganado y qué se ha perdido en esos museos que han dejado de mirar para dedicarse solo a debatir? ¿Hay otras maneras de debatir —y de cuidar— más sutiles, que no partan con las respuestas contestadas, que tengan más preguntas que respuestas y no malgasten el concepto de hospitalidad en una nueva fórmula de control? ¿Dónde queda la evocación? A lo mejor, el cuidado de los visitantes en un museo es mucho más sencillo: poner bancos a lo largo del recorrido, maravillosa empatía con los cansados.
El azul Patinir regresa en la sala de la Fundación March, donde la obra de Ad Reinhartd invoca las emociones del ojo, la necesaria pericia para distinguir un azul de otro, un negro de otro negro. También aquí, desde lejos, desde cerca, cambia el Pantone. Mirar no es sencillo y es sin duda un gesto político como expresión de consuelo.
Horarios de visita
Fundación Juan March — Exposición de Ad Reinhardt
- Fechas: Del 15 octubre de 2021 al 16 enero de 2022.
- Cuándo: Lunes a sábado y festivos de 11.00 a 20.00. Domingos, de 10.00 a 14.00. Exposición cerrada el 31 de diciembre y 1 y 6 de enero.
Museo del Prado
- Cuándo: Lunes a sábado de 10.00 a 20.00. Domingos y festivos de 10.00 a 19.00.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.