Memorables fiestas literarias dentro y fuera de la página
La literatura tiene en las reuniones festivas uno de sus dispositivos narrativos más destacados pero, como es sabido, los roces de la escritura con las celebraciones van más allá de los libros
No existe mejor relato sobre la celebración de la Navidad y las reuniones familiares que Los muertos, de James Joyce, cuyo protagonista se sorprende en el transcurso de la noche sintiéndose incapaz de conectar con los demás, se entera de un viejo secreto de su mujer, reflexiona acerca del modo en que quienes ya no están continúan habitando en nosotros, ve caer la nieve “sobre todos los vivos y sobre los muertos”. T.S. Eliot lo llamó “uno de los mejores cuentos jamás escritos”, pero pocos parecen haber reparado en el hecho de que también es un correctivo a las visiones edulcoradas del tipo de Cuento de Navidad de Charles Dickens, con su promesa de redención y su mensaje de que los daños causados por una economía liberalizada pueden ser reparados por un solo individuo, como si no fueran el producto de la dimensión más específicamente social de nuestra existencia.
Dickens contribuyó como nadie a otorgar a la Navidad su forma actual, pero su Cuento, que en un momento pensó en llamar “una súplica al pueblo de Inglaterra en favor de los hijos de los pobres”, surtió un efecto contrario al que pretendía: su tema es la explotación infantil y el trabajo esclavo, pero el hábito de hacer regalos en Navidad y el consumo irracional y desmedido que propicia refuerzan más bien ambos fenómenos. Así lo recordaba este periódico unos días atrás al contar que los proveedores de marcas como Zara, Nike y H&M siguen negándose a pagar a sus trabajadores, siquiera, el sueldo mínimo.
La literatura está repleta de fiestas como la que soporta melancólicamente el protagonista de Los muertos. De la que celebra el pretencioso y fatuo Trimalción del Satiricón, de Petronio (del siglo I), a, digamos, la que el vanidoso Fabrizio Ciba enfrenta en Que empiece la fiesta, de Niccolò Ammaniti (2011); de las que organiza El gran Gatsby de la novela de Francis Scott Fitzgerald (cuyo título original era Trimalción en West Egg) a la que celebra don Alejo en el burdel de El lugar sin límites, de José Donoso, pasando por la Fiesta en el jardín, del relato de Katherine Mansfield, el baile en Mansfield Park, de Jane Austen, y la cena en el apartamento de la Quinta Avenida de los Bavardage en La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe (por mencionar tres textos muy distintos en los que, sin embargo, la celebración está igualmente atravesada por la política, el dinero, la raza y las clases sociales), el secreto de las fiestas que persigue el protagonista de la novela de Francisco Casavella es que estas parten de una premisa casi conceptual: reunir a un puñado de personas con intereses y antecedentes distintos y a menudo contradictorios y observar qué sucede cuando estas dejan de lado las convenciones sociales gracias al alcohol, el aburrimiento, la desinhibición o la atracción por los extraños. Estudiar el comportamiento humano bajo su influjo, como hacen Marcel Proust en la velada musical de la marquesa de Saint-Euverte de Por el camino de Swann y Bret Easton Ellis a todo lo largo de Menos que cero, es una pésima idea (es decir, una idea magnífica para escribir sobre ella), y esa es la razón por la que la literatura tiene en las fiestas uno de sus dispositivos narrativos más destacados.
Pero los roces entre literatura y fiesta son algo más extensos y van más allá de los libros. Los Fitzgerald y Evelyn Waugh fueron anfitriones de fiestas memorables. Pablo Neruda organizaba las suyas al detalle. La musa sedienta, el clásico de Tom Dardis sobre los escritores norteamericanos y el alcohol, está repleto de ellas. Durante más de 50 años, Adolfo Bioy Casares recibió a Jorge Luis Borges prácticamente a diario. Norman Mailer solía terminar las fiestas a las que asistía con una pelea a golpes. El escritor estadounidense Sherwood Anderson murió de peritonitis después de tragarse en una el mondadientes de un canapé. Y Maxwell Bodenheim, conocido como el rey de los bohemios del Greenwich Village, prolongó varios meses su asistencia a una que dio William Carlos Williams en su casa fingiendo que se había roto el brazo (pero Williams era médico y, después de examinarlo, lo echó de su casa).
2021 marcó el quincuagésimo quinto aniversario del famoso Black & White Ball, que Truman Capote orquestó en el hotel Plaza de Nueva York el 28 de noviembre de 1966 para celebrar el éxito de A sangre fría y su ingreso en la alta sociedad neoyorquina; pasó casi medio año preparándolo todo, los últimos tres meses conformando la lista de invitados. Entre los que estuvieron finalmente, Andy Warhol, el duque y la duquesa de Windsor, Marianne Moore, Frank Sinatra, Candice Bergen, Harry Belafonte, la princesa de Jaipur, Lee Radziwill y Mia Farrow, pero la mascarada fue el comienzo del fin para Capote, quien vería cómo sus antiguas amistades le daban la espalda menos de 10 años después, cuando publicó sus inopinadas y escandalosas Plegarias atendidas.
Uno de los rasgos más salientes de las fiestas es que suelen comenzar mal y terminan peor, no importa si estamos rodeados de desconocidos o en compañía de miembros de nuestra familia. En el primero de los casos, lo hacen cuando el entusiasmo o el aburrimiento muestran su verdadero rostro y volvemos a casa, solos o acompañados. En el segundo, cuando las tensiones y los roces inevitables en el trato con personas que nos conocen y a las que conocemos más de lo que desearíamos ya han estallado y dan paso a un fingimiento de reconciliación que nos deja exhaustos.
Vamos a las fiestas porque en realidad no tenemos tiempo que perder y sentimos la necesidad impostergable de engañarnos al respecto. De hecho, no es raro que en los relatos sobre fiestas alguien muera al final; o, como en el caso de Trimalción, escenifique su muerte: en algún sentido, todas las fiestas son la que narra Edgar Allan Poe en La máscara de la muerte roja, cuyos personajes permanecen recluidos creyéndose a salvo de la plaga. “La vida imita al arte”, afirmó Oscar Wilde, pero, como muestran los libros de Alan Riding y Robert Hewison acerca de la vida artística y las fiestas literarias en París y Londres durante la Segunda Guerra Mundial, es cuando las razones para celebrar más escasean cuando hacerlo nos parece más necesario.
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