El personaje creado por Joan Didion que define a la propia escritora
Maria Wyeth, protagonista de ‘Según venga el juego’, contiene la rabia y la soledad que habitaban en la autora
Existe un personaje de entre todos los no demasiados personajes que creó Joan Didion, la Joan Didion novelista, tan poderosa y valiente como la cronista que la albergará para siempre. Existe un personaje, alguien llamado Maria Wyeth, que contendrá para siempre su rabia, la rabia del que se siente atado por aquello que ama, incluso cuando lo ha perdido, pero que prefiere sentirse atado y culpable a libre y perdido —no en vano siempre se lamentó de haberle cogido el teléfono al médico que llamó a su casa cuando nació Quintana, el bebé que adoptó, porque creyó que, de no haberlo hecho, su hija seguiría viva—.
Ese personaje, Wyeth, contendrá para siempre también su profunda soledad, la soledad de la niña tímida y la adolescente aún más tímida que no hacía otra cosa que teclear las historias de Ernest Hemingway en su propia máquina de escribir, sintiéndose escritora sin acabar de creérselo. ”No me sentí escritora hasta que publiqué mi primer libro”, dijo, pese a llevar desde los cinco años escribiendo, primero en aquel cuaderno azul que aún conservaba, como quien conserva un objeto de otro mundo, un mundo en el que todo aún era posible. Y lo hará porque siempre que se abra un ejemplar de Según venga el juego (Literatura Random House), la novela que contiene a su vez a ese personaje, Maria estará conduciendo lejos, porque eso es lo que hace. Maria es actriz y está rodeada de hombres que quieren algo de ella, y ella lo único que quiere es estar sola, en algún otro lugar. Y por eso conduce, se va lejos, hasta que recuerda que tiene una vida, y entonces se detiene, busca una cabina, llama al rodaje y alguien pregunta dónde está, o llama a su marido y es él quien pregunta dónde está y ella siempre miente, siempre dice que está de camino, y a veces está a horas del sitio en cuestión, y no importa porque siempre vuelve.
Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir, escribió en una ocasión la propia Didion en uno de los ensayos de El álbum blanco. Casi a renglón seguido admitió, en ese mismo artículo, que hubo una época en la que empezó a poner en duda todas esas historias que se había contado a sí misma. No es casualidad que esa época corresponda con la época en que creó a Maria Wyeth. Por entonces todo se le había vuelto, por completo, recordaba en el artículo, fragmentario. La vida era un montón de pedazos de cosas. Algo roto que su condición de escritora no hacía más que intentar reconstruir, una y otra vez, sin éxito. “Se suponía que yo debía seguir un guión, el problema era que lo había perdido”, escribió.
Toparse con aquella chica, una actriz, recordaba al hablar de cómo dio forma al personaje, en el Hotel Riviera de Las Vegas, alguien que, dijo, “parecía estar haciendo un trabajo humillante”, y decirse que, en aquel mundo hecho de fragmentos de otros mundos, ella no era tan distinta de aquella chica, nadie lo era, en realidad, puso en marcha la novela. La novela era su primera novela escrita en ese estilo cortante, tan fascinantemente telegráfico, hecho de pequeñas cápsulas narrativas que funcionan como polaroids y encierra el espíritu de esa generación de mujeres que hizo todo lo posible por no ser lo que se esperaba de ellas sino todo lo demás. Y que lo consiguió.
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