Celos de risa y despedida
Una fallida representación de ‘Un avvertimento ai gelosi’ culmina la tarea de recuperación de las operitas de cámara de Manuel García por parte de la Fundación Juan March
“Aun del aire, matan”: los celos, carentes incluso de motivos que los justifiquen, son una perenne fuente de sufrimiento para muchas personas y una potente herramienta dramática en manos de escritores. Uno de los ejemplos paradigmáticos lo encontramos, claro, en el Othello de Shakespeare, donde Yago los define como “el monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de que se alimenta”, lo que Arrigo Boito transformó en su libreto para el Otello de Verdi en “una hidra oscura, maligna, ciega, se emponzoña a sí misma con su propio veneno, una enorme herida le desgarra el pecho”. Sembrada la cizaña, basta solo esperar a que el tósigo brote.
Un avvertimento ai gelosi
Pero los celos han servido también de desencadenante para urdir incontables situaciones cómicas, que suelen concluir como una lección para el celoso o la celosa de turno. Hay incluso títulos tan autoexplicativos como La scuola de’ gelosi, un dramma giocoso de Antonio Salieri, muy famoso en su momento, protagonizado por tres parejas pertenecientes, en la mejor tradición veneciana, a otros tantos estratos sociales diferentes (aristócratas, mercaderes y criados). Los espectadores disfrutaban viendo ridiculizados los celos ajenos, poniéndose quizá con ello una venda para tapar los propios. Las óperas barrocas de la primera mitad del siglo XVII, tan amigas de introducir personajes alegóricos, llegó a contarse incluso con los Celos como parte de sus dramatis personae, como sucede en L’Orfeo de Luigi Rossi, en la que Juno los envía al infierno junto con la Sospecha para convencer a Proserpina de que aparte a Eurídice de la vista de Plutón.
Las óperas cómicas del siglo XIX, herederas en buena medida de la tradición goldoniana y de la commedia dell’arte y sus secuelas, explotan también el filón de los celos con el fin de despertar risas y de servir de escarnio a quienes se dejan arrastrar infundadamente por ellos. Es también lo que hace Manuel García en una de sus óperas pedagógicas de última época, basada en un libreto de Giuseppe Maria Foppa que se autodenomina farsa giocosa per musica y que lleva un título no menos revelador de sus intenciones: Un avvertimento ai gelosi. No deja de resultar paradójico que el género quiera advertir a los celosos de que abandonen la senda equivocada al tiempo que necesita de la contumacia en sus errores para poder perpetuarse.
La Fundación Juan March, a intervalos de dos años, se ha propuesto recuperar estos divertimentos del cantante y compositor sevillano dentro de su ciclo dedicado al teatro musical de cámara: Le cinesi abrió fuego en 2017 y luego han llegado Il finto sordo (2019) e I tre gobbi (2021). En todos los casos ha presentado producciones propias realizadas en coproducción con el Teatro de la Zarzuela, con la ABAO como tercer socio en la segunda de ellas. Aunque con directores de escena diferentes (Bárbara Lluch, Paco Azorín y José Luis Arellano), había siempre una suerte de sello propio y un afán de rehuir cualquier exceso, sobre todo de esos que son tristemente habituales en las grandes producciones operísticas, tan amigas de lo superfluo. Ayudó quizá que las dos primeras se ofrecieron antes de la reforma y ampliación de su escenario, lo que obligaba casi a la modestia y a aguzar el ingenio. La presencia al piano, y como director musical, de Rubén Fernández Aguirre servía también de garantía de que las cosas avanzaban por la misma senda.
En esta cuarta y, aparentemente, última entrega (solo restaría L’isola disabitata para completar el recorrido por las cinco operette da camera compuestas por García entre 1830 y 1831, un año antes de su muerte), reaparece Bárbara Lluch como directora escénica y Rubén Fernández Aguirre como máximo responsable musical, aunque ni uno ni otro estuvieron presentes en la Fundación Juan March el pasado miércoles. Este último estaba acompañando esa misma tarde a la soprano Lisette Oropesa en el Teatro de la Maestranza de Sevilla en un recital con un programa idéntico al que ofreció el pasado lunes en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Lluch no estuvo probablemente porque el espectáculo, al contrario que sus antecesores, ya había sido estrenado en el Palau de les Arts de Valencia el pasado 12 de noviembre, y este mes ha podido verse asimismo en el Teatre Principal de Castellón y en el Auditorio de Teulada-Moraira. Todos estos cambios con respecto a lo que venía siendo la pauta anterior han pasado factura.
En una nueva paradoja, quizá por contar en su origen en Valencia con más medios los resultados han sido mucho menos satisfactorios. Bárbara Lluch ha decidido presentar la trama como “un ensayo pregeneral sin público” de la opera per società de García. Ello le lleva a utilizar nada menos que cuatro figurantes, todos ellos perfectamente innecesarios, a fin de rellenar la trama paralela que nos distrae, desde antes incluso de que empiece el espectáculo y en el curso de la obertura, de lo esencial, que es la historia de las dos parejas (una humilde, noble la otra) que encarnan el amor y los celos, secundadas únicamente por el secretario de un conde y un jardinero. Ni las regidoras, ni el técnico y director de escena añadidos suman nada al argumento original, sino que restan, y la supuesta comicidad inventada, como que Ernesta acabe con el hiperactivo técnico de escena, o Sandrina con Menico, o esos sonoros mensajes de móvil que se envían la regidora y Sandrina, no funciona nunca como tal. Tampoco se alcanza a comprender el sentido de incluir parte de “Dalla sua pace”, el aria de Don Ottavio en Don Giovanni (una ópera, por cierto, que fue una de las principales enseñas del arte de García, en la que cantaba, curiosamente, el papel protagonista, a pesar de estar escrito para un barítono), un extraño convidado en este banquete, aunque es bien sabido que las conexiones, si se buscan, se encuentran.
Tampoco en la parte musical hubo grandes noticias. Ignacio Aparisi Doménech fue un voluntarioso intérprete de la parte pianística, pero estuvo muy lejos de transmitir el entusiasmo, la musicalidad y el orden que hemos admirado tantas veces en Rubén Fernández Aguirre. Los cantantes, que siguen formándose en el Centro de Perfeccionament del Palau de les Arts, mostraron buenas maneras ocasionales, pero ni lograron hacerse con sus papeles ni fueron un dechado de fidelidad a la famosa escuela de canto de Manuel García. La partitura fue más objeto de simplificaciones y supresiones que de esas ornamentaciones añadidas improvisadamente por los cantantes que García quería fomentar. A pesar de tener el papel más breve y, quizás, ingrato, destacó la vis cómica de Laura Orueta como Ernesta, ocurrente y expresiva en su aria. A Rosa María Dávila le faltó desparpajo para convertir a Sandrina en lo que es realmente: una discípula aventajada de Susanna, la criada de Le nozze di Figaro. Tampoco Marcelo Solís entronca a su Berto en la tradición de Figaro, otro marido o novio celoso. Jorge Franco posee un timbre penetrante que debería haber intentado amortiguar en una sala pequeña como el auditorio de la Fundación Juan March, mientras que Carlos Fernando Reynoso brilló más en los recitativos, con una muy cuidada dicción italiana, que en los conjuntos o sus pasajes a solo. Xavier Hertherington fue un Menico solvente que rayó a un nivel más alto que los personajes protagonistas.
Así las cosas, la principal conclusión que puede sacarse es que hubiera sido mucho mejor primar el canto sobre la escena, que es lo que buscaba García con estas obras de un marcado perdagógico, concebidas para servir de plataforma a fin de que sus alumnos empezaran a volar solos ante un público reducido y con un modestísimo acompañamiento escénico. Es también lo que buscaba su hija Pauline Viardot, tan justamente recordada en el año del bicentenario de su muerte, con sus creaciones análogas, una de las cuales, Cendrillon, inició allá por 2014 este ciclo de teatro musical de cámara en la Fundación Juan March. Recientemente la hemos visto escenificada en el Teatro Real, también con jóvenes cantantes, aunque no necesariamente mejor de aquella miniatura de hace siete años. Lo importante, en todo caso, es que la familia García tiene por fin en el país natal de él y en la patria espiritual de sus tres hijos (el español fue siempre la lengua en que se comunicaban todos ellos privadamente) el peso y la presencia que merecen su enorme talento. Y tomémonos este Un avvertimento ai gelosi como un doble aviso para navegantes, a fin de no llevar a estas obras más allá de la clara frontera que su autor dibujó para ellos y de que estas recuperaciones animen a otros creadores a volver sobre ellas. Esto debería ser solo el principio de la normalización de la familia García como una presencia cotidiana de nuestra vida musical.
Babelia
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