Fingimientos
La Fundación Juan March rescata del olvido la ópera de cámara 'Il finto sordo' de Manuel García
La historia de los argumentos teatrales y de los que, con frecuentes trasvases directos, han alimentado a su principal derivado musical, la ópera, está llena de secretos y mentiras. Entre estas últimas predominan con mucho las identidades desvirtuadas: personajes que falsean su ocupación (La finta giardiniera, Il finto astronomo, Il finto chimico, Il finto molinaro, La finta cameriera), su origen (Il finto turco), sus lazos familiares (Il finto fratello), su ingenuidad (La finta semplice), su locura (Orlando finto pazzo), su sabiduría (La finta savia), su enamoramiento (Lo finto ’nnamorato), su realeza (La finta principessa), su verdadera personalidad (Il finto Stanislao, Il finto Arlecchino) o sus limitaciones físicas (Il finto cieco). Pero no es necesario que el título de las obras ‒casi siempre en italiano, la lingua franca del género durante tres siglos– aluda de manera explícita al fingimiento. En Don Giovanni, su protagonista y Leporello intercambian sus personalidades para confundir a sus adversarios; en Così fan tutte, una apuesta anima a dos jóvenes a adulterar nombre, origen y oficio; en Fidelio, Leonore llega aún más lejos y trastoca incluso su identidad sexual a fin de poder salvar a su marido encarcelado; en Falstaff, que concluye este miércoles sus funciones en el Teatro Real, varios personajes se hacen pasar por quienes no son, aunque aquí las simulaciones y las inevitables anagnórisis posteriores persiguen siempre un efecto cómico, o cómicamente moralizante.
El sevillano Manuel García hizo de la ópera italiana su hábitat natural. Estrenó como cantante títulos señeros, sus hijas Maria Malibran y Pauline Viardot perpetuaron la saga familiar, de la que también hay que recordar a otro hijo, Manuel Patricio García, autor de uno de los tratados de canto más influyentes del siglo XIX e inventor del laringoscopio. Que la sombra de todos ellos es alargada se constata con creces en la larga lista de discípulos de unos y otras. Julius Stockhausen, por ejemplo, el amigo de los Schumann y Johannes Brahms, el primer cantante en interpretar completos en público los grandes ciclos de Lieder de Franz Schubert y el propio Robert Schumann, el destinatario de las romanzas sobre la hermosa Magelone que compuso Brahms a partir de los poemas de Ludwig Tieck, el barítono que estrenó en la catedral de Bremen Un réquiem alemán del compositor hamburgués, fue alumno de Manuel García hijo en París. La influencia de los García traspasa, pues, con mucho los límites del bel canto.
'Il finto sordo'
Música de Manuel García. Cristina Toledo, Francisco Fernández-Rueda, Damián del Castillo, César San Martín y Carol García, entre otros. Dirección musical: Rubén Fernández Aguirre. Dirección de escena: Paco Azorín. Fundación Juan March, 6 de mayo. Hasta el 13 de mayo.
Precisamente con una opereta de cámara de Pauline Viardot, Cendrillon, inició hace cinco años la Fundación Juan March su ambiciosa serie Teatro Musical de Cámara, que ha permitido no ya la recuperación, sino la auténtica resurrección de un gran número de obras ignotas para muchas generaciones. Hace dos años le llegó el turno a Le cinesi, compuesta por el patriarca de la saga de los García, un superdotado no solo del canto, sino de la creatividad en todos los ámbitos con él relacionados. Ahora se devuelve a la vida a otro de sus frutos de madurez, Il finto sordo, de nuevo una ópera cómica, deudora por igual de la opera buffa y de la commedia dell’arte, y nacida en el ámbito estrictamente privado con el fin de poner a prueba lo aprendido por sus discípulos como cantantes y de empezar a desasnarlos como actores, afilando especialmente su comicidad y desparpajo delante de un público. La ópera es un género exigentísimo para todos los que la hacen posible y García consideraba estos entretenimientos domésticos un trampolín didáctico y preprofesional imprescindible antes de que sus alumnos dieran el salto a la frenética vida operística decimonónica. Que sus propias hijas se convirtieran en grandes celebridades demuestra que sabía muy bien lo que hacía.
Ha habido, por tanto, que editar la partitura de Il finto sordo a partir del único manuscrito conservado en París, revisar el texto del libreto (también de García, a partir de un original de Gaetano Rossi), contextualizar la obra en el modélico y completísimo programa de mano marca de la casa y poner la primera piedra de una tradición escénica hasta ahora inexistente. Y, tras lo visto y oído, puede afirmarse sin sombra de duda que el esfuerzo de todos se ha traducido en un gran espectáculo. Paco Azorín traslada la acción al vestíbulo de la recepción de un hotel en los años veinte del siglo pasado. Al fondo, las puertas de tres ascensores dan un juego infinito, desde la presentación de los distintos personajes durante la obertura hasta la secuenciación de los saludos finales, equipo escénico al completo incluido. Sus puertas se abren y cierran sin cesar, en la estela de las grandes comedias clásicas, y el añadido de un actor pluriempleado que hace de casi todo (botones, recepcionista, camarero, jardinero, cocinero, confidente, cómplice, objeto de deseo) sirve para manejar la utilería y reforzar o añadir comicidad a las situaciones imposibles que plantea el libreto. Azorín idea todo con ingenio y sentido común, exigiendo también mucho por parte de los cantantes, que además de interpretar los tropeles de notas imaginados por García (no hay que olvidar nunca el propósito didáctico de la obra), tienen que actuar casi sin parar, y al ritmo endiablado que exige en ocasiones la trama.
El reparto, muy bien elegido, revela pocas fisuras, aunque quizá, de entre el sexteto protagonista, deba destacarse a la mezzosoprano Carol García, que tiene confiado un papel secundario pero que es la más cuidadosa en traducir escrupulosamente los pasajes de agilidad. Posee, además, una voz de mucha entidad, que crece en interés y atractivo según va descendiendo a la zona grave. El tenor Francisco Fernández-Rueda, el sordo fingido que da título a la obra, se siente también a gusto en la coloratura, que traduce con sorprendente naturalidad y buena afinación, un territorio en el que, sin embargo, parece encontrarse fuera de su hábitat natural Damián del Castillo, un cantante muy hecho y con grandes virtudes, pero cuya noble voz de barítono pierde algunos enteros cuando asoman las oleadas de semicorcheas. Cristina Toledo cantó mucho y bien en una actuación que fue de menos a más: sus mejores momentos fueron el dúo de Carlotta y Lisetta del segundo acto, “Fidate in me, signora”, quizás el número musicalmente más logrado de toda la representación, y su posterior aria, “Senti, o caro”, surcada de espinas virtuosísticas que supo sortear y ahormar con excelentes técnica y gusto. César San Martín imprimió la ridiculez justa a Pagnacca, al que supo imbuir vis cómica sin que se resintiera nunca su línea de canto, y Gerardo Bullón mostró fundamentalmente sus credenciales cuando cantaba en solitario, porque en los concertantes tendió a quedar agazapado tras sus compañeros. Riccardo Benfatto, el chico para todo, hace un completo alarde de expresividad física y riqueza gestual.
Un mérito añadido de los seis solistas es que a menudo cantaban sin visión directa de Rubén Fernández Aguirre, que marcaba ocasionalmente entradas brazo en alto sin dejar de tocar el piano en un lateral debajo del escenario, a pesar de lo cual apenas se produjeron desajustes. Afrontó su parte con no pocas libertades, no sólo por los añadidos de su propia cosecha para incidir en la comicidad (el bolero Si tú me dices ven y el tema principal de la película Love Story en el interludio que regaló entre ambos actos, o pasajes de enlace y apuntes armónicos o melódicos que conectaban fácilmente con lo que se veía u oía sobre el escenario), sino porque primó la teatralidad de la parte pianística sobre la pulcritud técnica, e incluso se animó a cantar brevemente a dúo con Pagnacca al final de su canzone en la octava escena del primer acto. La única objeción de peso que puede plantearse a su dirección musical es la ralentización demasiado brusca del tempo en varios conjuntos cuando la partitura empieza a poblarse de notas y más notas, el contrapunto se adensa y música y acción se propulsan febrilmente. La opera buffa ha de semejarse a ratos a una carrera enloquecida, sin frenos aparentes, y en varios momentos estos súbitos parones frenaron no poco la muy disfrutable inercia conseguida hasta entonces.
La sencilla pero muy eficaz escenografía, un muy atractivo vestuario y una iluminación de hechuras teatrales denotaron una complejidad y un grado de elaboración que no se habían visto en producciones anteriores de la Fundación Juan March, que ha vuelto a asociarse, como en anteriores ocasiones, con el Teatro de la Zarzuela de Madrid, si bien esta vez se ha unido también al empeño, como coproductora, la ABAO bilbaína, lo que significa que el espectáculo viajará pronto más allá de la calle Castelló de Madrid, ampliando con ello su círculo de influencia. El salón de actos de la Fundación Juan March no es –no puede ser– un teatro de ópera. La anunciada e inminente reforma de su escenario redoblará algunas de sus potencialidades, pero seguirá sin modificar su identidad esencial como sede prioritaria de conciertos, conferencias, diálogos y proyecciones de cine mudo. En la serie Teatro Musical de Cámara, y muy especialmente en este Il finto sordo, la sala parece querer avenirse, sin embargo, a esa infinita retahíla de fingimientos que salpimentan la historia de la ópera. Sin ser un escenario teatral, al haberse hecho las cosas tan bien y atinadamente como en esta producción, durante la hora y media larga que duró el estreno del lunes pareció serlo. Y eso es lo que cuenta.
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