Luces chinescas
El director musical Rubén Fernández Aguirre ha metido la tijera donde resultaba necesario
Le cinesi
Manuel García, Le cinesi. Marina Monzó, Cristina Toledo, Marifé Nogales y José Manuel Zapata. Dirección musical: Rubén Fernández Aguirre. Dirección de escena: Bárbara Lluch. Fundación Juan March, 9 de enero. Hasta el 16 de enero.
Mucho antes de Manolo García y, antes, asimismo, de El Último de la Fila, hubo otro famoso Manuel García, que también cantaba, y el primero, asimismo, si no de una fila, sí de una estirpe de varias generaciones de grandes cantantes, encabezada por sus propias hijas, las legendarias María Malibran y Pauline Viardot. Una opereta de salón de esta última, Cendrillon, abrió hace casi tres años el fuego de las propuestas de teatro musical de cámara en la Fundación Juan March, que ahora, con esta obra de su padre, parece cerrar una suerte de primer círculo.
García fue, por ejemplo, el primer Almaviva en Il barbiere di Siviglia, de Rossini, o el responsable de las primeras representaciones operísticas en italiano en Estados Unidos, o un intérprete del Don Giovanni mozartiano que marcó una época, o un profesor de canto que crearía escuela: él, que recibió sus primeras clases formales a los 37 años. En Le cinesi confluyen un texto de Pietro Metastasio, el más admirado de los libretistas del siglo XVIII, y una música en la estela directa de Gioachino Rossini, el más imitado de los compositores del siglo XIX. El propósito de García no era crear una gran obra de arte (hay más notas que música), sino tan solo un divertimento pedagógico para solaz y aprovechamiento de sus propios alumnos. Con muy buen tino, Rubén Fernández Aguirre, el excelente pianista y director musical de estas representaciones, ha metido delicadamente la tijera allí donde resultaba más necesario, acortando arias o evitando reiteraciones que podrían añadir cierto tedio a lo que se quiere un entretenimiento ligero y agradable.
La elección del reparto femenino ha sido un acierto pleno, aunque merece especial encomio la actuación de Marina Monzó, sutil en lo escénico y valiente en lo vocal, con las coloraturas más limpias y mejor interpretadas de la tarde. Muy bien también Cristina Toledo, especialmente en su aria, cantada con aplomo y luciendo virtudes que habían quedado más agazapadas en los tríos y cuartetos precedentes. Marifé Nogales fue de menos a más y también ofreció su mejor versión en sus dos arias finales. Muy decepcionante fue, en cambio, la actuación de José Manuel Zapata, con múltiples notas caladas, problemas de afinación casi constantes y finales de frase dubitativos. Es un papel que va muy bien a sus cualidades, pero parece lejos de esplendores de antaño. La propuesta escénica de Bárbara Lluch es algo parca en ideas, porque el libreto, en su sencillez, admite algo más de inventiva y la propia escenografía, el atrezo o las luces podrían haber dado mayor juego. Pero la realización de su idea, como ha sucedido en anteriores entregas de la serie, es impecable. Bajar el piano del escenario ha hecho ganar espacio y reforzar la teatralidad —íntima, pero real— del espectáculo, en el que las luces priman con mucho sobre las sombras.
Babelia
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