Romeo Castellucci lanza a la policía al centro del teatro contemporáneo
Una masa coral de intérpretes caracterizados de agentes se apodera de la estremecedora ‘Bros’, una oscura parábola sobre la violencia y el totalitarismo. Es el nuevo trabajo del influyente director de escena italiano, programado en el festival Temporada Alta de Girona y en el de Otoño de Madrid
Cuando en Bros aparece en escena la treintena de policías que protagonizan el nuevo espectáculo de Romeo Castellucci, el espectador esboza una sonrisa. Van uniformados como los agentes típicos estadounidenses, parecen salidos de Área 12, Canción triste de Hill Street o Distrito Apache, pero también recuerdan al policía de Village People (Victor Willis) y, su movimiento coral de tropa, a los Keystone Cops de Mack Sennett, la cómica patrulla del cine mudo uno de cuyos miembros fue un joven Charlie Chaplin. La sonrisa se borra rápidamente y, avanzada la función, deviene mueca de espanto cuando dos de esos mismos policías la emprenden a golpes de porra y patadas contra un personaje desnudo que se retuerce de dolor, encarnizándose hasta el límite de lo soportable para el espectador, con un fondo de efecto sonoro estrepitoso, en uno de esos momentos pavorosos, mortificantes, que constituyen uno de los signos de identidad del teatro de Castellucci, reconocido como uno de los grandes de la escena actual europea. Momentos extraordinarios y sobrecogedores de teatro directo con los que no puede competir ninguna experiencia de la creación contemporánea en ningún otro formato.
Bros, que pudo verse el pasado jueves en el teatro de la Trienal de Milán, el museo del diseño y la arquitectura en el parque Sempione de la ciudad lombarda, donde Castellucci es artista invitado del cuadrienio 2021-2024, llega esta semana a Temporada Alta como una de las citas de gala del festival de Girona (jueves y viernes, Centro de Artes Escénicas El Canal, Salt), y del 24 al 26 recalará en el Festival de Otoño de Madrid (Centro de Cultura Contemporánea Condeduque). En el moderno teatro milanés, situado en las entrañas de un edificio de reminiscencias fascistas, el Palazzo dell’Arte, daban la bienvenida al público unos extraños y desasosegantes artilugios colocados en el escenario. Parecían armas automáticas de última generación, trípodes marcianos o servomecanismos militares tipo RoboCop, y hacían un ruido de tableteo de mil demonios. A la entrada de la función, con el programa de mano y otro material informativo sobre el espectáculo, entregaban unos tapones para los oídos, que no es algo que te proporcionen en un teatro cuando programan Shakespeare. En Bros no hay argumento reconocible ni diálogo.
La atmósfera en la sala era turbia, espesa y cargada, como si se hubiera producido un tiroteo. Las máquinas callaron y en el silencio opresivo y presagioso que siguió apareció un individuo viejo con aspecto de profeta, druida o eremita del desierto (el actor de 79 años originario de la ciudad rumana de Craiova Valer Dellakeza), que empezó a desgranar unas letanías en rumano. Una hoja con la traducción permitía seguir más o menos en la oscuridad el texto, fragmentos de las profecías de Jeremías, del Antiguo Testamento. El profeta quedó desnudo como un Diógenes o un vagabundo indigente, y entonces irrumpieron en escena los policías. Varían en número según el teatro donde se represente Bros y excepto dos actores profesionales (Luca Nava y Sergio Scarlatella) son voluntarios (remunerados) reclutados en cada ciudad. En Milán eran 30, pero pueden llegar a ser medio centenar. Se movían en grupo, marcialmente, como presencias extrañas y amenazadoras en la penumbra, dividiéndose en subgrupos y componiendo cuadros vivientes (la muerte de Sócrates, los fusilamientos del 3 de mayo, la lección de anatomía, el entierro del conde Orgaz). Unos desplegaban banderolas con misteriosos mensajes en latín (cuya traducción se proporcionaba al espectador en papel) y consignas (un decálogo de órdenes alternativamente terribles y risibles), otros cargaban grandes fotos, otros más sacaban a escena un cuerpo amortajado o patrullaban con perros.
Se regó el escenario con una manguera, se produjo un desorden en las filas policiales, una máquina empezó a expulsar columnas de vapor como ectoplasmas y melodías de órgano de un Bach oscuro; los agentes se entregaron a otra sesión de tortura, esta vez con toallas y agua. El público seguía la acción entre fascinado y desconcertado, tratando de asimilar la avalancha de imágenes, símbolos y sensaciones.
En un momento de la representación, llena de estampas hipnóticas, los policías (que siguen instrucciones por unos auriculares) sacaron sus revólveres, apuntaron a la sala y dispararon varias salvas estruendosas, dejando el ambiente lleno de olor a pólvora. Luego provocaron un turbador chasquido accionando los gatillos sobre los tambores vacíos, todos a la vez, clic-clic. La escena central de la tortura resultó brutal y como queda dicho casi inaguantable, como lo fue otra en la que los policías iban desplomándose y sufriendo convulsiones. Los agentes sacaron a escena un homúnculo, un muñeco, como si fuera una imagen sagrada. Bajaron a la platea y rodearon al público, alarmado y sobrecogido. De nuevo en el escenario, de entre sus oscuras filas salió un hermoso niño rubio vestido con una túnica blanca (y placa de policía), al que le dieron una porra mientras un cartel proclamaba “De pullo et ovo” haciendo pensar en la reproducción de la masa violenta de agentes, el huevo de la serpiente que diría Bergman. El público aplaudió largamente tras la representación.
En una entrevista a la mañana siguiente con EL PAÍS, Castellucci (Cesena, 61 años), ante la batería de preguntas sobre lo visto en la función, recalcó que no considera su misión explicar lo que sucede en sus espectáculos. “Yo me limito a sugerir cosas, esas imágenes están ahí para que cada uno las interprete como le parezca; no quiero significar nada de manera precisa”. Añadió que “todo lo que se quiera interpretar es legítimo”.
Bueno, pero ahí están los policías. “No surgen de un razonamiento intelectual y en todo caso figuran como cuerpo, no como agentes individuales. Yo sentí su presencia en mi piel en París cuando estaba allí durante las protestas contra la violencia policial antes de la covid; cada día salía de casa, cerca de la Ópera, y me veía rodeado por los antidisturbios. Entonces pude sentir intensamente su poder de intimidación y el de los uniformes, y el aura de esa violencia que por el contrato social solo ellos pueden ejercer. Es por supuesto una paradoja de las democracias el que en el núcleo de la ley haya esa potestad de violencia, que los tutores de la ley y el orden se adornen con el manganello di poliziotto, la porra”.
Cuando se le dice a Castellucci que lo de manganello suena más a Commedia dell’Arte que a antimotines, ríe de buena gana. “Es cierto, y de hecho era un instrumento del arlequín, lo que me lleva a recordar que hay un elemento cómico en Bros que no hay que desdeñar”. El director conviene que ese factor humorístico quedó algo sepultado en la representación de la noche anterior. “Fue una función particularmente oscura, mis espectáculos nunca están cerrados, siempre se producen cambios dependiendo del lugar, el público y, en el caso de Bros, de los extras que intervienen. Pero hay algo de la iconografía de esos policías sembradores del caos del viejo cine de Hollywood”. ¿Pensó en representarlos como antidisturbios? “No, escogí la idea, si se quiere platónica, del agente estadounidense, tan reconocible. Una especie de íncubo en el que afloran ciertas imágenes primitivas: el clan, el tótem. La de Bros no es una policía para hacer crítica social, es una visión arquetípica. Constituye una cofradía, un cuerpo y hasta cierto punto es una metáfora de la humanidad”. Cumplen órdenes. “Sí, hacen todos juntos lo que está ordenado, son como máquinas, reciben órdenes y las cumplen sin pensar. No hay conciencia personal. Son solo agentes, en el sentido estricto del término. Lo fundamental es obedecer”.
Castellucci insiste en que en Bros no ha querido dar una visión crítica de la policía. “No entro a debatir si debe haber policía o no. Aunque pienso que ahí hay otra paradoja: por un lado, la democracia precisa de la policía; por otro, debe existir la desobediencia porque si no eso significaría que el control de la policía es total; el día que no haga falta la policía será un mal día”.
El director ríe ante la mención de Village People. “Sí, hay mucha metateatralidad, y ese elemento de mascarada, de mascarada grotesca. Y al tiempo te da miedo. Jugar a policías y ladrones es típico de la infancia, claro”. Castellucci reflexiona que en la obra, con sus alusiones a la männerbund, la banda de hombres, y sus connotaciones de grupo, incluso homosexuales, no podía haber mujeres policía”. En los momentos más inquietantes los policías de Bros, con sus consignas, sugieren una escuadra fascista, camisas negras de Mussolini o Mosley, o miembros de las SS. “Sí, hay una alusión a esa hermandad con ribetes místicos y con una forma extrema de control de sus miembros. En las órdenes que reciben mis cops, en parte miméticas de las de esas organizaciones, hay un elemento irónico, de seria ironía. En ese sentido, los policías, con su ‘hacer esto aunque no lo entienda’ guardan un paralelismo con los actores y su oficio. En algunas de las órdenes puedes sustituir policía por actor”.
¿Hay una advertencia en Bros, como podrá leer alguien, contra el totalitarismo? “Puede verse, pero insisto en que esa no es mi responsabilidad ni la del espectáculo. No creo que sea el deber de un director teatral decir que algo está bien o mal. Eso queda para los filósofos y los guías espirituales. Hay crítica, evidentemente, pero el teatro es más un síntoma, y un lugar para poner en duda las certezas”. No cree Castellucci en el teatro político. “No, aunque el teatro siempre es político en otro sentido. El teatro que respeto es el que pone en duda y abre zonas de incomodidad y malestar; el que presenta certezas no me interesa. Todo el mundo sabe que la policía es mala. Yo trato de ir más allá”. Castellucci dice haberse sentido muy impactado por las imágenes de la mortal paliza a George Floyd. “Fue un crimen atroz perpetrado por un grupo precisamente; que se permitieran matar a un hombre desde la parte de la ley es terrible, pero, de nuevo, hacer crítica de eso sería demasiado sencillo y evidente”.
En cuanto al personaje del profeta de Bros, cuya figura y palabra se contraponen al mundo de las telecomunicaciones modernas simbolizadas por la presencia y el ruido de las máquinas, apunta que le gustaba la extrañeza que proporcionaba al texto de Jeremías que lo dijera en rumano, que a mucha gente “le sonará a arameo”.
Explica Romeo Castellucci que su forma de contar como dramaturgo y director es deudora de la tragedia, pero no porque cuente una historia trágica, sino porque ve las cosas con una mirada trágica. “Es absolutamente nuestro género, como opción existencial y estética. La tragedia no busca una cura ni un juicio. Entiende que el mal es una fuerza necesaria que no puede ser obviada”.
Precisamente es un elemento de la tragedia clásica tener momentos de tensión insoportable, como su teatro. “Sí, en la tragedia llega un momento en que no hay palabras, que el lenguaje te abandona, el tiburón blanco del dolor, que dice David Foster Wallace. Esto hace la tragedia: miras al mal y el mal eres tú. El mal es innominable, por eso Edipo queda en silencio. Las palabras ya no son útiles”.
¿De dónde saca esas imágenes brutales que hay en el seno de sus representaciones, como en Inferno, los minutos de ausencia durante la escena de pederastia; en Bros, la de la paliza? “De la realidad. Pero yo no las busco, me llegan a mí. El dolor está ahí. No es que tenga una componente sádica o masoquista. Es reconocer beckettianamente que el ser humano es el problema. El problema de Beckett es el de Esquilo. Por qué hemos nacido. El mal no está en la naturaleza, que es indiferente; es como la covid o una rosa. El mal, la forma de tratarlo, nace de la humanidad, y del arte”. Pero esas imágenes tan duras. “No es una técnica, y no vienen de mis sueños, porque no sueño nunca. Son cosas que veo”. Dice que el teatro debe tener momentos “tóxicos” como esos para sacudir a la manera de un veneno el cuerpo del espectador, pero debe hacerlo bien, con un control de la forma, como un cuchillo que penetre la piel del público. “Creo mucho en el espectador, en su percepción, hay que abandonarlo y confiar en él”.
Romeo Castellucci cree que hay que “reconfigurar” el teatro tras la pandemia. “Estamos en un momento clave de la historia que hay que aprovechar, el artista debe reflejar que el mundo ya no es como antes”.
Al preguntarle por Pasolini, del que tiene un aire en lo físico y al que recuerda en su capacidad de dinamitar la tranquilidad de cierto mundo cultural, Castellucci admite su afinidad con el creador en el aspecto más intelectual de este. Y aprovecha para recordar que Pasolini “dijo cosas desconcertantes de la policía, a cuyos jóvenes miembros venidos del sur profundo para pegar a los chicos rebeldes de la burguesía admiraba como verdaderos hijos del proletariado”.
La vuelta del teatro internacional
Las representaciones de Bros son una muestra del progresivo retorno del teatro internacional a nuestro país. En Temporada Alta el nombre de Castellucci se une a los de Alain Platel, Oskaras Korsunovas, Guy Cassiers, Christopher Marthaler o Christiane Jatahy. En el Festival de Otoño de Madrid, que se inauguró el jueves pasado con un aplaudido espectáculo de la compañía flamenca Peeping Tom y otro de la creadora argentina Lorena Vega, Imprenteros, un fenómeno teatral en su país, además del espectáculo de Castellucci se verán obras de otras grandes figuras de la escena europea como el propio Cassiers (Antigone in Molenbeek + Tiresias, 19 y 20 de noviembre), los griegos Dimitris Papaioannou (Transverse Orientation, 26, 27 y 28 de noviembre) y Christos Papadopoulos (Larsen C, 28 y 29 de noviembre) y la española Angélica Liddell (Terebrante, 27 y 28 de noviembre).
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